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Para el caso que nos ocupa, tanto da que citemos a Cirlot como que recorramos los troncos de las arboledas... el corazón -junto al aspa y la cruz- es uno de los signos más dibujados por la humanidad a lo largo de toda su existencia o, al menos, de una forma íntima e individual.
¿Quién niega haber dibujado un corazón -al menos una sola vez- sobre una antigua libreta o haberlo trazado sobre la esproncediana mesa de pintado pino de algún olvidado bar o, tal vez, al abrigo de las luces del anochecer, haberlo labrado con la avidez misma transformada en punta de navaja sobre la quizás tersa, tal vez abrupta, sedosa, rugosa, resplandeciente, fragosa, pulida... -¡qué más da el adjetivo del deseo!-corteza de un apartado y, desde luego ya, sagrado árbol?
De hecho, -si reparamos en ello y una vez nombrado Cirlot- el corazón se encuentra en el centro de todo aspa y de toda cruz ya que, en el esquema vertical del cuerpo humano, tres son los puntos principales: el cerebro, el corazón y el sexo. Y sólo uno de ellos, el corazón, es el central pues se sitúa en el cruce del ritmo vertical y del horizontal de una persona con los brazos en cruz (Leonardo). Después de todo, el corazón era la única víscera que los egipcios dejaban en el interior de la momia, como centro necesario al cuerpo para la eternidad (todo centro es símbolo de la eternidad).
En la mística doctrina de la unidad se explica que la importancia del amor se funda también en el sentido simbólico del corazón, ya que amar sólo es sentir una fuerza que impulsa en un sentido determinado hacia un centro dado. En los emblemas, pues, el corazón significa el amor como centro de iluminación y felicidad, por lo cual aparece rematado por llamas, una cruz, la flor de lis, o una corona.
En la iconografía que nos presenta Hilario Bravo esos corazones, centro de pasiones diversas que vienen definidas por versos de poetas españoles, están coronados, además, por símbolos de escaleras, peines, despertadores, tiernos delfines, espinosos cardos; habitados por pájaros canoros, peces o nubes y otros, en su caso, atravesados por flechas o destrozados por el rayo. Elementos éstos que vienen a configurar algo así como el segundo término de la ecuación de un álgebra sentimental en la que, finalmente, -¡oh, tiempos de instituto con sus amores, aspas e incógnitas!- ya sólo nos resta despejar la equis que nos lleve, con su resultado, a la orilla de los sentimientos de cada uno de los corazones propuestos.
Entrada actualizada el el 26 may de 2016
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