Exposición en Barcelona, España

Terracotas de la antigüedad. Confluencias en el entorno mediterráneo

Dónde:
Museo de Cerámica / Palau Reial de Pedralbes - Av. Diagonal, 686 / Barcelona, España
Cuándo:
03 nov de 2011 - 04 mar de 2012
Inauguración:
03 nov de 2011
Organizada por:
Descripción de la Exposición
Por primera vez, el Museo de Cerámica expone un conjunto de terracotas de la antigüedad con el objeto de ilustrar los precedentes históricos de la cerámica española, el intercambio cultural entre las regiones del área mediterránea y el grado de sofisticación y refinamiento de nuestros antepasados. A través del flujo comercial se difundieron ritos funerarios, costumbres alimenticias y manifestaciones artísticas que las diferentes culturas asimilaron y personalizaron. El buen estado de conservación de las obras se debe a que todas ellas proceden de las necrópolis, donde los difuntos de las familias aristocráticas eran enterrados junto a su ajuar doméstico. Tras el descubrimiento de los enterramientos, la cerámica antigua se convirtió en icono de la cultura, en objeto de colección y en fuente de inspiración para artistas y manufacturas de cerámica de época moderna.

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«Asistidme, oh dioses, y no desdeñéis los presentes de una mesa pobre y de unos ... vasos de arcilla sin ornamentos. De arcilla hizo sus primeras copas el campesino de los tiempos antiguos; del dócil fango las modeló.» (Tibulo, Elegías, 1, 1, vv. 37-40)

 

«La mayor parte de la humanidad utiliza recipientes de arcilla. Para los servicios de mesa, la cerámica de Samos es todavía apreciada.

 

Poseen una reputación parecida a ésta los talleres de Arezzo, Sorrento -aunque este último por sus copas solamente- y Asti, en Italia; Pollentia y Sagunto en Hispania; y Pérgamo en Asia Menor.» (Plinio el Viejo, Historia natural, 35, 46, 160)

 

LOS ORÍGENES DE LA CERÁMICA

Carles Buenacasa Pérez

Profesor de Historia Antigua en la Universitad de Barcelona

 

«Entonces Yahvé formó al hombre con polvo del suelo e insufló en sus narices aire de vida, y resultó el hombre un ser viviente [...]. Y Yahvé formó del suelo todos los animales del campo y todas las aves del cielo.» (Antiguo Testamento, 'Génesis', 2, 7 y 18).

 

«Cumplió el niño Jesús los siete años y estaba un día entretenido jugando con los muchachos de su misma edad. Todos se divertían haciendo con barro figurillas de asnos, bueyes, pájaros y otros animales [...]. Jesús también había hecho figuras de pájaros y aves que, al oír su voz, se echaban a volar.» (Evangelio árabe de la infancia, 36).

 

Modelar el barro figura, tras la pintura, entre las primeras actividades artesanales de la humanidad. El cazador prehistórico que iba caminando sobre suelos embarrados bajo una lluvia intensa ya se apercibió de cuán fácilmente su huella quedaba impresa en la tierra arcillosa. Y asimismo, cuando días más tarde, ya a pleno sol, pasaba por el mismo lugar, podía constatar que, ante la ausencia de agua, el suelo que previamente se había mostrado tan maleable, con la sequedad había adquirido dureza y consistencia. De la misma manera, cuando su mujer cocinaba las piezas cobradas y encendía fuegos sobre terrenos arcillosos, ella también se daba cuenta de como, por acción del fuego, aquel suelo antes arenoso se volvía extremadamente rígido. Seguramente fue por esta vía de la observación que la humanidad descubrió las propiedades de la arcilla y se decidió a sacarle provecho.

 

La cerámica, una creación oriental

 

Así pues, en contra de quienes hace unos decenios defendían que la aparición de los primeros recipientes cerámicos solo había tenido lugar en Mesopotamia, en el contexto del proceso de neolitización (con una cronología de la segunda mitad del VIII milenio a.C.), hoy en día se considera cada vez más cierto que los orígenes de la cerámica fueron policéntricos y que se produjeron a lo largo de un proceso que duró casi 20.000 años. La arqueología ha revelado que, ya en época paleolítica, comunidades de cazadores recolectores de distintos lugares del planeta fabricaron recipientes cerámicos, por ejemplo en Grecia (32000 a.C.), Moravia (23000 a.C.), Siberia Central (15000 a.C.), Japón (13000 a.C.), los Urales (12000 a.C.) y China (11000 a.C.), por citar solo los casos más antiguos.

 

Ahora bien, estas primeras producciones cerámicas eran muy toscas y se utilizaban, básicamente, para cocinar. El descubrimiento de la agricultura en Anatolia, Levante Siriopalestino y Mesopotamia, en el período del neolítico (a partir del 7500 a.C.), propició el auge de la cerámica, al surgir nuevas necesidades para la humanidad, tales como almacenar el grano, transportar agua o servir la comida cocinada, que multiplicaron y diversificaron los usos de las vasijas cerámicas.

 

Y es que modelar el barro no suponía ninguna complejidad técnica y era la opción más económica para muchas culturas, como la mesopotámica, que, faltas de otras materias primas, poseían lodo en abundancia. De hecho, Mesopotamia (literalmente, 'tierra entre ríos') hacía ciertamente honor a su nombre, pues discurría entre los cauces del Eufrates y del Tigris, sobre un mar de barro acumulado durante milenios como consecuencia de los periódicos desbordamientos de ambos ríos. Además, la arcilla es muy fácil de trabajar si se le añade agua, pues se compone de partículas finas y planas, como plaquitas, con una carga eléctrica en la superficie que las mantiene unidas entre sí, que, al añadirle líquido, pueden desplazarse unas sobre otras sin separarse. Cuando la pasta se deja al sol o se somete a un proceso de cocción en un horno alimentado por madera, el agua se evapora y el material se contrae y endurece. Una vez cocida la pasta, la pieza resultante es resistente a los golpes y más impermeable y segura contra los roedores que los contenedores que se habían usado previamente y que estaban hechos con fibras vegetales (cestería).

 

En un primer momento, los vasos y vasijas se elaboraron a mano, superponiendo anillos de arcilla húmeda hasta conseguir la altura deseada que luego eran alisados frotando con un paño húmedo. Las formas también eran muy simples: bases planas adaptadas a la forma del hogar que distribuían el calor de manera uniforme, sin cuellos ni rebordes. La gran revolución en la fabricación de cerámica fue la invención del torno de alfarero, creado en Mesopotamia en torno al IV milenio a.C. Esta innovación permitía trabajar la masa de arcilla por rotación sobre una plataforma que giraba en torno a un pivote, accionado en los primeros tiempos con una mano y posteriormente, en los modelos más sofisticados, con los pies. La velocidad adquirida, combinada con la presión de las manos y la fuerza centrífuga es lo que permite dar su forma al vaso de arcilla.

