La soledad del artista tras la contemplación de su mundo y de su entorno la experimenta cuando se sitúa ante el lienzo blanco. Es un momento tan excitante como arrojarse desde las rocas a las aguas del mar. Y comunica hablando sin palabras, contando con color, generando formas que no se conocen para que otros escuchen su mensaje, el mensaje de su vida, de su ser y de su estar. Y la superficie del lienzo acoge formas infinitas con colores que vibran para decir que la vida también es ilusión que brota del blanco para llegar a la mirada del que quiere aprender a disfrutar del mundo de tantos que con la magia de la creación encienden las vidrieras de las catedrales, las paredes de los museos, de las galerías de arte, de cualquier espacio abierto a acoger ideas que otros quieren regalar. Y se abre el día cuando el alma empieza a sentir el esplendor y la magia de estar despierta para sentir, para mirar, para desear que el mundo empiece a abrirse. Y el color y los sueños de la noche se funden y ya rueda la ilusión por expresar a través de los ojos de la vida. La ciudad en la noche apaga el color del día y se encuentra con miles de luces que centellean y se acercan y se alejan, y se tocan y se aman. Todos quieren encontrarse pero falta la palabra. Y se apodera del mundo eso que ya nadie oye, el silencio, ¡es el silencio!, el silencio es la palabra. Y en los sueños de la noche hay recuerdos escondidos que me hablan de la estrella, del lucero, de otros mundos, de los mundos tras la luz, del cielo lleno de astros que brotan como ilusiones del blanco del lienzo níveo y de lunas encendidas que bailan al son del viento con las musas del color y la música del tiempo. Ya en mi paisaje me adentro en esos bosques remotos donde se viven momentos que el recuerdo ya despierta y la pincelada se torna fresca, ilusionada, alegre, cálida. Bosques de magia y luz de hadas que cuidan el alma del que crea ilusiones.