Exposición en Santander, Cantabria, España

Caos y armonía

Dónde:
Siboney / Santa Lucía, 49 / Santander, Cantabria, España
Cuándo:
09 may de 2008 - 09 jun de 2008
Organizada por:
Artistas participantes:
Descripción de la Exposición
Mazarío, una de las figuras claves en la pintura figurativa española actual, inició su andadura profesional de la mano de esta galería, realizando su primera individual en 1988, y por tanto, se cumplen veinte años de intenso trabajo, apoyo mutuo y defensa por parte de la galería que dirige Juan Riancho.

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Si en el principio fue el caos y de él surgió esa realidad más o menos armónica que llamamos universo, puede decirse que el estudio de Mazarío dialoga, de alguna manera, con ese mito de los orígenes. Tablas amontonadas en un vértigo de superposiciones cubistas, estanterías que no se sabe en dónde empiezan o acaban, superficies con todo tipo de objetos dispuestos en varios estratos de sedimentación, paredes en algunos trechos acribilladas por picotazos de pintura, cortinas como olvidadas de sí y de su remota claridad, y en medio de todo ello el artista que ... va creando mundo.

El estudio se asoma, desde cierta altura, a un paisaje urbano con monte a lo lejos, es decir, se abre a un amplio panorama, pero no recuerdo cuadros de Mazarío que me sugieran el espacio que contemplamos desde el ventanal. Por eso me lo imagino en tal ámbito como al eremita en su cueva o como al hombre prehistórico en la suya, abstraído de todo, centrado sólo en sí.

En uno de los cuadros de esta exposición, el propio acto de evocar lo que se desea o se añora se impone como lo más real y lo más sobresaliente del conjunto, algo que arroja pistas sobre lo que acontece en esas cuatro paredes. Y algo también que ayuda a entender por qué este arte escapa de todo realismo plano, frío y simplemente fotográfico, para crear en cambio una realidad viva, una nueva realidad, con el desconcierto y la emoción que transmite el proceso de ir rescatándola poco a poco de un fondo.

Pero he querido empezar hablando del caos, de la superposición de elementos y del polvo que invaden el estudio del pintor porque me sirven también para entender la propia argamasa de su pintura. Giorgio Morandi dejaba que el polvo tamizase de tiempo los objetos que repetía de forma obsesiva en sus cuadros. Quizás fue esa la esencia que los llenó de vida, que les quitó corporeidad y los dejó inscritos en un puro discurrir, en un desvanecimiento perpetuo sin el que no se entiende su misterio profundo. En Mazarío, imantado por la atmósfera en que crea, se ven también las cosas, los paisajes, las personas como deshilachándose en el aire, en muy sutil tensión, como en un leve forcejeo que lleva a todo a querer sobrepasar sus límites. Hace buena, así, una famosa frase del propio Morandi: “nada es más abstracto que el mundo visible”.

Es ése un elemento, creo yo, indispensable para entender esta obra y que está, de muy diversas maneras y en muy distintos grados, en los ejemplos de arte que más admiro: en los bisontes (ya sugeridos) de Altamira, en Las meninas o Las hilanderas de Velázquez, en el Padre Carrión de Zurbarán que hay en el Monasterio de Guadalupe, en La mujer con una balanza de Vermeer, en el Perro enterrado en la arena de Goya, en Lluvia, vapor y velocidad de Turner, pero también en lo más poderoso de Mark Rothko, de Edward Hopper o de Sean Scully.

En todos estos casos que acabo de citar encuentro en los cuadros una íntima vibración que contribuye a dotarlos de un mayor resplandor simbólico. Son cuadros en los que la pintura, más allá de todo afán de representación, quiere empezar a decirse a sí misma. Lo que percibe el ojo se profundiza aún más por lo que casi se empieza a oír, pues no olvidemos que el oído es nuestro sentido más espiritual, como nos recordaba Juan de la Cruz, uniendo como nadie en su poesía la imagen y el movimiento. Ahora bien, ya que he traído todo esto al hilo del metafísico italiano, va a ser el artista boloñés el que me sirva, desde la perspectiva plástica del contraste, para arrojar nueva luz en el universo pictórico de Mazarío.

Para empezar, José Luis Mazarío no podría convertir en uno de los ejes de su cosmovisión unos jarrones vacíos o unos simples vasos. Y no podría, intuyo, por carácter, por temperamento, por su modo de entender la forma de ser y de estar en el mundo. Ese “estallido de la vacuidad”, del que hablaba Severo Sarduy, se encuentra en las antípodas de sus preocupaciones. Su territorio es otro bien distinto, pues su mirada busca vínculos de mucho más voltaje. Pensemos, por ejemplo, en uno de los motivos más recurrentes de su obra: la aparición de todo tipo de jarrones y vasos, sí, pero casi siempre con flores, delicadísimas flores, que sabe recrear en una fusión y confusión de misterio, belleza y verdad de todo punto admirables. En esta dirección, sólo las inverosímiles Ramas de un almendro en flor, que Vincent Van Gogh pintó para su sobrino, han conseguido impresionarme tanto. Sin duda éste constituye uno de los vínculos o anclajes más poderosos de la mirada en la que estoy intentando indagar y los argumentos que avalan esa fuerte convicción los encuentro en varios frentes. Hay interiores con flores en donde éstas adquieren tal poder de irradiación que acaban descomponiendo su entorno, de modo que ventanas, puertas y paredes pierden su rectitud estrictamente racionalista y sucumben a un cubismo casi onírico u órfico, por utilizar la famosa expresión de Apollinaire. Pero, además, muchas de ellas, en nuevo salto irracional, hacen que las mesas en que reposan se olviden de su condición de mesas y se abran como ventanas o asciendan a repisas, con mucho de hornacinas, en donde resplandecen sus pétalos como el más sencillo y venerable de los ídolos.

