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El arte contemporáneo nació el día en que Stieglitz publicó la foto del urinario de Duchamp en 1917. Qué pensaron los que vieron por primera vez la imagen de ese objeto sobre un pedestal? Claro, hubiera sido más épico que el origen fuese la propia pieza de porcelana en la muestra de artistas independientes de aquel año, pero la obra nunca fue ... expuesta y sólo nos queda la foto. Los urinarios de Duchamp son en realidad copias de los años 50. Distopía total. Me imagino las exclamaciones de los paseantes: ¿Quién coño es este R. Mutt? ¿Pero quién se ha creído el tal LHOOQ para pintarle esos bigotes a la Gioconda? ¿Esto es arte?

En resumen, el arte contemporáneo nace de la distopía y la distopía (los objetos que están donde no deben, las personas habitando un paisaje que no les corresponde) es la misma esencia de lo contemporáneo. En los años que rondaron a la primera guerra mundial solo existía un lugar genuinamente distópico en el mundo. El que la foto de Stieglitz se exhibiera en Nueva York no fue una extravagancia más, sino la representación más fiel de lo que empezaba a extenderse como una lenta mancha de aceite hasta cubrir el globo. Y la globalización, la velocidad, la TV y la red han hecho de la distopía algo cotidiano. La antena parabólica sobre una yurta en la Mongolia exterior. Un niño austral bebiendo de una lata de coca-cola.

Enterrado Duchamp, no han sido muchos los artistas que se han atrevido a modelar la distopía y menos a transitarla como pedro por su casa. Y los surrealistas, y Magritte? Pues no. Nada que ver. La distopía no tiene nada que ver con lo onírico o lo surreal. Duchamp ninguneó a la troupe surrealista cuando ésta aterrizó en Nueva York en medio de la segunda guerra mundial. A diferencia del mundo de los sueños y del inconsciente, la distopía es real, tan real que para un artista su representación es un CAMPO DE MINAS del que pocos salen vivos, y menos coleando.

Entre los artistas que hoy colean a sus anchas por la distopía se me vienen dos corrientes opuestas: la del espanto y la de la carcajada. La primera, como no podía ser de otro modo, campa en América Latina, sobre todo en el México de Carlos Amorales y Santiago Sierra. La segunda, como no podía ser de otro modo, es europea y en ella habitan Maurizio Cattelan y Carlos Pazos. El Papa abatido por un meteoro. Adolfito Hitler rezando un domingo embutido en su traje tirolés. Copito de nieve en las rodillas de la Virgen de Montserrat. Copito de Nieve. La Virgen de Montserrat. Montserrat. Distopía sobre distopía.

Y llegamos, por fin, a Juan Angel González de la Calle. A estas alturas de la película es indudable que su obra vive en la distopía, y que lo hace de un modo genuino, original. Esa Geisha en medio de la cola de pingüinos emperadores no es un sueño, es absolutamente real. Ella ESTÁ en la Antártida, que a su vez está descongelándose como el cubito de hielo en un gin tonic. ¿Pero qué hace allí? Evidentemente no va a alimentarse de krill. Los masais están realmente en los Alpes Suizos. Pero no están allí para escalar nada. Transitan por ese paisaje con otro propósito, como los emigrantes recién salidos de la patera en la playa de Bolonia, entre turistas escandinavos, kite- surferos, maris de Cádiz y ruinas romanas.

La distopía que retrata Juan Angel González de la Calle no produce disgusto ni carcajada, sino un enorme sentimiento de ternura, de empatía, de humanidad. Creo que él no pretende eso. Que su mecanismo de creación ?salvo en el uso del pincel- es parejo al de Cattelan o al de Carlos Pazos, y que en su interior desearía provocar el mismo efecto que estos artistas, un algo de gamberrada genial. Pero sin embargo, Juan Angel fracasa una y otra vez en su intento, y en ese fracaso está su singularidad. Un día decide retratar santos usando figurantes redomadamente ateos, y lo veo imaginando una horda de guerrilleros de cristo rey haciendo tea de su obra. Sin embargo lo que obtiene es una cola monumental de gente esperando para ver sus santos, y otra más monumental aún de ateos redomados deseando que les haga uno de esos retratos hagiográficos. Gente que no querría una sotana cerca ni en pintura se muere de pronto por aparecer en arrebato místico ante su cámara y su pincel. Imagino su reacción. Se acabaron los santos! Vamos con los perros de presa! Y otra vez lo mismo.

Hay en esta serie de cuadros algo de resignación. Parece decirnos, ya sé que amareis a la Geisha, ya sé que querréis uniros a la cuerda de guerreros masai, ya se que vais a sonreír otra vez... pero entendedlo! Aquí pasan muchas más cosas, no os paréis ahí! Mirad detrás del cuadro.

He dibujado aquí una línea fina e improbable que va de Duchamp a Juan Angel González de la Calle. La diferencia entre la obra de otros artistas de la distopía y la obra de Juan Angel es la diferencia que medra entre la carcajada y la sonrisa. Las dos emociones ejercen una atracción irresistible en nosotros. Sin embargo la carcajada puede disimularse y la sonrisa no. Cuando sonreímos de verdad lo hacemos con la comisura de los ojos, como la Gioconda.