Quienes se han pasado media vida pintando al aire libre, caballete en ristre, conocen muy bien los entresijos de la Naturaleza. ¿O quizá no? Quizá debamos pensar que afrontar un paisaje supone una incursión en territorio inhóspito, con taimados recovecos e inquietantes angosturas. Ángel Giró pertenece al selecto grupo de elegidos que salen indemnes tras cruzar tan imprevisible senda. Y lo consigue gracias a su sensibilidad del natural, innata y omnipresente, y una depurada técnica, diestra en pincelada y portentosa en colorido.

Luz del Sur, vehemencia solar, poeta del blanco cromatismo,... definiciones atribuidas al pintor y todas ellas acertadas, pues verifican un estilo singularísimo y protagonista absoluto de su temática habitual: botes y barcas de pesca, durmientes y ensimismadas en el pantalán; cortijos y caseríos, dichosos y relumbrones entre la vegetación; motivos urbanos, con su justa pizca de añoranza, y rincones rurales, cuyas ... esquinas, patios, escaleras o portones se debaten entre refulgentes aludes y sosegadas umbrías.

En esta ocasión, y sin que sirva de precedente, rehúso ponderar al artista triunfador en galerías y concursos, complacido de palmas y halagos, y me quedo con el pintor, a secas, el hombre que en la soledad de un paraje se afana por descifrar el lenguaje oculto de la Naturaleza. Y he aquí el resultado.