Exposición en Real Sitio de San Ildefonso, Segovia, España

Fuego, lluvia, cenizas

Dónde:
Galería arteSonado / Calle del Rey, 9 / Real Sitio de San Ildefonso, Segovia, España
Cuándo:
28 may de 2011 - 14 sep de 2011
Inauguración:
28 may de 2011
Organizada por:
Artistas participantes:
Descripción de la Exposición
Nacido en Ceuta en 1948, su infancia transcurrió en un pueblecito de Castilla. Ha vivido en París y Nueva York, estableciéndose en Segovia desde su regreso a España. Es lo que podemos llamar un pintor culto , nutrido del conocimiento directo de la abstracción vanguardista de la segunda mitad del siglo XX. Asistió tanto al momento álgido del movimiento Support-Surface en el París de lo sesenta como a la secuela de la abstracción expresionista neoyorquina en los ochenta. Su pintura asimila y desarrolla de forma muy personal este bagaje, dando lugar a una abstracción emotiva, táctil, que evoca las formas leves del agua y el fuego, pero también las graves de la carne y la vegetación. Tal y como dice Francisco Calvo Serraller en el catálogo de la muestra: la obra de Carlos León no ha pasado de la retractiva disciplina minimalista de sus comienzos a la exuberancia barroca posterior ... como si estos dos momentos fueran puntos antitéticos, sino que en ambos expresa una muy semejante actitud e inquietud; es decir: que en los cuadros de la década de los setenta, cargados con todas las cortapisas de la abstracción post-pictórica, ya se anunciaba la débâcle pictoricista y gestual que le embarga estos últimos años . Esta exposición, que recoge su obra última, desarrolla sobre diversos soportes (poliéster, dibond) un uso magistral del color, en una gama que abarca desde los azules eléctricos a los rojos sangrientos; colores cálidos y fríos que se suceden como fuego, lluvia y cenizas, tal y como sugiere el título de esta exposición.

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Hace 41 años, se dice pronto, que Carlos León presentó su primera exposición individual en Valladolid, y 36 de su ruidosa irrupción en el mundo artístico madrileño, con motivo de una mítica muestra colectiva en la Galería Buades, donde quedó consignada su identidad artística como uno de los representantes españoles de la tendencia conocida como Soporte-Superficie, una exigente vuelta vanguardista a la pintura desde presupuestos analíticos muy rigurosamente formalistas, pero con mucho vuelo conceptual. Esta precoz marca inicial determinó su notoria proyección pública inmediata y le hizo ingresar en un campo de visibilidad que duró todo el segundo lustro de la década de 1970, un momento histórico muy agitado en nuestro país en casi todos los terrenos. Luego, con la aceleración de los cambios en España, entre los que se incluía la creciente sincronización de nuestra realidad artística al dictado del mercado internacional, que empezó a marchar sin contrapeso vanguardista alguno, a Carlos León le tocó desempeñar ese ingrato papel que padece todo artista moderno como superviviente. Aún siendo de talante obsesivo y pugnaz, lo que implica un intervalo melancólico, Carlos León asumió su sino con dignidad; esto es: sin ceder en su empeño de ahondar en su trabajo, lo cual le llevó de París a Nueva York, siempre en pos de mayores desafíos más cognitivos que promocionales. En cualquier caso, estas deambulaciones en la sombra resultan fértiles y Carlos León volvió a la brega pública española con renovada capacidad artística de deslumbramiento. El punto de inflexión se produjo hacia el cambio de siglo y, desde entonces, ha obtenido un merecido reconocimiento crítico general.

 

He esbozado con reductora rapidez la trayectoria de Carlos León, pero no para relatar de esta forma abreviada el perfil quebrado de toda aventura artística, ni tampoco para rememorar el punto de partida de su posterior largo recorrido pictórico, sino, sobre todo, para corroborar su coherencia. Porque, a mi juicio, la obra de Carlos León no ha pasado de la retractiva disciplina minimalista de sus comienzos a la exuberancia barroca posterior como si estos dos momentos fueran puntos antitéticos, sino que en ambos expresa una muy semejante actitud e inquietud; es decir: que en los cuadros de la década de los setenta, cargados con todas las cortapisas de la abstracción postpictórica, ya se anunciaba la débâcle pictoricista y gestual que le embarga estos últimos años. Así como, en fin, el arrebato actual nos remite al potencial encauzado de sus primeros años. En cierta manera, es como si Carlos León, ser fronterizo, hubiera estado siempre cruzando la raya, la línea de un mismo abismo. Es una poética de la desmesura.