 

Una vez modelado el recipiente, éste se cocía para endurecerlo.

 

Para que la arcilla se convierta en cerámica hay que alcanzar una temperatura en torno a los 600 ºC, pero a los alfareros neolíticos no les resultaba fácil lograr una cocción homogénea de todas las piezas, por lo que fueron mejorando el proceso. Primero, los recipientes se cocían en fosas abiertas, con poco fondo, en las que los vasos se amontonaban uno sobre otro. La pila se rodeaba de ramas secas y cañas en las que el fuego prendía, y la temperatura iba aumentando gradualmente hasta que, al final, todo el montón de arcilla se cubría con hierba, cañas y estiércol. El resultado era una coloración desigual de las vasijas. Para remediarlo, se desarrolló un horno vertical, muy sencillo, con tiro ascendente que fue progresivamente complicado.

 

En este tipo de hornos, la madera se coloca en el subsuelo de la estructura (cámara de combustión), bajo la plataforma horadada sobre la que se disponen los vasos (la cámara de cocción); los humos se evacuan de manera constante y uniforme a través del tiro.

 

Dependiendo de la calidad del horno y del procedimiento de la cocción, el color de la pieza cerámica se ve afectado. Cuando la entrada de aire es muy irregular y falta oxígeno, las piezas presentan un color oscuro. Sin embargo, si la entrada de aire es regular y constante, los compuestos férricos de la cerámica se oxidan y, en consecuencia, el vaso adquiere una tonalidad rojiza.

 

La cerámica como objeto de arte: del primitivismo a la sofisticación

 

Las primeras cerámicas fueron fabricadas por cada ama de casa, de acuerdo con las necesidades de su hogar. En estos primeros tipos primaba la dimensión utilitaria sobre la estética, por lo que los acabados son sencillos y las decoraciones, cuando las hay, muy simples y rudimentarias. Sin embargo, al convertirse la cerámica en un objeto de lujo, se dedicó mucha más atención a estos detalles.

 

En lo referente a los acabados, antes de la cocción, el recipiente podía ser objeto de un intenso bruñido o de la aplicación de un engobe. Cuando la arcilla aún no estaba seca del todo, la pieza se bruñía frotándola con una piedra plana que comprimía y alisaba la superficie, lo que le confería un brillo atractivo que se conservaba tras la cocción. El engobe era un recubrimiento elaborado con un limo de arcilla fina que se preparaba quitándole las partículas gruesas y que podía ser de color negro, rojo o blanco según el tipo de arcilla utilizada. Se podía aplicar por inmersión, por aspersión y con pincel y concedía a la pieza un aspecto parecido al esmaltado. Una vez seco, podía convertirse en la propia decoración de la pieza o, por el contrario, servir de soporte para la decoración pictórica.

 

Por lo que respecta a las decoraciones, en los inicios los adornos eran resultado de procedimientos simples: se pellizcaba la pella de arcilla o se presionaba sobre la superficie fresca con objetos que dejaran su marca (cuerdas o conchas) antes de la cocción. En otros casos, se hacían incisiones con objetos punzantes para dibujar líneas paralelas o cualquier otro tipo de dibujo geométrico. Más adelante, el repertorio se amplió con motivos naturales y formas animalísticas o antropomorfas muy estilizadas. Así, poco a poco, se buscó la picturalización de las decoraciones cerámicas, que se conseguía por la aplicación de pigmentos de colores naturales (originalmente, rojos, marrones oscuros o negros) antes o después de la cocción.

 

Ahora bien, la existencia de una clase aristocrática que precisaba gran cantidad de objetos de uso doméstico, y que podía permitirse su elaboración con materiales más preciosos, especialmente metales (oro y plata), sirvió de estímulo a los alfareros para aprender nuevas decoraciones inspiradas en el trabajo de los orfebres. Se trataba de conseguir unos acabados más elaborados y dignos, que acercaran sus producciones en barro a esta selecta y adinerada clientela, o como mínimo, a aquellos compradores que, sin tener una fortuna tan elevada, buscaban poseer ajuares parecidos, pero a precios más económicos.

 

De esta manera, el tacto jabonoso que permitían bruñidos y engobes, además de la ligereza que se conseguía con la reducción del ancho de las paredes de los vasos fueron estrategias desarrolladas por los coroplastas para lograr que su producto resultara más agradable a los amantes de la plata y el oro. En este sentido cabe destacar, por ejemplo, que en la cerámica micénica las decoraciones florales son muy parecidas a los adornos de oro batido que forman parte de los ajuares de las tumbas reales de Micenas (s. XVI a.C.).

 

En Mesopotamia, los productores de recipientes cerámicos imitaron el metal dando formas más abocinadas a sus piezas, cambiando las bases planas por fondos redondeados sobre pie, poniendo bordes curvados sobre sí mismos y fabricando copas y tazas más finas y ligeras. De igual forma, en el mundo etrusco, el bucchero nero (ss. VII-V a.C.) es buen ejemplo de como, a través del aspecto deslumbrante de la pieza cerámica y de su extraordinaria ligereza, se intenta competir con las producciones metálicas. Los etruscos conseguían este acabado en negro intenso gracias a la cocción reductora de una arcilla rica en óxidos de hierro en un ambiente cerrado con una total ausencia de oxígeno.

 

Fueron los griegos y romanos, sin embargo, quienes lograron imitar con mayor arte, en cerámica, los modelos de las vajillas metálicas.

 

Unas veces, los coroplastas se limitaron a copiar las formas de la vajilla metálica, por ejemplo mediante la decoración de costillas (líneas incisas verticales) en los vasos globulados, algo que aparece abundantemente tanto en las piezas cerámicas como en la industria del vidrio, que también vivió una fase de esplendor en la época grecorromana.

 

Otras veces, los alfareros trataron de imitar el color del metal. De ahí la selección de colores para sus obras: negro (imitando la plata), rojo anaranjado (para el oro), púrpura (para el cobre) y blanco (para el marfil), pues como decía Trasicles en el siglo V a.C.

 

'la plata es negra', en alusión a la extraordinaria pureza de la plata ateniense extraída de las minas de Laurión (98 %), cuya tonalidad era de un intenso azul oscuro. Otros procedimientos de imitación fueron las figuras exentas en relieve que se aplicaban en la zona de la boca o las asas, o la costumbre de decorar el fondo del vaso con una representación pictórica en forma circular (tondo) que imitaba el medallón en relieve que los orfebres ponían en el interior de sus copas para vino.

 

En lo que a los romanos se refiere, éstos también optaron por la imitación del metal en su producción cerámica más original: la terra sigillata. Estos vasos y pateras fabricados en serie gracias al uso de moldes que pusieron de moda los talleres de Arezzo a partir del siglo I a.C., respondían a distintas estrategias para competir con sus rivales metálicos, entre las cuales el uso del color anaranjado en las piezas (para imitar el color dorado de las vajillas en oro) o la decoración en relieve (en alusión al delicado cincelado de las piezas metálicas).

