Neil Postman afirmaba que no vemos la realidad como 'es', sino 'como son nuestros lenguajes', esto es, 'nuestras metáforas', artífices del 'contenido de nuestra cultura'. En otras palabras: somos a través de lo que producimos; creamos siendo creados.

Crear, es decir, imaginar, producir imagen. Imagen como representación, como émulo, como sucedáneo; indicio de una realidad superior e intangible, al menos desde Platón y en Occidente. La tecnología, como medio, es también imagen. Así lo entendió McLuhan, que comprendió la incapacidad de Narciso para reconocer su propio reflejo. Tampoco nosotros somos capaces de reconocernos en lo que creamos, de entender que somos lo que y cómo producimos. Todo es construido, comenzando por la identidad que perseguimos, cual huérfanos, desposeídos de una entelequia que creemos verdadera, que juzgamos sustraída, cuestionada -transformada- por la acción de algo ... intrínsecamente nuestro, constitutivamente humano: la tecnología.

Cuando Marina Núñez abre las puertas de un mundo futuro devastado por la acción del hombre, lo que en realidad abre son las puertas del nuestro, disponiendo un espejo que nos refleja deformados por nuestras fobias y despojados de nuestras certezas. Un escenario de duda, la cara B del tecnorracionalismo, que exige un lenguaje propio, capaz de generar en nosotros extrañamiento, percepción exógena. Un lenguaje que vela cuanto describe, trastocando el mito de Narciso: perseguimos nuestra idea de lo humano, procurando refugio -¿tal vez la cerrazón de la primigenia caverna?-, pero lo aparente difiere de lo esencial y tampoco nosotros nos reconocemos. O tal vez es justo lo contrario: lo esencial es lo evidente y no sabemos verlo, confundidos por la rotundidad de lo que acostumbramos a omitir, lo superficial de lo interno, la opresiva desnudez que muestran estructuras baldías y figuras antropomórficas desolladas. Núñez nada a contracorriente, apostando por la capacidad de la imagen para sugerir y perturbar en una época en la que ninguna imagen parece ya inquietarnos.

Los ecos románticos son evidentes, y no sólo por la sublimidad del paisaje en ruinas, ese pasado proyectado hacia un futuro que es nuestro presente. Sin embargo, en este proceso de destrucción creativa -literalmente, si atendemos a los homúnculos de Demasiado mundo- no es el sueño, sino la vigilia de la razón la que produce monstruos. Unos, ángeles caídos, ingrávidos, víctimas de la ambigüedad, de la proyección técnica de nuestro pensamiento sobre sí mismo; otros, sirenas, atrapados de nuevo en ese mecanismo de apariencia y engaño que nos hace ver lo propio como ajeno. Se trata también, en cierto modo, de la distancia insalvable que establece la imagen como representación, la propia creación artística, que exige nuestra presencia siquiera sea, como en el caso de Narciso, para hacer posible el reflejo, completando el artificio.

*** En este itinerario de lirismo entrópico, la obra de Kepa Garraza emerge desde coordenadas muy diferentes. La suya es una propuesta de carácter reivindicativo, tanto en lo que afecta a la elección del soporte y a la filiación formal como en lo que expresa su polisémico discurso metapictórico. En sus Brigadas Internacionales para la Destrucción del Arte, Garraza trata de subvertir el carácter icónico de ciertos referentes de la cultura 'universal' mediante el uso irónico de la violencia: un grupo terrorista atenta contra artistas, galeristas, museos, obras... Contra la institución-arte, en suma, reducida a su condición fetichista. La iconografía remite a las facciones terroristas de extrema izquierda de los años 70, y la presentación es netamente escenográfica; pero en esta singular oda destructiva naufragan la solemnidad, el temor o la asfixiante asepsia del museo, porque prevalece el humor, la única fuerza que conserva intacta su capacidad crítica.

Este proceso de desacralización de lo artístico opera simultáneamente sobre la Obra, el Artista y el Museo; fetiche, chamán y templo respectivamente. El proceso cuestiona el establishment artístico como espacio de legitimación, de autoafirmación de un discurso monomáquico y etnocéntrico.

El círculo de cuestionamiento se cierra con Ángeles caídos, la consumación de esta voluntad desacralizadora, refrendada, esta vez, por la historia. La misma historia cuyo predicado unívoco pone en duda este nuevo juego de representaciones a través de la figura romántica del artista, del aura, del numen. Garraza desnuda el mito en una suerte de vanitas contemporánea, al tiempo que reduce la condición de posibilidad inherente al acto creativo a una incapacidad manifiesta; el artista como víctima, de sí mismo y de la propia cadencia de una historia del arte teatralizada, dramatizada en el sentido más primitivo de la palabra.

En este juego de mitos fundacionales -ficciones legitimadoras-, dos poéticas antitéticas abordan el proceso creativo desde la destrucción, jugando a descubrir la tramoya, exhibiendo el código de convenciones en que se asienta todo proceso -por definición ilusorio- de (auto)representación.