Gustavo Marrone está de vuelta en Buenos Aires, luego de más de veinte años de ausencia virtualmente ininterrumpida, y en su regreso parece pisar tanto o más fuertemente que cuando irrumpió con enorme potencia en el mítico panorama local de los ´80. El dibujo de Marrone mantiene viva la llama de ese espíritu iconoclasta, salvaje y burlón que hizo de él, desde un primer momento, una suerte de enfant terrible clandestino, y no sólo en relación a las expresiones más tradicionalmente virtuosas de la disciplina, sino también en su convivencia beligerante con cierta rusticidad deliberada y el ¨mal dibujo¨ programático, fenómenos habituales en el escenario contemporáneo. La pelea festiva de Marrone es contra la eventual hegemonía de todo eso y consecuentemente contra todo límite y convención formal, entendidos no sólo en cuanto a los formatos del soporte, sino en lo que hace a cualquier tipo de formalismo, ... de formalidad discursiva o estética. Marrone es el artista de la deformidad militante, de la búsqueda de esa clase de recurso gráfico que la corrección política del dibujo rechazaría, como experimento de oscuro linaje para ahondar en los arrabales del gesto y la expresividad. Un macizo y a la vez descoyuntado devenir lineal incluye el garabato compulsivo, trazos como huesos pelados, laceraciones y rasgados de tinta, y frases en tipografías desmañadas allí donde parece insinuarse en texto e imagen una versión freak y metamorfoseada de los Caprichos de Goya. El ímpetu insolente de Marrone libera los íncubos de su mundo neonatal para que desfilen y se manifiesten como ejemplares embrionarios de una subhumanidad disruptiva y farsesca, aunque con fisonomía de conflicto sociocultural.