 

Y es que, si hacemos caso de las fuentes de la época, mucho tenían que esforzarse los alfareros de aquellos tiempos si querían vender a buen precio sus producciones, pues existía un cierto menosprecio hacia las vajillas que no estuvieran elaboradas con metales nobles: «A duras penas se puede conseguir de los mismos esclavos que no sientan repugnancia por una vajilla [de cerámica] que acostumbraba a utilizar, sin sentirse avergonzado, todo un cónsul de Roma» (Valerio Máximo, Hechos y dichos memorables, 4, 7).

 

LA CERÁMICA, UN BIEN COMERCIALIZABLE

 

«Se cree que el empleo de la vajilla de barro fue anterior a la fundición del cobre o de la plata. Los antiguos utilizaban vasijas, no de oro ni de plata, sino de barro. Y así se fabricaban cubas para el vino, ánforas para el agua, hidrias para los baños, y así otros cacharros que utilizan los hombres y que se fabricaban en el torno o se modelaban a mano.» (Isidoro, Etimologías, 20, 4, 3)

 

«Y, ¿Quién había antes que despreciara a los dioses? ¿O que se atreviere a mofarse de la copa de Numa, de los vestidos bastos y de las frágiles bandejas hechas con la arcilla de la colina vaticana?» (Juvenal, Sátiras, 6, vv. 342-344)

 

Una vez superada la visión utilitarista de los primeros tiempos, la cerámica fue contemplada como objeto comercializable, sobre todo porque se la podía convertir en un objeto artístico. La aparición del torno de alfarero y el perfeccionamiento de los hornos agilizó el proceso de producción y mejoró los resultados de la cocción, permitiendo así que la cerámica abandonara el ámbito doméstico y se convirtiera en un arte monopolizado por un artesano especializado, el alfarero.

 

Intercambio material, intercambio cultural

 

En el transcurso de los siglos, la cerámica se fue adaptando a una gran cantidad de usos y necesidades de los seres humanos, demostrando una gran versatilidad y capacidad de adaptación. Algunos de estos nuevos usos surgieron localmente, pero muchos otros fueron préstamos derivados de las redes de intercambio establecidas entre las diferentes civilizaciones que comerciaban en el Mediterráneo Oriental, especialmente en el III y el II milenio a.C., cuando las potencias comerciales dominantes eran Oriente Próximo (chipriotas y fenicios), Egipto y el mundo minoico-micénico. Para alguno de estos pueblos, como es el caso de los minoicos de Creta, la cerámica resultaba de vital importancia, pues su situación insular requería que todo cuanto llegara a la isla fuera transportado en recipientes cerámicos.

 

En el primer milenio a.C., el panorama comercial pasó a estar dominado por los griegos, especialmente por Corinto y Atenas, que monopolizaron los mercados de la cerámica de su tiempo gracias a sus famosos vasos de figuras negras y figuras rojas. Gracias a los griegos, las producciones cerámicas orientales también llegaron hasta el Mediterráneo Central y Occidental, consiguiendo una verdadera 'mediterraneización' de las formas de los contenedores cerámicos. En Atenas, los alfareros eran tan importantes que incluso dieron nombre a uno de los principales barrios de la ciudad: el Cerámico, precisamente por la actividad que allí se desarrollaba. Aunque, al decir de Platón, su género de vida debía ser bastante duro: «¿Crees tú que un alfarero que se hace rico va a querer dedicarse de aquí en adelante a su oficio?» (Platón, La república, 4, 2).

 

El buen hacer de estos artesanos podía elevarlos al rango de artistas y hacerles ganar mucho dinero, pero su trabajo no estaba exento de riesgos si los procedimientos técnicos que empleaba fallaban, tal como pone de manifiesto el denominado Himno al horno, atribuido, aunque falsamente, a Homero: 'Si habéis de pagarme por mi canción, oh alfareros, ven entonces, Atenea, y reposa tu mano sobre el horno para que las copas y todos los vasos adquieran un negro magnífico y que, por estar bien horneadas, alcancen alto precio. Que sean vendidas en gran número por mercados y calles y que los alfareros obtengan pingües beneficios para que, de esta manera, me sea agradable cantar por ellos. Pero si resultan ser deshonestos y hacen falsas promesas, entonces invocaré a los destructores de hornos, a Destrozos y a Roturas, a Tizne y a Fisuras y a Malcomido que a este arte tan graves males inflingen. Que destruyan la entrada y las cámaras del horno y que, entre los lamentos de los alfareros, la parrilla entera con sus vasos sea arrasada. Que, igual como tritura la mandíbula del caballo, así el horno triture las vasijas y las haga añicos. Ven, Circe, hija del Sol, envuélvelos con el cruel embrujo de tus encantamientos y dáñalos, y destruye su trabajo. Ven, Quirón, con tus legiones de centauros, no sólo con los que escaparon a las manos de Heracles, sino también con los que en ellas perecieron; y que golpeen los cacharros, que el horno sea destruido y que los alfareros lloren al contemplar su obra arruinada. Yo me regocijaré en la contemplación del desastre. Y si alguien viene y espía, que su cara se queme para que todos los hombres sepan que deben ser honestos.' Es precisamente para prevenir este tipo de desastres técnicos que, en primer lugar, los frecuentes intercambios entre los pueblos comerciantes del Mediterráneo tendieron a favorecer los préstamos tecnológicos que mejoraran los procesos de producción de cerámica. Aparte del torno de alfarero, creado en Mesopotamia y difundido muy rápidamente por Siria, Egipto e Irán, también se produjeron importantes novedades en el mundo de los hornos y en el de las decoraciones, al haberse inventado, en el III milenio a.C., la decoración a pincel. Ambas innovaciones permitieron que los vasos salieran de los hornos más limpios, con los colores resaltados y con las representaciones mucho más picturalizadas.

 

En segundo lugar, la comunicación entre los comerciantes antiguos permitió la difusión de nuevos métodos de embellecimiento de las piezas, como el vidriado. Esta técnica se difundió desde Mesopotamia y se conseguía recubriendo la superficie de la pieza con una pasta vítrea en la que se habían pulverizado minerales de cobre (azurita o malaquita). Al calentarse el vaso, la superficie se fundía y formaba un vidrio simple. El vidriado mesopotámico no buscaba sino imitar el color y brillo del lapislázuli, una piedra de lujo muy apreciada en todo Oriente y que era muy escasa, pues se traía desde Irán. En el II milenio a.C., el vidriado ya se podía aplicar, incluso, sobre ladrillos y azulejos de arcilla gracias a la adición de plomo a la frita y empezó a usarse para decorar las paredes de muros, templos y edificios públicos, como es el caso de las murallas de la capital de los medos, Ecbatana, o de la famosa puerta de Ishtar, en Babilonia (s. VI a.C.). Por su parte, el Egipto de los faraones difundió por los puertos del Mediterráneo Oriental las formas cilíndricas y los engobes de color crema bruñidos que pretendían ser una clara imitación de la forma y color de los vasos de alabastro. Por su parte, Creta y el mundo micénico, a partir de su extraordinaria excelencia en el trabajo del oro y el tallado del marfil, desarrollaron técnicas que perfeccionaron las decoraciones cerámicas imitando las metálicas.