Ese elemento foco que atrapa nuestra percepción, porque desde su elevación previa a visión es capaz de deconstruir lo circundante, se deja sentir muy a menudo en estos cuadros y suele mostrarse íntimamente ligado con lo esencial de la vida. “Para huir, muy pronto quedarán / tan sólo las ventanas de la infancia”, decía un poema de Joan Margarit que Mazarío puso al frente de un catálogo suyo titulado Días de verano. “El caballo azul” le hacía entonces un guiño doble a Antonio Machado y a Marc Chagall. Como ahora, en “Día de fiesta”, la placidez, la pura despreocupación de dejarse vivir toma cuerpo en un grupo de figuras donde destaca una adolescente balthusiana. La fascinación con que Rilke se acerca a los acróbatas en una de Las elegías de Duino (“en torno a este centro, / la rosa del mirar florece y se deshoja”) es de la misma estirpe que la que lleva al pintor a plasmar carpas, equilibristas o tiovivos que cifran la ingravidez, el vuelo de la materia y la ausencia absoluta de la idea del tiempo.

La atracción por lo que vive y se expresa en plenitud abre la espita a veces de cierto fauvismo. El color en esas ocasiones toma el mando absoluto y se independiza, el cuadro puede ser una brecha abierta en un rojo intenso, los árboles pueden estar más cerca de ser antorchas que árboles, los caminos pueden cruzar sin nadie como el más vertiginoso de los bólidos. Y de la misma manera que el movimiento circense y la delicadeza de un florero establecen entre sí vasos comunicantes, la plenitud puede evocarse en esa pura explosión de dinamismo o en la quietud de una mujer oriental junto al agua (hay un reflejo en ella digno del Turner último), que le hace desear al que la contempla seguir el ejemplo de Paul Gauguin.

Más simbolista que nunca veo a Mazarío en estos cuadros. En algunos de ellos con iconografía religiosa incluida que me sorprende y que comprendo a la vez, pues alguien que es capaz de pintar el puro enigma de la luz como él sabe hacerlo sólo puede acabar acercándose a ese ámbito evocando Anunciaciones y, otra vez, el origen, la creación gozosa del principio. También le veo con la seguridad del que se puede permitir homenajear a maestros como a algunos de los citados, (a Zurbarán, por ejemplo, en “Punta Dorotea”, con un oro muy suyo), sin que se ponga nunca en peligro su inconfundible personalidad.

Los vínculos de cercanía y querencia que esta mirada necesita establecer con lo que pinta hacen que se maneje mejor en las cortas y medias distancias. No estamos ante alguien que se deje tentar por los grandes horizontes, en donde la mirada es fácil que pierda pie o caiga en lo solemne. Quizás ello influya en que tienda a ver en las playas y marinas de Mazarío una presencia a menudo amenazadora, el fatalismo de lo que no acierta a explicarse, que él se esfuerza en atenuar redondeando, casi meciendo, esos paisajes, recogiéndolos en sí.

De alguna manera, por eso, siento que algunas de sus marinas más inolvidables y desasosegantes estaban preparándoles el camino hacia las Vanitas de esta exposición. Con “Cerezo y cráneo” quiero cerrar el círculo de mis divagaciones. “Yo sé que olí un jazmín en la infancia una tarde, y no existió la tarde”, dejó escrito una vez Francisco Brines en uno de sus más memorables poemas, “Desde Bassai y el mar de Oliva”. Sólo quien ama con intensidad la vida puede acercarse a la muerte como lo hacen Brines o este pintor. En “Cerezo y cráneo” un cerezo, cuya parte más superflua se transparenta y se funde en noche, muestra sus flores encendidas como astros, y el cráneo, así, sobre un verde con cierto aire irreal, parece quedar invitado a idéntica metamorfosis.

“Man’s mind grown venerable in the unreal”, afirmó Wallace Stevens. Desde ese espacio de indeterminación crea Mazarío sus cuadros, desde una metafísica apegada al gozo de los sentidos o, lo que es lo mismo, desde un vínculo tan estrecho con lo físico que acaba por dotar a lo físico de un temblor y un fulgor que lo trasciende.

 

 
Imágenes de la Exposición
Interior con luz de sol. 2008

Entrada actualizada el el 26 may de 2016

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