Exposición en Santander, Cantabria, España

Cinerama. La sonrisa del acomodador

Dónde:
Siboney / Santa Lucía, 49 / Santander, Cantabria, España
Cuándo:
25 sep de 2010 - 31 oct de 2010
Inauguración:
25 sep de 2010
Comisariada por:
Organizada por:
Descripción de la Exposición
La galería Siboney continúa celebrando sus 25 años de trayectoria entregada al arte y lo hace reuniendo y sumando en cada convocatoria tanto a los artistas con los que ha trabajado a lo largo de estos años, como a otros de incorporación más reciente, generando la que sería una gigantesca foto de familia. Cuando termine el año, la gran mayoría de los que son el alma de la galería, -y que sin duda han generado una expectativa de proyecto que ha trascendido nuestros límites territoriales-, habrán participado de esta celebración colectiva. En esta ocasión los convocados son el siempre genial Andrés Rábago (Madrid, 1947), en su faceta de pintor, menos conocida que la de dibujante de sátira social, -el Roto-, pero igual de brillante; Fernando Martín Godoy (Zaragoza, 1975), que inauguró una fantástica exposición individual -Los días blancos- el pasado día 16, en la galería Utopía Parkwaya, Damián Flores (Acehuche, ... Cáceres, 1963) y José Gallego (Cosío, 1953), con sus plásticas esenciales y serenas; Antonio Gómez Bueno (Torrelavega, 1964), artista muy celebrado en California, y de no ser español, sin duda, también sería celebrado y reconocido en España; Manuel Fernández Saro (Santander, 1962) más ácido y narrativo; y los más recientemente incorporados Serzo (Albacete, 1977), generador de fantásticos mundos y Pejac (Santander, 1977), que aporta las técnicas de mural y escultura a una la muestra protagonizada básicamente por la pintura. El tema propuesto a todos ellos es el cine, al hilo de un entrañable texto de Enrique López Viejo, otro amigo de la galería. Cinerama, La sonrisa del acomodador, habla de la pasión de un joven por el cine, concepción del mundo (para Maiakovski), y también por los cromos y carteles relacionados con el séptimo arte. En esta suerte de sinestesia de formatos, la pintura, arte viejo y seminal, pretende captar la magia del arte de nuestros tiempos por excelencia, que introduce el tiempo a la bidimensionalidad del plano y la complejidad de miradas que iniciara el cubismo... quién sabe si la pintura no sueña al cine desde su nacimiento. Cada artista reflexiona sobre la relación entre ambas expresiones de un modo particular y personal, hablando ya sea del propio medio como técnica, de la narratividad e ideologías que ha generado o de nuestra relación el mismo. La exposición es doble, se muestra en la galería Siboney y también en los cines Groucho, donde la pintura y el cine dialogan y comparten espacio real. Artistas: Damián Flores, Pejac, Gomez Bueno, Manu F. Saro, Fernando Martín Godoy, José Gallego, Serzo y Andrés Rábago.

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Al salir de la sala y cruzar el cortinón negro del vestíbulo, me topé con el acomodador. En el sobresalto, alcé la mirada y encontré la amable sonrisa de aquel del que conocía su perfil, pero no su rostro, la persona a la que tantos días seguía en el pasillo del patio de butacas, yendo tras él y su linterna indicándome el asiento, y que sabía mi preferencia por las primeras filas, por comerme la pantalla.

 

Conocía su sombra iluminada por el proyector, una sombra que seguía ensimismado... tanta era mi ilusión por vivir las historias que el cine me ofrecía: aventuras y fantasías, en el Oeste o en la China, en los mares, las selvas y los desiertos. Las películas me trasponían y trasfiguraban. Resultaba mucho más alucinante y divertido que la transustanciación en la Santa Misa. El séptimo arte era el séptimo cielo y -para mí- ya no había más santos y mártires que las estrellas y héroes cinematográficos. Adoraba todo lo que salía del proyector y mi firmamento no era otro que el de los protagonistas que vivían en la pantalla grisácea y deslucida, deshilachada por las muchas batallas sufridas. Habría seguido al acomodador al fin del mundo.

 

En aquellas sesiones continuas... era mi ángel de la guarda.

 

Gracias a la colección que había heredado de mi madre, reunía cientos de cromos de películas que me gustaba esparcir sobre la alfombra, y que muchas tardes suponían mi mejor entretenimiento.

 

Me fascinaba observar durante horas aquellas tarjetas que guardaba en una caja de cartón. Sabía que no había otra colección como la mía en todo el colegio. Tumbado entre mis affiches, sus tintas y colores, con sus títulos y leyendas, se convertían en estrellas en mis manos, y suponían el cielo que tendría en las paredes. Magia en aquellos vulgares cromos. Tardes de sueños. Sueños de cine.