 

En tercer lugar, el comercio también favoreció la difusión y adaptación de las formas. Cuando los grandes pueblos comerciales de Oriente se dedicaron al intercambio de cerámicas, todos ellos empezaron a fabricar vasos por millones con un evidente objetivo comercial, contribuyendo así a la globalización de las formas y los gustos estéticos.

 

No debe extrañarnos pues que las excavaciones arqueológicas en cualquier yacimiento antiguo del entorno mediterráneo saquen a la luz modelos casi idénticos de copas de pie alto para beber vino, de jarras para servir líquidos, de aríbalos para perfumes o de grandes contenedores de áridos (como es el caso de los cálatos ibéricos para almacenar grano), hecho que constituye una buena prueba de como los tipos cerámicos orientales se adaptaron a los gustos y necesidades de cada una de estas civilizaciones en contacto.

 

Los comerciantes orientales se atrevieron con todo tipo de objetos cerámicos, creando así un vastísimo repertorio de formas y usos: instrumental de cocina, servicio de mesa, mobiliario doméstico (pebeteros para incienso, lámparas, jaulas para pajarillos, placas decorativas pintadas...), figurillas religiosas, materiales constructivos (ladrillos y tejas), utensilios para el culto religioso (rhyta y vasijas con largos caños que imitan pajarillos, para el vertido ritual de líquidos), contenedores de perfumes, usos funerarios (urnas de cenizas). Además, en cada uno de los lugares a los que los comerciantes trajeron los productos cerámicos, las poblaciones locales dieron nuevos usos a la arcilla, tales como servir de soporte para la escritura (como es el caso de las famosas tablillas de arcilla mesopotámicas) o la construcción de sarcófagos y la decoración de los frontones de los templos (como hicieron los etruscos).

 

Y, así, gracias a los contactos entre diferentes culturas, la cerámica no solo fue contemplada como objeto de trabajo artístico, sino que se le buscaron nuevos usos. El escritor romano Plinio el Viejo (s. I d.C.) describe en su Historia natural múltiples aplicaciones para la arcilla y los vasos cerámicos, en ámbitos tales como los remedios medicinales, la construcción (para hacer un tipo de pavimento llamado opus signinum) y otros usos curiosos, como el que daban los sacerdotes de la diosa Cibeles a los cascotes cerámicos, al usarlos para castrarse ceremonialmente, tal como exigía su servicio a la diosa.

 

La cerámica, vehículo de ideas y creencias

 

La cerámica también resultó ser un soporte idóneo para la expresión del sentimiento religioso y para representar los símbolos más populares y mayoritariamente venerados. Por ello, desde sus inicios, la arcilla fue modelada con fines rituales, tal y como ponen de manifiesto las figurillas simbólicas hechas con este material relacionadas con los cultos de fertilidad. Se trata de diosas madre que acostumbran a representarse con los órganos sexuales engrandecidos para incidir en el carácter reproductor del amuleto tanto en el plano humano, como en el animal y el vegetal. Igualmente, el mundo de la muerte ofreció muchas posibilidades al desarrollo de ajuares cerámicos al consolidarse la costumbre, por todo el Mediterráneo, de que los difuntos fueran enterrados con objetos que los acompañaran en su viaje al más allá y en los que el material cerámico acostumbraba a estar presente ya fuera bajo la forma de instrumental doméstico o como juguetes, vasijas o figurillas votivas que debían guiar al difunto en su periplo. En Mesopotamia incluso hubo culturas neolíticas que revestían de barro los cráneos de sus difuntos para ayudar a mantener vivo el recuerdo de sus facciones.

 

No obstante, fueron los griegos y los romanos quienes concedieron a la cerámica un rol aleccionador en temática religiosa al convertirla en el motivo iconográfico más recurrente de sus vasos. No debe extrañarnos, pues, que en los siglos V-IV a.C., uno de los motivos más habituales de las vasijas atenienses sea Teseo matando al Minotauro, pues se trataba del mito fundacional de Atenas y esta ciudad estaba muy interesada en difundirlo por todo el Mediterráneo, en aras de justificar su grandeza y su hegemonía comercial y política en el seno del mundo griego.

 

De esta manera, los griegos pusieron de moda la representación del ciclo de los trabajos de Hércules, de las escenas de la Guerra de Troya o de las grandes gestas de héroes como Belerofonte luchando contra la Quimera, motivos todos ellos que pretendían concienciar a sus clientes sobre los beneficios de la devoción hacia los dioses, que aparecen en estos vasos en representaciones que los celebran como patrones y benefactores del ser humano. A partir del siglo VI a.C., una de las decoraciones más habituales será la de Dionisio rodeado de su cortejo de ménades y sátiros, una circunstancia que viene motivada por la extraordinaria difusión del vino en los circuitos mediterráneos y por la propagación del culto a este dios por todo el Mediterráneo no solo en época griega sino, sobre todo, en la romana.

 

Como consecuencia de los contactos comerciales, también se favorecieron procesos de sincretismo religioso, es decir, que una divinidad de una región del Mediterráneo fuera asimilada con otra de características similares. Un buen ejemplo de esta globalización son las esculturitas de Isis, una diosa de la fertilidad universal con ramificaciones en diversos ámbitos: el de las mujeres, el de la maternidad, el de los recién nacidos y, también, en el de la fertilidad agrícola. En el mundo grecorromano, existían diosas con atribuciones parecidas con las que la Isis egipcia podía asimilarse: es el caso de Afrodita (fertilidad femenina) o Deméter (fertilidad natural). Ahora bien, al producirse estos casos de sincretismo, la iconografía original de la divinidad tendía a alterarse para adaptarse al gusto de la mayor parte de los clientes. Así, en el caso de Isis, su desnudez es un préstamo griego, pues ésta no es una característica del arte egipcio, sino una exigencia de las convenciones del arte grecorromano que se deriva de la 'mediterraneización' de su culto.

 

Y lo mismo sucedió cuando se produjo la difusión del culto al hijo de Isis, Harpócrates, usualmente representado por los egipcios como un niño con un dedo en la boca. Los griegos y romanos lo equipararon a Eros, el juguetón dios del amor, y lo representaron montando animales domésticos tales como carneros, serpientes, patos, gallos o caballos y, en ocasiones, también sobre un ganso, que representa al dios Amón. Por influencia de las costumbres romanas, a Harpócrates se le representa con una bula de protección colgada del cuello, un detalle completamente extraño a la iconografía egipcia.

