Exposición en León, España

Antón Lamazares

Dónde:
Ármaga / Alfonso V, 6 / León, España
Cuándo:
Desde 14 dic de 2011
Inauguración:
14 dic de 2011
Organizada por:
Artistas participantes:
Descripción de la Exposición

Es cierto porque es mentira. Los boxeadores regresan a casa después de haber bebido toda la pobreza y el fulgor de la noche. Orinan contra las tapias ennegrecidas un brebaje de olvido mezclado con líquidos que aún carecen de nombre en el prospecto de la melancolía y los sufrimientos de amor. La muerte va cantando tras ellos lo que la sombra canta en esos casos: la nieve es verde y ante el juguete oxidado de los mirlos se arrodilla un ángel. Demasiada delicadeza para un boxeador que la próxima primavera perderá la cabeza. En Maceira de Lalín los lobos lamen la mano de los hermanos pequeños. El que tiene un abedul deja crecer el pelo de su hijo hasta los siete años y luego se lo corta para que el pensamiento de las piedras de río lo acaricie y oiga lo que ha de saber un hombre ... sobre la madera, el otoño y lo justo. Las mozas oyen brotar la lira de la locura en las cabañas forradas de losa, limpian la casa de cenizas blanquecinas y cuecen castañas para los muertos y las ratas. Vaya por dios si fuera cierto lo que es mentira. Tratas de acordarte de tu infancia pero toda alegría es un perro empachado de manzanas, tumbado sobre un saco, moribundo bajo la luna. Algo demasiado sagrado para un boxeador que va llorando por el sendero de cabras por el que regresa a la aldea.

 

En Maceira de Lalín los púgiles de cuadrilátero no tienen, ni por asomo, nada que ver con la madera de los boxeadores, hombres que se muerden los labios antes de leer entre líneas. Los boxeadores duermen de pie como los pinos de Klee, guardabosques semi alemán y medio suizo. Los boxeadores tienen la cara arrugada como los mamarrachos de Jean Philippe Arthur Dubuffet, carpintero francés. Los boxeadores despiertan a medianoche musicalmente perturbados por lo que le van a decir sus primos. Uno que si en el estómago de las vacas duerme una niña, otro que si una hoja verde pesa más que una hoja amarilla. Se sabe que nada es del todo cierto y nada es del todo mentira, así que en el aparador de la cabeza las cosas dejan de tener un límite y los muertos trágicos se descuelgan del árbol de navidad y se sientan a la mesa a soplar el caldo. Un boxeador no puede ser ayudado y se vacía en lo que da y también se vacía en lo que no dice. Con humildad se llega al verano con la lengua seca y esa añoranza de los afiladores de navajas que nadie saca a cortar. Así pues, los boxeadores se miran en los espejos de la barbería y en cada puñetazo hay un puñado de grosellas para las madres que riegan los repollos bajo las lápidas. Un día cualquiera sucede lo que ya te dije que iba a pasar, y al terminar la película el niño quema los cartones con una cerilla. Entonces arden todas las cosas que murmuran y los palos de freno y más de media mitad de las palabras de los evangelios azul marino.

 

Los boxeadores entran en el silencio de las conversaciones como ángeles enamorados de la Tierra. Tienen ojeriza a las gaviotas y los cazadores. Les caen mal las anguilas y los turistas. No se sabe por qué se comportan como filósofos enfrentándose con la eternidad, no se sabe por qué nunca llevan maletas y les brillan los ojos como antiguas medias de seda. En Maceira de Lalín los bosques del atardecer son un pedazo de pan duro sobre un volcán apagado. Los niños tienen amistad con los boxeadores y no los consideran unos desconocidos como a los carteros. Ambos quieren vivir. Ambos quieren soñar sin que les traigan noticias desde la otra ribera de los pantanos del mundo. Tal vez los boxeadores se mueven como si bailaran y eso hace recordar el pequeño caballo de las estelas fugaces. Los boxeadores y los guardabosques y los carpinteros son al fin y al cabo una misma cosa, personas a las que se les pueden pedir los tres deseos que cantan al amanecer los gallos para que las monedas rueden hasta el bolsillo de los humildes, te caigan buenas cartas en la taberna y la tristeza no humedezca la ropa en casa de los padres. Así, o casi así, es la primera página de todos los libros que espolvorea la llovizna de centeno sobre los techos de paja en Maceira de Lalín.

 

Pasó lo que pasa al revelar los carretes. Los boxeadores ven carrizos posados sobre la cerca del cementerio.Ven los profesores del pasado que juegan al fútbol con los ángeles del futuro.Ven las gatas y los ruiseñores y las prostitutas que sueñan con un novio cocinero. Los boxeadores ven cosas ocultas a los demás seres humanos.Ven, ellos sabrán lo que ven para que se quiten los guantes y cojan un lápiz y dibujen sobre un cartón el mapa de los encantamientos y el establo en el que se acurrucan los vientos. Es la respiración de las multitudes que pierden. Los periódicos viejos arden en la cocina. Con la misma necesidad con que un boxeador se frota las manos antes de abrir el paraguas, en Maceira de Lalín, ese hombre que se llama Antón le dice a la delicadeza que siga su curso. Y la delicadeza como un fiel pasajero espera el coche de línea que atraviesa el paisaje verde de los pastos y la reforma agraria de los topos y las gallinas. Hay historias que solo le pueden pasar a un hombre que haya vivido cerca de un molino y tenga el corazón como un corral lleno de tablas y cartones como el espíritu de los espantapájaros que cuidan los maizales del pueblo.

 

Y eso es lo que hay, una silla con respaldo en los prados verdes. Y las suelas de la soledad del cielo. Los durmientes extraviados entre las casas verdes de los que hacen el amor con los dedos cruzados para que no descarrilen los trenes. Un tiempo para lo que se asoma de día y otro tiempo para el verde de lo que seguramente existe de noche. Un tiempo para los amantes clandestinos que testifican ante los cerezos y otro tiempo para los últimos clientes de la cantina del búho. Perseguidos por la belleza griega de la muerte los boxeadores no van a ninguna parte, se apaga el neón y miran nevar las grandes letras doradas de los campeones. Con gabardina, sin una nube sobre Maceira de Lalín, pisando fuerte, feroz, delicadamente trastornados, parecen seres destinados a sostener con los brazos de la imaginación toda la intemperie del mundo. Este mundo condecorado por las estrellas y el brezo. Otro mundo donde mandan los que escriben su nombre en los retretes de los bares y los museos de Nueva York. Digo yo que Antón pinta como si soñáramos.

 

Menudos son los boxeadores.

 

 

 
Imágenes de la Exposición
Antón Lamazares

Entrada actualizada el el 26 may de 2016

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