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Para siempre tu luz, tu Dios y tus pinceles.

Luis Alberto de Cuenca

Por ti la luz asciende a mediodía.

Jaime Siles

He tenido la ocasión de conocer ... más de cerca el universo de María José Contador, un universo que se expande a través de su pincel y de la policromía de su paleta. Cada una de sus pinceladas contiene un rasgo poético. Los colores a los que la artista dedica sus horas contienen un hálito de vida, de vida honda, atravesada de nostalgias: de lo que fue y dejó de ser, de lo que no fue y hubiera podido ser. Inmensos espejos por los que se filtra una luz que ella misma anhela y que no parece de aquí abajo. Algo característico detiene la mirada del observador que la ve pintar: la artista pinta con amor, sumergiéndose en el realismo que ella había escogido años atrás, pero un realismo que desaparece a través de esos inmensos y cóncavos espejos, en los que un día se reflejara su imagen buscando algo hasta ahora no encontrado. La artista se limitará a la realidad del tema que surge de su subconsciente y que, a medida que va creciendo, va tomando fuerza en el color y en el relieve -escogiendo un muy hondo espacio ocupado por los objetos- y recomponiendo, a través de la abstracción, un objeto pictórico que pudiera bastarse a sí mismo. Sus lienzos tienen un fondo de nobleza, de nobleza de espíritu y de transparencia de alma. María José camina, empezó a caminar siendo muy joven. Dirección: el horizonte, con una caja de colores apretada fuertemente a su pecho y en la que quedaría fijada para siempre su vocación de artista. Las biografías de los pintores están llenas de relatos, relatos entre el sueño y la realidad y que se limitan a la posesión de una caja de colores con la que puedan demostrar al mundo la fuerza de su vocación. Pero la vocación de María José se debate en una continua lucha con la idea de alcanzar su ideal. Hora tras hora la artista se va acercando a esa verdad que tan hondamente la reclama a través de una fuerza y un espacio tal vez imaginarios, en un empeño pertinaz y absoluto de encontrarse con esa otra que también es ella, con la honda conciencia de su ser más oculto que le habla desde la más pura esencia de su yo interior.

La artista camina a pasos apenas perceptibles; hace un alto en el pincel para dedicarse a la lectura, a la lectura reposada, porque también le es necesaria, es como su segundo alimento. Lee mucha literatura, sea clásica o contemporánea, le gusta el género biográfico y se suele concentrar con peculiar interés en la obra del escritor húngaro Sándor Márai.

En el retiro de su estudio pasa muchas horas aprendiendo la técnica que emplearon los pintores del Renacimiento, se asoma a las fuentes del Impresionismo Francés y del Expresionismo Alemán; se deja fascinar por sus artistas y, desde luego, la influencia que han ejercido sobre ella es considerable.

A pesar de ello María José ha preferido navegar en su propio espacio, crear su propia galaxia: la atracción de la luz y de la sombra, los claros-oscuros de la noche y, sobre todo, esa voluntad pertinente de fijar el misterio luminoso de un espejo sin imagen que determine ese toque intimista que brota de su inspiración... Entre tanto sus horas de estudio y de reflexión. El ejercicio del pincel que atraviesa el lienzo como sobre la superficie de una gran sábana blanca. El pincel, una frase sin verbo, una frase que se lanza de un silencio a otro silencio y que emprende su tarea de creación. Y es así como el pincel va aprendiendo cautelosamente la diferencia que pueda existir entre esos dos silencios. La inspiración nos susurra al oído su secreto, ella nos atrae hacia sí misma. La inspiración parece como si vinieses a nosotros con la sonrisa en los labios y nosotros corremos confiados a su encuentro, como si tuviera brazos humanos y quisiéramos cobijarnos en ellos. Sin embargo, cuando nos acercamos a ella, cuántas veces, ay, parece dejarnos solos.

¿De dónde le viene al artista la inspiración en la vida? No lo sabemos, pero hay un momento en el que imprevisiblemente le llega y toma posesión de ella de una manera enigmática. María José alimenta una nostalgia de su juventud que desea apresar entre sus manos, una nostalgia que atraviesa los espacios de sus grandes lienzos, en ese anhelo suyo de alcanzar una imagen única que la revista de su propia imagen, con una nueva luz de presencias amigas, en la magia de un pincel que transforme fondos y colores, que ella había creído verdaderos, en figuras de eternidad.

Es así como yo veo a la artista que es María José Contador, así como cuando habla: tímida, cautelosa, lenta, con acento cuidado y acariciador. La observo con sus rubias mechas de ahora: su mirada noble, tal vez un tanto tímida y al mismo tiempo de desolación. Y la escucho con atención cuando habla con hondura y dignidad de arte o de literatura. Sus ojos permanecen fijos en el paisaje del atardecer, como si esperase a alguien con quien no hubiese concertado cita alguna. Algo emotivo se desprende de su manera de vivir, de su tenacidad, de la bondad que la caracteriza.

Cuánto poema envuelto entre colores, cuánta vida sin nombre detrás de sus rostros entre papel mojado: trasluz de linterna mágica, pálidas historias sin palabras ni suspiros resueltas a no morir jamás. Sólo nos bastaría contemplar sus lienzos, sea siquiera durante media hora, atravesados de luces y de sombras que le llegan desde la lejanía, al alba o al anochecer -una insurrección de perfume y de lágrimas retenidas-, para sentirnos cautivados. En ellos se percibe como un misterio velado por la luz de un eclipse, que permaneciese en un segundo plano, de difícil acceso, pero expuesto a cielo abierto. Invulnerable.

María José es una artista que podría incluirse entre los artistas del Modernismo, un Modernismo ascendente y con un cierto matiz de leyenda, marcado por una muy lejana paleta renacentista, impresionista y hasta, si se quiere, de vanguardia. Una especie de faro luminoso de una pintura que se inicia en arte de futuro, concebido en una soledad de espíritu que sobrepasa a todo criterio habitual.

María Teresa Cervantes