 

Otro buen ejemplo de sincretismo es el representado por la diosa griega Hera, que se asimiló con la Tanit púnica gracias a que ambas eran diosas protectoras de la maternidad y de la especie humana y que a ambas se las identificaba con el mismo animal sagrado, la paloma.

 

De hecho, este proceso de sincretismo también se proyectará desde el mundo pagano hacia el mundo cristiano, y no hay más que recordar que el apelativo de 'Blanca Paloma' con que se saluda a la Virgen del Rocío es el mismo que lleva la diosa Hera en la Ilíada.

 

LA CERÁMICA Y LA MEDITERRANEIDAD DE LAS CONCEPCIONES ESTÉTICAS

 

«[Quinto Elio Peto] durante su consulado [167 a.C.], puesto que los embajadores de los etolios, al presentarse ante él mientras desayunaba, vieron cómo lo hacía con un servicio de cerámica, le enviaron una vajilla de plata que él no aceptó, puesto que hasta el fin de sus días no tuvo ningún objeto de plata excepto dos copas que su suegro Lucio Paulo le regaló en recompensa a su coraje tras la victoria sobre el rey Perseo.» (Plinio el Viejo, Historia natural, 33, 50, 142)

 

«La pobreza es madre de la industria, y muchas artes fueron inventadas por el hambre. La sacerdotisa era admirable ejemplo de sobriedad, y en su habitación se adivinaba la economía más severa, propia de la indigencia. No deslumbraba allí la vista el marfil con incrustaciones de oro, no se pisaba mármol de Paros. Un montón de paja encima de una esterilla servía de cama; cestos, vajillas de arcilla y vasos desportillados con restos de vino constituían la vajilla.» (Petronio, Satiricón, 135)

 

La experiencia acumulada durante siglos por los alfareros orientales eclosionó en la coroplastia griega, momento en que la cerámica se convirtió en soporte de ciclos pictóricos de muy realista acabado. La belleza de los vasos corintios de figuras negras (ss. VII-V a.C.) y de las producciones atenienses de figuras rojas (ss. VI-IV a.C.) explica que esta cerámica sea requerida en todos los mercados del Mediterráneo.

 

Ahora bien, los compradores de estos recipientes no solo los adquirían por el placer estético que les provocaba su contemplación, sino también porque el amplio repertorio de vajilla que se les ofrecía les introducía en las costumbres aristocráticas de la Grecia continental que, para ellos, representaban el ideal de vida civilizada al que aspiraban en sus remotas colonias del Mediterráneo Central y Occidental, a la par que les permitía experimentar un sentimiento de conexión con la madre patria griega a pesar del ancho mar que les separaba.

 

El Mediterráneo y la globalización de las costumbres aristocráticas

 

Este auge en la demanda de cerámica, de hecho, se inició en la propia Grecia continental, pues con la instauración de repúblicas oligárquicas en la mayor parte de su territorio en la Época Arcaica (ss. VIII-VI a.C.) aumentó la demanda de productos de calidad usados en los actos sociales y que permitían a estos aristócratas interrelacionarse y afianzar sus alianzas políticas y comerciales. De esta manera, el ritual del banquete (en griego, 'simposio') generó todo un repertorio de piezas entre las cuales las del servicio del vino eran los objetos más importantes. Por eso, no debe extrañarnos que, mitológicamente hablando, los griegos atribuyeran el invento de la cerámica a Céramo, hijo de Dionisio (dios griego del vino) y Ariadna, una atribución, por otra parte muy lógica teniendo en cuenta la necesidad que tenía su divino padre de artesanos que le proveyeran de delicados cuencos con los que llevarse el preciado licor a la boca.

 

El servicio del vino requería de una cierta variedad de recipientes: la hydria, o jarra para transportar el agua; la kratera para rebajar el vino con agua; la psyketer, o vasija en la que se enfriaba el vino; la oinochoe en la que se vertía el vino de la cratera para poder servirlo; además del repertorio de vasos y copas de variadas formas en los que beber, tales como el kyathos, el kantharos, la kylix y el skyphos.

 

Pero la cerámica no solo incrementó su abanico de formas para el consumo de vino, pues también se adaptó a la fabricación de todo tipo de contenedores para el resto de productos que los mercaderes comercializaban. Nacieron así nuevas formas de ánforas olearias y vinícolas; el aryballos, o contenedor de perfumes; la lekythos, o vaso cilíndrico alto, normalmente decorado con pintura sobre fondo blanco, destinado a usos funerarios; el rhyton, o vaso cónico para libaciones; el askos, creado para almacenar el aceite de las lucernas; la lekane, un recipiente relacionado con el aseo femenino; el kernos, jarrita para uso femenino... y muchas otras formas que resultaría demasiado prolijo enumerar.

 

Además, muchos de estos tipos cerámicos estaban decorados con pinturas de gran realismo en las que se usaban recursos pictóricos que perfeccionaban los detalles anatómicos del cuerpo, los rizos del cabello y los pliegues de las vestiduras y sugerían profundidad a los fondos. En muchos casos, de hecho, esta decoración era aplicada por pintores profesionales que daban categoría de obra de arte a sus creaciones. No debe extrañarnos, pues, que sea en este momento cuando nace el orgullo de autor. Mientras que la cerámica pre-helénica era anónima, la griega -como luego la romana- podía ir firmada con el nombre del artesano o del propietario del taller.

 

En la calidad de la pieza también influyó la excelencia de las arcillas de Corinto y Atenas, así como el perfeccionamiento de unas técnicas gracias a las cuales, según como se cociera la pieza, una parte se volvía oscura y la otra intensificaba el color de la arcilla. Y es que los griegos cocían las vasijas en un horno con una atmósfera oxidante limpia que daba un color amarillento (en la cerámica corintia) o rojizo intenso (en la cerámica ateniense) a las pastas, y un color negro o rojo, según interesara, al engobe.

 

Desde el siglo VII a.C., pero sobre todo a partir del siglo VI a.C., los griegos empezaron a exportar masivamente estos recipientes, junto con los productos que contenían, por todo el ámbito geográfico que cubrían sus colonias mediterráneas, a saber: Mar Negro, Asia Menor, Chipre, Tripolitania, Magna Grecia, Sur de la Galia y península Ibérica. Fue así como difundieron el consumo del vino y del aceite, contribuyendo a crear una cultura mediterránea basada en estos dos productos, a la que cabe sumar un tercero, el de los cereales, que los griegos cultivaban intensivamente en sus colonias y luego importaban masivamente hacia Grecia.