 

A un y a otro lado de frontera, ese horizonte elástico, Carlos León ha tratado el cuadro y, por ende, la pintura de todas las formas y perspectivas posibles. Ha objetualizado y subjetivado el acto de pintar. Ha observado al cuadro por fuera, como un refractario objeto inerte, y le ha sabido sacar el lustre y la acuosa pátina que esconde; pero también se ha adentrado en él con el rabioso gesto pigmentador, mancillador, gesticulante, no sin dejar al resguardo la mirada analítica. Quiero decir que, alternativamente, frente al peso y la medida de la superficie del cuadro como cosa, la pantalla blanca, la materia inerte, ha extraído los brillos de lo incierto, esos reflejos delicuescentes como de fragancia oriental; o sea: que ha impreso allí asimismo los sutiles signos de la vida. Y, lienzo, poliéster o dibond, soportes de variable elasticidad y dureza, a la hora de dar libre curso a la acción desenfrenada y bulliciosa, se ha dejado arrastrar por la tumultuosa corriente de la pintura, mas sin cerrar los ojos, como si no quisiera perder de vista, con ese ojo mental estampado en la frente, nada de lo que estaba ocurriendo. La pintura y el pictoricismo siempre entremezclados.

 

Todo lo que ahora presenta bajo el bello rótulo de Fuego, lluvia, cenizas, que contiene implícitamente los cuatro elementos de la naturaleza y la misma combustión de la vida, es obra reciente, fechada entre 2005 y 2011. Se inscribe en la orgía pictoricista a la que se ha entregado en el momento justo de la madurez, momento libertario del artista cuando se atreve a todo porque se siente capaz de todo. Es el momento en que se sacan los colores a lo real, cuando se expresa porque se exprime la vida, el jugo de sus humores, la borrasca de las pasiones, el légamo germinal, las ascuas del incendio, el grasiento humo de los restos. El melancólico estertor de la belleza. Esa almohada de carne fresca que Baudelaire veía en Rubens y que se trasformó en un bramido vegetal en Fragonard. Es el privilegio de pintar a manos llenas. Es pintar del derecho y del revés. Es darle todas las vueltas a la pintura, cuando se ha vuelto a ella con todo, con cuerpo y alma; en suma: como lo hace quien está de vuelta.

 

Es la paleta del carmín y del índigo, la de los rosas, los marrones, los verdes, y, por supuesto, la del blanco y la del negro. Es la paleta oracular de la pintura como acción, como suceso, como acontecimiento. Es el festín de los dioses, siempre sedientos de sangre, de sacrificios, de sagradas ofrendas, de generosidad.

 

Fuego, lluvia, cenizas... ¿No es eso acaso sino el altar de la pintura, donde se ha de inmolar la vida? Ahí está Carlos León oficiando como sumo sacerdote de este rito exuberante, justo a la altura de su desmesura.

 

Hace 41 años, se dice pronto, que Carlos León presentó su primera exposición individual en Valladolid, y 36 de su ruidosa irrupción en el mundo artístico madrileño, con motivo de una mítica muestra colectiva en la Galería Buades, donde quedó consignada su identidad artística como uno de los representantes españoles de la tendencia conocida como Soporte-Superficie, una exigente vuelta vanguardista a la pintura desde presupuestos analíticos muy rigurosamente formalistas, pero con mucho vuelo conceptual. Esta precoz marca inicial determinó su notoria proyección pública inmediata y le hizo ingresar en un campo de visibilidad que duró todo el segundo lustro de la década de 1970, un momento histórico muy agitado en nuestro país en casi todos los terrenos. Luego, con la aceleración de los cambios en España, entre los que se incluía la creciente sincronización de nuestra realidad artística al dictado del mercado internacional, que empezó a marchar sin contrapeso vanguardista alguno, a Carlos León le tocó desempeñar ese ingrato papel que padece todo artista moderno como superviviente. Aún siendo de talante obsesivo y pugnaz, lo que implica un intervalo melancólico, Carlos León asumió su sino con dignidad; esto es: sin ceder en su empeño de ahondar en su trabajo, lo cual le llevó de París a Nueva York, siempre en pos de mayores desafíos más cognitivos que promocionales. En cualquier caso, estas deambulaciones en la sombra resultan fértiles y Carlos León volvió a la brega pública española con renovada capacidad artística de deslumbramiento. El punto de inflexión se produjo hacia el cambio de siglo y, desde entonces, ha obtenido un merecido reconocimiento crítico general.