 

En mi cuarto había unos esmaltes colgados que no me gustaban, uno reproducía los Borrachos de Velázquez, y el otro una virgen de Murillo. También había un óleo de una tía mía, y una foto de un lago alpino junto a la estantería con los libros. Había iniciado mi redecoración ilustrando la cabecera de mi cama con un corcho en el que colgaba fotos cogidas de las revistas, Marlene Dietrich en 'Morocco', Bogart rodeado de humo, Gregory Peck luchando contra el viento. También los poetas que me soliviantaban, un retrato de Lord Byron vestido a la griega, el joven Rimbaud, Baudelaire, Dylan que ya era mi ídolo. Quería quitar casi todo aquello, los cuadros y el póster del lago. Quería tener mi pequeña sala, mi camerino cinéfilo, aunque todavía no supiera lo que esta palabra significaba. Quería a mis héroes junto a la cama, detrás de la mesa, frente a ella, en las puertas del armario, en la entrada, en el mismísimo techo.

 

Me tenía que hacer con varios carteles. Suponía que en algún sitio los venderían, pero, por el momento, no sabía como obtenerlos que no fuera con la sustracción de los mismos. Podría pedirlos en los cines, pero no confiaba en esa posibilidad. Lo inmediato era el latrocinio al que acudí una mañana temprano con la excusa de ir a comprar churros. Un domingo, vacías las calles, quise extraer el cartel de la vitrina enrejada, y sólo conseguí su vértice de papel roto en la mano, dejando el cartel arrugado y saliendo disparado a esconderme tras la primera esquina. Se había frustrado aquel intento.

 

Al día siguiente, al salir de la sesión doble, el acomodador me paró. Vestía su gastada chaqueta azul y tenía un rostro dulce en el que lucía un mal afeitado bigote. Me puse nervioso. Pasó por mi cabeza que me hubiese visto tratando de robar el cartel. Pensé que me habían pillado, que era detenido sin haber consumado el delito.

 

9 Me temblaron las piernas y -rojo como un tomate- casi me echo a llorar para suplicar clemencia. Pero no fue necesario. No se trataba de eso. Ocurría justo lo contrario, el acomodador sonriente me dijo: Ve a taquilla, Marilé te va a dar algo.

 

Efectivamente, algo me iba a dar. Primero un ataque de nervios, segundos después, un pasmo ante la emoción de saber de qué se trataba. Sólo había que recorrer unos metros y llegar hasta la ovalada cabina de madera y cristal. Pasaba del pavor al éxtasis.

 

Lo que me iban a dar era justo lo que quería, lo que me hacía sospechoso, lo que colmaba mi ansia. Me iban a dar un cartel. No sabía cual, no me importaba. Podía ser el que había intentado robar, podía ser alguno de la sesión que acababa de ver, dos de vaqueros.

 

Podía ser otro.

 

Marilé estaba fuera de la taquilla, de pie bajo el quicio de la puerta, hojeando una revista. Vestía una falda de tubo granate, y un jerseicito de perlé. Me miró por encima de sus gafas. La tenía bien vista, aunque hasta hacía unos instantes no conocía su nombre.

 

Encontré su sonrisa aguardándome y -girándose- sacó de debajo del mostrador un tubo de papel, un cartel doblado recogido con una goma verde. Se trataba de lo que había supuesto. Nervioso cogí el tubo con toda la felicidad del mundo, y tras darle dos veces las gracias, busqué al acomodador, al que vi desapareciendo tras el cortinón en la oscuridad de la sala.

 

Salí a la calle. Se iniciaba una tormenta. Tenía que llegar pronto a casa, no se podía mojar mi tesoro que ya veía colgado en la pared. No podía pararme para saber de que película se trataba.

 

Tenía que ir rápido, evitar cruzarme con mis padres, que a esa hora iniciaban su paseo o iban a un estreno al Roxy o al Capitol.

 

Encontrármelos me retrasaría. Podía ponerse a llover, y sólo podría guarecerme en la marquesina del Bar Rojo. Tenía que recorrer tres calles, una bastante larga. Decidí correr. Llegué a las Jesuitinas, crucé los Carmelitas y, en cinco minutos, entraba en casa.

 

Llamé al timbre. Cuando llegué arriba, la puerta estaba abierta y me encontré a salvo en mi cuarto. Respirando profundamente y calmando mi palpitación, me senté en la cama, y desplegué el cartel. ¡Ajá!, era una de mis películas favoritas. Casi que lo había sabido a pesar de que siendo verano, no se me ocurrió pensar que pudiera tratarse de un cartel con un paisaje nevado.

 

Pero sí. Era fantástico. La había visto el pasado invierno. Adoraba aquella historia tremenda. La película era fabulosa, pero esto no era lo importante. A mí lo que me gustaba era el cartel mismo, que me disponía a colgar como una ventana a las pasiones y aventuras.

 

Fui inmediatamente feliz. Mi vida se trastornó un poco, se trastornó bastante. Ya no sólo serían las estampas y affiches, ahora serían mis particulares lienzos, mis pantallas, mis proyectores, tendría mi cinerama privado. Con aquel cartel se iniciaba una pasión, una pasión inmensa, gracias a aquella sonrisa del acomodador y la amable disposición de mi amiga la taquillera.

 

 
Imágenes de la Exposición
Damián Flores, El cinéfilo melancólico, 2010

Entrada actualizada el el 26 may de 2016

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