 

No debemos olvidar, sin embargo, que estos recipientes estaban decorados, siendo las temáticas decorativas más usuales las relacionadas con el mundo de la mitología, las batallas heroicas, ceremonias religiosas, juegos atléticos, imágenes de vida cotidiana y del mundo del gineceo y, sobre todo, escenas de banquete y del culto báquico (de ahí la frecuencia de las representaciones de cortejos de ménades y bacantes y de orgías relacionadas con el abuso de alcohol). Así, el consumo del vino no solo creó unos gustos estéticos parecidos en todo el mundo mediterráneo y estandarizó unas formas cerámicas comunes a todos, sino que también contribuyó a la globalización de las costumbres en todo el entorno mediterráneo, pues los compradores también tendieron a imitar los comportamientos que allí veían representados (el ritual del simposio, los juegos atléticos, las vestimentas y los peinados, etc.), algo que incluso se detecta fuera del mundo colonial griego, por ejemplo en la civilización etrusca o entre los iberos.

 

Ahora bien, estos productos corintios y atenienses no estaban al alcance de todos los bolsillos, por lo que los talleres coloniales también los imitaron, como es el caso de las cerámicas ibéricas, lucanas o campanas.

 

Pero, sobre todo, fue en el siglo IV a.C., cuando la decadencia de Atenas -derrotada en la Guerra del Peloponeso (431-404 a.C.)- redujo la producción de figuras rojas por parte de los alfareros, cuando el protagonismo en la fabricación de cerámica de lujo pasó a la Magna Grecia, a talleres como Tarento o Paestum, que apenas introdujeron innovaciones, salvo el alargamiento de los vasos.

 

Esta mediterraneización del arte y de las costumbres iniciada por los griegos continuó en tiempos de los romanos. Sin embargo, para los aristócratas del Imperio, la cerámica era demasiado vulgar, según atestigua Marcial: «Así como un capote lingónico ensucia con su tejido grasiento el vestido purpúreo de los ciudadanos, de igual forma la vajilla de arcilla de Arezzo deshonra las copas de cristal» (Marcial, Epigramas, 1, 53).

 

Por ello, los alfareros imperiales dieron a la cerámica una dimensión de exceso decorativo que le permitiera armonizar bien con el lujo fastuoso de sus suntuosas mansiones: sus mosaicos de suelo, sus pinturas de intenso rojo pompeyano, los jarrones de alabastro, las sedas de sus reclinatorios, los bustos de mármol, los enseres de plata, las copas de oro incrustadas con piedras preciosas, los delicados adornos en carey del mobiliario... De ahí que la famosa terra sigillata aretina, la cerámica de Arezzo, tenga unas paredes tan finas como las de las copas metálicas o que sea engobada para conseguir un color lo más parecido posible al dorado: «Nos llevaron a otra sala, en la cual había dispuesto Fortunata todo lo necesario para una comida espléndida [...]. Las mesas eran de plata maciza, las copas de arcilla dorada, y teníamos delante un pellejo repleto de vino» (Petronio, Satiricón, 73).

 

La terra sigillata aretina se caracteriza por la producción de cerámicas de color rojo brillante usando moldes decorados en negativo contra cuyas paredes se presiona la pasta de arcilla para que, de esta forma, la decoración quede en relieve. El color de la pieza, parecido al del lacre, se obtiene recubriéndola con un engobe muy fino hecho con arcilla de color rojo coral y cociéndola en un fuego oxidante limpio. El taller de Arezzo comenzó su producción en torno al 30 a.C. y permaneció activo durante unos 100 años. Las provincias occidentales fundaron sus propios talleres en la Galia, Hispania y África, en los que imitaban las cerámicas aretinas, creando sus propios tipos y decoraciones, para sus clientes locales menos acaudalados.

 

La decoración de estas cerámicas conectó con los gustos mediterráneos comunes ya cimentados por los griegos, por lo que se reiteró en las mismas iconografías, a las cuales se atribuyó un valor universal en todo el entorno mediterráneo: las aves representaban el alma; las flores eran una clara alusión a la juventud; la esfera (también llamada orbe) se identificaba con la fortuna y el amor.

 

La cerámica, un bien de consumo popular

 

Cabe destacar, sin embargo, que estas cerámicas de calidad y refinamiento solo representan una pequeña parte de la producción total de la cerámica grecorromana. En realidad, la mayor parte del repertorio cerámico de aquellos siglos se orientó a abastecer las necesidades de la plebe: utensilios de cocina (cazuelas, hornos, ollas), lucernas, recipientes de almacenamiento y transporte, braseros, orinales, relojes de agua para los tribunales (clepsidras) pero, sobre todo, vajillas de un precio más económico, pues las metálicas estaban totalmente fuera de su alcance.

 

En los tiempos grecorromanos, la cerámica se asoció tanto a la plebe que, para un aristócrata de aquellos tiempos, comer en platos de arcilla significaba rebajarse al nivel de los plebeyos: «Pero jamás se ha bebido veneno en utensilios de arcilla; sospéchalos al coger las copas de pedrería o cuando el vino de Secia espumea en una amplia copa de oro» (Juvenal, Sátiras, 10, vv. 24-27). Pero, además, la plebe de aquellos tiempos tenía sus propios gustos artístico-decorativos que los alfareros también trataron de satisfacer. En este sentido, destaca la fabricación, a partir del siglo IV a.C., de unas figurillas huecas, de tamaño reducido, que inicialmente representaban escenas del teatro y que pronto ampliaron su repertorio con motivos de la vida cotidiana y mitos de los dioses. Hoy en día las conocemos con el nombre de 'tanagrinas', a partir del yacimiento en que fueron descubiertas masivamente por primera vez (Tanagra, en Beocia), aunque realmente, fueron manufacturadas en Atenas.

 

Para su fabricación, los artesanos atenienses usaron el mismo procedimiento que los trabajadores del metal, a saber, los moldes bivalvos de la técnica de la cera perdida, que permitían obtener figuritas en bulto redondo. La minuciosidad en el tallado de las facciones y el drapeado de los ropajes también recuerda el tratamiento que los orfebres daban al acabado de las figurillas de bronce. Para la obtención de los moldes, los coroplastas creaban en arcilla la tanagra prototipo, que luego cocían en el horno. A continuación sacaban el molde bivalvo presionando arcilla fresca sobre el prototipo y también lo cocían bien para evitar su deterioro. A partir de este momento, se usaban los moldes para obtener copias exactas del prototipo. Antes de la cocción, el artesano eliminaba las rebabas, las alisaba, las pulía y, por último, las pintaba. De hecho, el color blanquecino de algunas de las terracotas conservadas es el de la base preparatoria de la pintura, sobre el cual se aplicaban pigmentos de colores vivos (rojo, negro, verde, amarillo o azul) disueltos en clara de huevo.

