Parece como si la pintura se hubiera convencido a sí misma de que ha llegado al límite de sus posibilidades, hasta llegar a renegar de sí misma, negándose a continuar siendo una ilusión más poderosa que lo real: “resulta muy difícil hablar hoy –apunta Baudrillard- de pintura porque resulta muy difícil verla. Por lo general, la pintura no desea exactamente ser mirada, sino ser absorbida visualmente, y circular sin dejar rastro. Sería en cierto sentido la forma estética simplificada del intercambio posible.

Sin embargo, el discurso que mejor la definiría sería un discurso en el que no hubiera nada que ver. El equivalente de un objeto que no es tal”. La lógica paradójica, que es la que defi nen las contemporáneas prótesis de visión, aunque también se encuentre diseminada en la fracturada tradición de la pintura, impondrá el discurso oblicuo ... y cifrado, el extrañamiento que supone, simultáneamente, la aceptación de la función del velo. Sabemos de sobra que en la pintura terminó por quedar nada, en la fascinación por lo monócromo, que sugiere el vacío, aunque también tenemos ejemplos rotundos de artistas, desde Bleckner a Uslé, de David Reed a Fabian Marcaccio, que han sabido sacar partido de una superficie en la que, a pesar de todo, pueden pasar cosas. Sergio Porlán demuestra, con vigor y rigurosidad, que es posible trabajar desde el reduccionismo consiguiendo pinturas en las que puede reivindicarse tanto lo ornamental cuanto lo reflexivo.

La pulsión hermética es contemporánea del desplazamiento hacia el sociologismo, la “retórica política” o los escándalos pactados que han hecho que la mercadotecnia (sea en clave paródica, con vocación desmanteladora o meramente integrada) se neutralice a sí mismo. De nuevo se plantea la pregunta por el hic et nunc de la obra de arte, qué tipo de presencia puede tener en la era de la digitalización de la mirada. La banalidad está hoy sacralizada, en ese tiempo de suspensión que está consumado en lo que llamaríamos, parodiando a Barthes, el grado xerox de la cultura. Baudrillard habló de una especie de trans-estética de la banalidad, un reino de la insignificancia o la nulidad que puede llevar a la más estricta indiferencia. El arte está arrojado a una pseudorritualidad del suicidio, una simulación en ocasiones vergonzante en la que lo banal aumenta su escala. Después de lo sublime heroico y de la ortodoxia del trauma, aparecería el éxtasis de los sepultureros o, en otros términos, una simulación de tercer grado.

Sergio Porlán ha desarrollado una serie de intensos cuadros que agrupa con el título de Convalecencia aludiendo, según sus propias palabras, a la consideración temporal de lo pictórico: “La pintura como mecanismo simbólico antifuncional, antiproductivo y distintos del tiempo del espectáculo. Convalecencia como un tiempo muerto y retardado del tiempo de la cotidianeidad”. En cierta medida remite a una “enfermedad simbólica” pero también al proceso físico de recuperación, a ese estar en la cama que conocemos desde la infancia. Allí el tiempo era muy denso y la imaginación tenía que intentar vencer al tedio. Recuerdo que fue en alguna convalecencia cuando aprendí a hacer sombras de animales fantásticos en el muro con mis manos. Plinio ya dijo que el origen del dibujo es el intento de una muchacha de fijar la sombra del amado sobre el muro. La mezcla de exaltación por la presencia y de anticipación de la melancolía atraviesan la experiencia estética desde los orígenes. Acaso Sergio Porlán este remitiendo a un placer primitivo, el que surge al desplazar la materia generando, al mismo tiempo transparencia y opacidad pero también nos esté, sutilmente, indicando que no hay arte sin la intervención de la sombra. Sus barrido de pintura sobre metacrilato generan singulares epifanías, destellos de algo que es, en todos los sentidos, enigmático. Y, sin embargo, el gesto y el instrumento que producen esas obras son tremendamente comunes: el arrastre de una rasqueta de limpiar cristales sobre una superficie en la que se ha sedimentado la materia pictórica. La estética de Sergio Porlán es un prodigio de levedad, en el sentido que acuñara Italo Calvino al proponerla como la primera de las Seis propuestas para el próximo milenio, pero también de sensualidad y lirismo. En relación con sus obras me indica que hay algo de “brecha artifi ciosa”, cuando, en realidad, tendríamos que pensar en algo que nos devuelve la impresión de “naturalidad”. Evitando el gestualismo expresionista o la glaciación neo-geométrica, Porlán encuentra un cauce pictórico personal y ciertamente muy fecundo. Thomas McEvilley, en su crucial ensayo “El icono monocromo: a la búsqueda de lo primordial por medio de la pintura”, comienza hablando de lo misterioso que tiene ese tipo de pintura moderna que pone en relación con la especulación sobre el Uno de Plotino. Sergio Porlán parte de la superficie idéntica para producir, propiamente, lo múltiple, esto es, para generar diferencias y matices.

Su imaginario extraordinariamente sutil le lleva lejos de todo dogmatismo y, sobre todo, permite que produzca pinturas de una belleza hipnótica. Sin duda, sus obras son el resto de una enfermedad que quedó, afortunadamente, atrás.