 

He esbozado con reductora rapidez la trayectoria de Carlos León, pero no para relatar de esta forma abreviada el perfil quebrado de toda aventura artística, ni tampoco para rememorar el punto de partida de su posterior largo recorrido pictórico, sino, sobre todo, para corroborar su coherencia. Porque, a mi juicio, la obra de Carlos León no ha pasado de la retractiva disciplina minimalista de sus comienzos a la exuberancia barroca posterior como si estos dos momentos fueran puntos antitéticos, sino que en ambos expresa una muy semejante actitud e inquietud; es decir: que en los cuadros de la década de los setenta, cargados con todas las cortapisas de la abstracción postpictórica, ya se anunciaba la débâcle pictoricista y gestual que le embarga estos últimos años. Así como, en fin, el arrebato actual nos remite al potencial encauzado de sus primeros años. En cierta manera, es como si Carlos León, ser fronterizo, hubiera estado siempre cruzando la raya, la línea de un mismo abismo. Es una poética de la desmesura.

 

A un y a otro lado de frontera, ese horizonte elástico, Carlos León ha tratado el cuadro y, por ende, la pintura de todas las formas y perspectivas posibles. Ha objetualizado y subjetivado el acto de pintar. Ha observado al cuadro por fuera, como un refractario objeto inerte, y le ha sabido sacar el lustre y la acuosa pátina que esconde; pero también se ha adentrado en él con el rabioso gesto pigmentador, mancillador, gesticulante, no sin dejar al resguardo la mirada analítica. Quiero decir que, alternativamente, frente al peso y la medida de la superficie del cuadro como cosa, la pantalla blanca, la materia inerte, ha extraído los brillos de lo incierto, esos reflejos delicuescentes como de fragancia oriental; o sea: que ha impreso allí asimismo los sutiles signos de la vida. Y, lienzo, poliéster o dibond, soportes de variable elasticidad y dureza, a la hora de dar libre curso a la acción desenfrenada y bulliciosa, se ha dejado arrastrar por la tumultuosa corriente de la pintura, mas sin cerrar los ojos, como si no quisiera perder de vista, con ese ojo mental estampado en la frente, nada de lo que estaba ocurriendo. La pintura y el pictoricismo siempre entremezclados.

 

Todo lo que ahora presenta bajo el bello rótulo de Fuego, lluvia, cenizas, que contiene implícitamente los cuatro elementos de la naturaleza y la misma combustión de la vida, es obra reciente, fechada entre 2005 y 2011. Se inscribe en la orgía pictoricista a la que se ha entregado en el momento justo de la madurez, momento libertario del artista cuando se atreve a todo porque se siente capaz de todo. Es el momento en que se sacan los colores a lo real, cuando se expresa porque se exprime la vida, el jugo de sus humores, la borrasca de las pasiones, el légamo germinal, las ascuas del incendio, el grasiento humo de los restos. El melancólico estertor de la belleza. Esa almohada de carne fresca que Baudelaire veía en Rubens y que se trasformó en un bramido vegetal en Fragonard. Es el privilegio de pintar a manos llenas. Es pintar del derecho y del revés. Es darle todas las vueltas a la pintura, cuando se ha vuelto a ella con todo, con cuerpo y alma; en suma: como lo hace quien está de vuelta.

 

Es la paleta del carmín y del índigo, la de los rosas, los marrones, los verdes, y, por supuesto, la del blanco y la del negro. Es la paleta oracular de la pintura como acción, como suceso, como acontecimiento. Es el festín de los dioses, siempre sedientos de sangre, de sacrificios, de sagradas ofrendas, de generosidad.

 

Fuego, lluvia, cenizas... ¿No es eso acaso sino el altar de la pintura, donde se ha de inmolar la vida? Ahí está Carlos León oficiando como sumo sacerdote de este rito exuberante, justo a la altura de su desmesura.

 

 

 
Imágenes de la Exposición
Carlos León, Agua y fuego 2, 2010

Entrada actualizada el el 26 may de 2016

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