 

Una vez extraído el molde, eran los obreros no cualificados quienes asumían la supervisión de todo el proceso de producción. Ahora bien, los moldes, como que eran usados y reutilizados continuamente, podían taponarse y, por lo tanto, las figurillas salían cada vez menos perfectas, y los coroplastas continuamente estaban ideando creaciones nuevas. Es gracias a estas cerámicas más populares que conocemos las vestimentas, los peinados y los rostros de las gentes mediterráneas de la antigüedad clásica. Y no solo su aspecto, también sus labores cotidianas y oficios. Antiguamente, se pensaba que estas imágenes eran objetos decorativos y juguetes infantiles, pero hoy en día se considera que, al menos algunas de ellas, tendrían destinación religiosa. Así, por ejemplo, en el caso de los niños, es habitual que su tumba se llene con estatuillas de dioses y diosas, de las que se espera que le protejan en su paso hacia el más allá. Por otra parte, las tanagrinas también podían ser objetos cultuales, ofrecidas a los dioses y diosas como exvotos, o servir como amuletos amorosos (Afrodita) o como protectoras del paso de la infancia a la edad adulta (Deméter y Afrodita para las chicas, y Apolo para los chicos).

 

Estéticamente hablando, las tanagrinas son figuras sencillas y muy reiterativas porque, normalmente, el fabricante no las vendía directamente a su público, sino que de ello se ocupaban los intermediarios comerciales, que las ofrecían en todos los puertos del Mediterráneo.

 

De ahí que predominen las formas de pequeño tamaño y poco detalle, pues su transporte no presenta problemas, se pueden vender a precios muy razonables y, al ofrecer iconografías muy estandarizadas, encuentran compradores en todos los mercados. Un exceso de detalle decorativo podía poner en peligro sus posibilidades de obtener pingües beneficios.

 

Así pues, en el mundo antiguo, la cerámica fue omnipresente en todas las culturas y períodos históricos. No solo sirvió a los fines de la ostentación de lujo y estatus de los círculos aristocráticos en el poder, sino que también tuvo una dimensión popular, conectando con las necesidades y gustos del pueblo. Gracias al tamaño y a la facilidad de transporte, las civilizaciones de todo el entorno mediterráneo tendieron hacia una convergencia estética que les hizo admirar y, sobre todo, asimilar aquellas decoraciones y tipos de vida que tan a menudo veían representar en las paredes de los vasos que adquirían. Asimismo, en el plano religioso, la mediterraneización de estas civilizaciones condujo hacia la creación de cultos panmediterráneos en que divinidades de una y otra cultura se reconocían como equivalentes y daban pie a cultos sincréticos, con unas iconografías mixtas comunes. Fue, sobre todo, en el arte donde estas confluencias se revelaron más fecundas, originando un legado artístico común a todos los pueblos antiguos del Mediterráneo que, a lo largo de la historia ha reaparecido y ha condicionado ciertas corrientes artísticas, demostrando con ello que, por más que pasen los años, la cerámica y el arte de la antigüedad siguen ocupando un lugar y teniendo vigencia en las manifestaciones artísticas de los creadores mediterráneos. Y es que, como dijo Plinio, no se puede renunciar a un material que ha resultado tan polivalente y útil al hombre: «Sin entrar a detallar todos los beneficios que proporcionan las diferentes especies de cereales, vino, frutas, hierbas y arbustos, medicinas, metales -de todo ello ya hemos tratado oportunamente- los objetos de cerámica, por su gran abundancia, satisfacen plenamente nuestros deseos: jarras inventadas para el vino, conducciones para el agua, placas con mamelones para las termas, tejas para los techos, morrillos cocidos y piezas para los cimientos, además de todos los objetos que se crean sobre el torno. Fue en virtud de esto que el rey Numa creó un séptimo colegio, el de los ceramistas.» (Plinio el Viejo, Historia natural, 35, 46, 159).

 

FASCINACIÓN POR LA ANTIGÜEDAD

 

Del Grand Tour a Picasso

 

María Antonia Casanovas

Conservadora del Museo de Cerámica de Barcelona

 

'A los modernos sólo les queda un camino para ser grandes y quizás inigualables. Me refiero a la imitación de los antiguos.'

J.J. Winckelmann, Sobre la imitación de la pintura y escultura de los griegos, 1755

 

Hablar del impacto del arte antiguo en la época moderna es un asunto extremadamente complejo y amplio ya que, desde la propia Antigüedad, el hombre, por naturaleza coleccionista, ha sucumbido a la atracción por los objetos singulares de excelencia técnica y perfección artística. Ante la cantidad de testimonios cerámicos que se han conservado y que confirman la fuerte influencia del arte clásico, para este capítulo se han seleccionado sólo tres obras de la colección del Museo de Cerámica que, por sí mismas, hacen referencia a los prototipos arqueológicos excavados durante la segunda mitad del siglo XVIII, a los flujos de la historia del arte y a la afición del hombre moderno por recrear una y otra vez objetos de origen clásico porque son símbolo del buen gusto y de erudición.

 

El Grand Tour

 

'Sólo el que ha hecho el Grand Tour de Francia y el viaje a Italia.

puede comprender a César y a Livio.'

Richard Lassels, An Italian Voyage, ca. 1750

 

Desde mediados del siglo XVII, la mayoría de jóvenes aristócratas europeos con alto poder adquisitivo realizaban el Grand Tour, un viaje 'iniciático', casi una peregrinación, que duraba entre dos y cinco años y cuyo objetivo era el de adquirir una educación refinada y una formación cultural completa. Acompañados de sus tutores, ayudas de cámara, arquitectos, pintores y anticuarios, recorrían Holanda, Francia y Alemania con un destino único: Italia. Las ciudades de Roma, Florencia, Nápoles, Venecia y Turín eran paradas forzosas, aunque algunos también se acercaban a Paestum y Sicilia. Además de escuchar música y de conocer los monumentos medievales y renacentistas, visitaban con fruición los sitios arqueológicos de reciente descubrimiento. Los yacimientos de Herculano (1738) y Pompeya (1748), por ejemplo, excavados gracias al patrocinio y mecenazgo de Carlos VlI, rey de las Dos Sicilias, aportaron un sinfín de objetos, esculturas y pintura que una vez estudiados, publicados y expuestos fueron, por un lado, visitados por los turistas y por otro, vehicularon la introducción del gusto clásico en España.

 

Estas visitas a las ruinas románticas, descritas por poetas e historiadores, concluían con la adquisición de todo tipo de souvenirs tales como objetos arqueológicos, grabados de las ruinas, recreaciones de éstas o 'caprichos', paisajes, retratos y otros que pasaron a formar parte de los gabinetes de curiosidades de los incipientes coleccionistas.

 

Entre los grabados que cosecharon mayor éxito destacan los de Piranesi, algunos de gran formato y otros ordenados en libros, que fueron adquiridos por los viajeros como recuerdos del Grand Tour y que también se exportaron a Inglaterra y otros países.

 

Estas láminas no solo influyeron en el diseño de la arquitectura palaciega, especialmente en el de las casas campestres inglesas, sino también en la producción cerámica de las manufacturas de esta época, como la de Alcora (Castellón), fundada por el conde de Aranda en 1727. El Grand Tour adquirió un auge mayor cuando, a mediados del siglo XVIII los burgueses americanos se incorporaron a este itinerario.

