Esbozar apenas unas líneas sobre el trabajo de Manolo Rey supone, de antemano, un reto del que uno reconoce no saldrá bien librado. Partimos del temor ante la exigencia de una pintura que nos obliga a realizar un ejercicio de desnudez, que no puede confundirse con la introspección, ni nos permite refugiarnos en retórica alguna, cuya finalidad acostumbra a ser la salvaguarda de toda turbación. La contemporaneidad de la obra de Manolo Rey hay que buscarla en las antípodas de la frialdad del archivo o la glorificación de la hiperrealidad sobre la que deambulan una parte de la creación contemporánea. Su radicalidad se traduce en laboriosa autoexigencia, reconociendo el hecho de que cada una de sus pinturas es fruto de un ejercicio caligráfico, plagado de búsquedas y abandonos, de tiempos de espera, de silencios y tensiones mediante los cuales se va gestando ese trabajo esforzado y admirativo al ... que llamamos creación.

En sus lienzos el azar se ha desvanecido, el resultado, como el título de la exposición anuncia, responde a las caligrafías del instante, pero ese instante no es tiempo de creación sino de revelación. Heredero del barroco y vinculado a una corriente mística poblada de imágenes desvanecidas, donde la palabra no tiene cabida ante la potencia absorbente de la imagen pictórica. De este modo, cada una de sus pinturas, parece acercarnos a ese punto indeterminado donde no hay principio, ni fin, donde el tiempo queda detenido, donde lo sublime se ve superado por lo perfecto. Pero dicho estado es una quimera y mientras tanto sobre cada obra se teje una imagen, se abre una grieta a modo de veladura que parece albergar ese misterio inalcanzable.

Al volver a fijar la mirada sobre sus cuadros uno parece descubrir nuevas formas orgánicas y el lienzo se transforma en la radiografía física de una corporeidad inquietante, cuya gestación en constante evolución nos anuncia la llegada de algo nuevo, todavía no determinado. De este modo lo interno y lo externo, lo orgánico e inorgánico tienen cabida sobre ese fondo de luminosa oscuridad que subraya buena parte de sus obras.

De nada sirve destacar, una vez más: la calidad, dignidad y coherencia de Manolo Rey como creador si no se subraya la capacidad de riesgo que sigue manifestando en su trabajo. La postura radical e integra de todo aquel que no ha renunciado a la belleza, una belleza feroz y absorbente, dominada por una depuración formal que dota a sus lienzos de una aparente simplicidad y un envolvente misterio. Cuánto tiempo podremos mantener la mirada sin quedar subyugados, frente a unas imágenes que nos invitan a la soledad, al silencio, dejándonos paralizados mientras mantenemos la certeza del poder salvifico de las mismas. A diferencia de otros tantos imaginarios contemporáneos, las obras de Manolo Rey nos desvelan nuestra natural fragilidad pero no nos exigen sumisión, nos requieren humildes que no dóciles frente a ese instante de metamorfosis que el lienzo congela ante nuestros ojos y cuyo final se nos escapa definitivamente a no ser que nos aventuremos a ir más allá del cuadro, más allá de nosotros mismos. De este modo la obra funciona a modo de misiva silente al recordarnos la capacidad de la pintura para reconciliarnos con lo más íntimo de nosotros mismos.