 

La costumbre de llevar a cabo este viaje se extendió entre la clase media desde que Thomas Cook creó el Cook's Tour en 1825.

 

El gusto 'etrusco' o 'a la griega'

 

'En París todo es del gusto a la griega [...], ha pasado a la arquitectura, a los tejidos y a las tiendas que marcan las modas. Las señoras se peinan a la griega y a nuestros petimetres les parece una deshonra llevar una caja que no sea a la griega.'

Baron de Grimm, Correspondence littéraire, 1750-1775

 

Tras los importantes hallazgos arqueológicos en el sur de Italia, y como reacción a la exuberante artificiosidad del Rococó, los artistas y las manufacturas de la segunda mitad del siglo XVIII y del siglo XIX iniciaron un nuevo camino que entroncaba con el arte clásico más puro. Las publicaciones ilustradas con grabados de coleccionistas y anticuarios, como las del Conde Caylus (1692-1765), Sir M. William Hamilton (1731-1803), los ocho volúmenes de Carlos VII, rey de Nápoles y Sicilia (1716-1788), y las de historiadores como J.J. Winckelmann (1717-1768) contribuyeron a la difusión de las novedades artísticas cuya repercusión más importante fue la aparición de un nuevo estilo artístico, el neoclasicismo. Paralelamente, los objetos procedentes de las excavaciones que se comercializaron a través de marchantes, anticuarios y salas de subastas pasaron a ser los objetos de colección más deseados del momento. Proliferaron los gabinetes 'etruscos' y 'griegos' como los del Stadtschloss (Potsdam, 1820- 1840), Dessau y Wörlitz, en Alemania, o el del castillo Racconigi en Italia, de 1834, este último, decorado con mobiliario estilo pompeyano y murales que recuerdan la ornamentación de los vasos grecorromanos.

 

El arte antiguo fue invadiendo todos los aspectos de las artes decorativas y, particularmente, el de la producción cerámica, como puede apreciarse en los productos de la Real Manufactura de porcelana de Nápoles, en Wedgwood (Reino Unido), en la española del Buen Retiro y en varias manufacturas alemanas del norte de los Alpes. Entre 1787 y 1799, el taller de los Giustiniani en Nápoles produjo copias fieles de cráteras -algunas de ellas firmadas con la G- que fueron acogidas con gran éxito. Estas reproducciones difieren de las antiguas en las figuras, que son 'más griegas que las griegas', y en la decoración pictórica, que al estar aplicada a la terracota tras la cocción se encuentra hoy en día muy deteriorada.

 

Picasso y el arte antiguo

 

'Para mí no hay pasado ni futuro en el arte [...]. El arte de los griegos, de los egipcios [...] no es un arte del pasado, sino que incluso podría ser más vivo en la actualidad que entonces.'

Pablo Picasso

 

Picasso, como muchos artistas de su época, también sintió admiración por el arte antiguo. Dotado de una extrema curiosidad por todo lo relacionado por el mundo del arte, afirmaba con toda franqueza que 'si hay algo para robar, lo robo'. Picasso era capaz de grabar y mantener en su memoria, durante años, la imagen de cualquier cosa que le atrajera por su belleza o por su rareza, todo lo que le llamara la atención, hasta que, llegado el momento idóneo, lo plasmaba en su pintura, escultura, grabado o cerámica. Uno de sus biógrafos, John Richardson, comentaba que '[...] Picasso practicaba asiduamente el 'pillaje del pasado' apropiándose de todo lo que caía en sus manos y de lo que veía'. No es de extrañar que, desde que se instaló en el mediodía francés y retomó el contacto con la tradición clásica mediterránea, momento en el que se inició en las técnicas cerámicas (1946), su fascinación por la antigüedad aflorara y que gran parte de la información que había almacenado a lo largo de su vida saliera a la luz en sus cerámicas.

 

Picasso empezó a interesarse por el arte clásico en sus visitas al Louvre y a las exposiciones temporales de objetos arqueológicos que se organizaron en París en las primeras décadas del siglo XX y también, a través de las publicaciones de Edmond Pottier (1855-1934), conservador del museo del Louvre, Jean Carbonneaux (1929), de la editorial Paul Geuthner y de la Encyclopédie photographique de l'art (1935-1949). Picasso tuvo acceso diario a esta última publicación, ya que formaba parte del material bibliográfico de Madoura, la alfarería 54 | 55 | de Suzanne y Georges Ramié en Vallauris (Francia), donde el artista trabajó a diario desde 1947 hasta 1971.

 

Picasso no solo diseñaba vasos inspirados en las producciones áticas de figuras negras y rojas en las que estaba muy interesado según afirma François Gillot, sino que, en 1954 también decoró cinco recipientes zoomorfos realizados por Suzanne Ramié, inspirados en los búcaros etruscos del siglo VI a.C. que aparecían publicados en la enciclopedia fotográfica del arte. Además de los búcaros picassianos que se conservan en el Museo de Arte Moderno de Ceret, Museo de Cerámica de Vallauris y en colecciones particulares, Picasso permitió hacer una edición de cincuenta cerámicas de los mismos que fueron decoradas con menos esmero que las piezas únicas. De todos estos recipientes zoomorfos, el único que presenta un rostro humano en la parte anterior del cuerpo y por tanto, la que más recuerda a los búcaros etruscos, es la del Museo de Cerámica de Barcelona. Es bastante probable pensar que Picasso pudo haber visto el ejemplar del Museo del Louvre, el del Museo Arqueológico de Florencia o los que aparecen publicados en los libros que tenía a su alcance.

 

Se sabe que Picasso visitó Florencia en tres ocasiones. En su primer viaje realizado junto a Cocteau entre febrero y abril de 1917, estuvo en Roma, Nápoles, Pompeya y Florencia, donde, junto con Magnelli y Olga Koklova, se quedó dos días para visitar iglesias, palacios y museos. Sobre el segundo viaje de Picasso a Florencia, realizado entre el 30 de octubre y el 2 de noviembre de 1949, se tienen noticias de que estuvo en esta ciudad, a través de una foto en la que aparece junto a Antonello Trombadori. Durante la tercera visita, realizada con motivo del Comité de la Paz que tuvo lugar en Roma, se cuenta que visitó de nuevo Florencia y Arezzo.

 

No cabe duda de que Picasso vio, conservó en su memoria y reprodujo, los búcaros que pudo haber visto a lo largo de su vida. Su interés por la cerámica etrusca también puede apreciarse en los vasos en forma de bulbo decorados con engobe negro con la técnica de origen griego, de los que, en 1953 hizo una edición de cien copias.

 

Estas obras son también referentes del contexto de mediterraneidad en el que se desarrolló su trabajo cerámico en el taller Madoura de Vallauris.

 

 

 
Imágenes de la Exposición
Tanagra. Grecia, siglo IV?III a.C.

Entrada actualizada el el 26 may de 2016

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