'Una acción no es una cuestión de gusto', aseguraba Harold Rosenberg; 'Uno no se permite que el gusto decida el disparo de una pistola ni la construcción de un laberinto.' Para él, que en diciembre de 1952 publicó en la revista Art News aquel mítico artículo que vendría a proporcionar un cuerpo teórico inicial suficiente a toda una nueva generación, 'The American Action Painters', tras la Gran Vanguardia, como él la llama, la pintura norteamericana toma el relevo de la europea y se reinventa desde 'una función de la pintura distinta'.

Para estos pintores avanzados, a la cabeza de los cuales encontraríamos, claro está, al propio Pollock, aunque no fuera éste, niña de los ojos de Greenberg, a quien Rosenberg dedicaría sus mayores loas y esfuerzos por encumbrarlo, sino a De Kooning, para estos pintores, digo, el lienzo antes que ... un espacio de representación se había transformado en un auténtico campo de batalla o, en cualquier caso, en una especie alambicada de pista de baile. Para ello, el nuevo paradigma de la pintura se asentaba sobre esa preeminencia de lo horizontal que años más tarde Rosalind Krauss vendría a denominar 'bassese' en su no menos célebre El inconsciente óptico (1993).

Era obvio que el territorio ritualizado de la pintura mural, y su versión portátil, el cuadro, necesitaban sustituir sus estructuras metafóricas clásicas en torno a la ventana o el espejo para empezar a hacerse cargo de los elementos perimetrales que, de pronto, habían empezado a acosar el plano pictórico o ya habían saltado dentro de él.

Rosenberg lo diría con toda claridad: 'En un momento dado la tela empezó a parecerle a un pintor norteamericano tras otro, una arena en la que obrar, más que un espacio en qué reproducir, reinventar, analizar o 'expresar' un objeto, real o imaginado. La tela sería para un acontecimiento, no para un cuadro.' Y desde luego, que lo primero que iba a 'acontecer' no sería sino la inmersión completa del pintor allí dentro (su actividad era ya un 'acontecimiento', una 'acción', antes que una actividad), y algunos estadios más tarde también del propio espectador. En el campo físico y visual, en el campo psicológico y espiritual del cuadro, la pintura se transformaba ya en atmósfera o ambientación, pura energía que a todo y todos enreda en su entropía...

Décadas más tarde, con la larga tradición del happening y la performance que, asociadas a ese momento histórico, el arte de la tardomodernidad cargó sobre sus espaldas, Alberto Reguera ha decidido ampliar el escenario de acción/actuación que discreta, pero tenazmente, latía también bajo su peculiar procedimiento pictórico desde sus comienzos. En efecto, la pintura de Reguera cristalizó hace ya mucho tiempo en torno a un empleo característico del pigmento en polvo, sin aglutinantes, arrojado directamente sobre la superficie de la tela a la búsqueda de conseguir distintos efectos en su semicontrolado, más o menos azaroso, empleo.

No hace mucho, semejante modelo de corte tradicional del cuadro en cuanto que entidad material integrada, empezó a evolucionar rápidamente entre sus manos, al aumentar primero de volumen y terminar, finalmente, por emanciparse del muro sustentante, en clara alusión a lo escultórico y el bulto redondo. Reguera manejó en esta etapa de tránsito formatos que, aún contando con la preeminencia del plano de representación (una de las caras, una de las vistas era siempre la privilegiada), tendían a dar más énfasis a la volumetría, los formatos cúbicos o las relaciones de las piezas entre sí dentro del espacio. En pocos meses, todo ello otorgó a su trabajo la novedosa oportunidad de construir instalaciones apoyando directamente sobre el suelo variaciones de distintos módulos geométricos sobre los que seguía aplicando la pintura como hasta la fecha lo había hecho.

Pero otras más recientes inquietudes en torno al resultado conseguido con esta postura más flexible, planteada sobre el concepto de 'pintura expandida' -basta citar como por ejemplo el empleo, inédito en su trayectoria, de la fotografía-, dan cuenta hasta qué punto el proyecto artístico de Reguera estaba en plena revolución, y lo sigue ahora. De hecho, hace algo menos de un año - febrero de 2008-, en la Sala Rivadavia de la capital gaditana el artista llevó a cabo, como pone bien a las claras el título de la muestra, una serie de 'Acciones pictóricas', cuyo resultado daba cuerpo a la exposición en sí misma.

La voluntad de ligar ya definitivamente el tradicional formato del lienzo, tan cuestionado por la neovanguardia desde los años setenta, al espacio concreto de su exhibición mediante estrategias que anudan ambos en un todo de espacio y de tiempo irrepetible, empuja los últimos proyectos de Reguera hacia la noción del sitespecific.

Es obvio que, en su caso, no se trata tanto de mostrarse hostil frente al devenir mercantil de los productos artísticos en cuanto que objetos muebles auráticamente signados, ni de dificultar mediante su imbricación espaciotemporal la inserción de estos en el circuito comercial, cuanto de aprovechar las nuevas cualidades estéticas que aquellas prácticas críticas acabaron introduciendo el los repertorios artísticos posteriores.

Siguiendo la línea que comentamos, para esta muestra en la Sala Municipal Manolo Alés, nuestro protagonista ha pergeñado una nueva 'instalación pictórica' y una serie de piezas más autónomas (algunas de las cuales reproducen, con una nueva trascripción -siempre habrá de ser, necesariamente, distinta-, la que en su día fuera la versión original), ofreciendo al espectador la oportunidad de seguir el recorrido completo de su evolución, que acabo de relatar someramente. Es, sin duda, un momento excitante el que vive la obra de este artista, quien hace unos años por fuerza debía ser llamado 'pintor', pero que en la actualidad no podríamos adscribir a una categoría concreta dentro de las disciplinas tradicionales de las artes plásticas.

Para el desarrollo de sus más recientes instalaciones, Reguera despliega una acción danzarina y por momentos violenta, desde luego muy invasiva, salpicando pintura entre una ordenación de objetos geométricos -desarrollo del original bastidor entelado exento-, de ascendiente minimalista. En la combinación de estas coreografía y escenografía, la pintura queda como el registro de un acceso impetuoso y pulsional, hasta el punto de que el aspecto resultante debe mucho a la tópica del expresionismo abstracto norteamericano y la tradición informalista europea, aquí amplificadas al terreno escenográfico. Reguera, al comienzo de su actuación, se dirige hacia el soporte que aquí se ha vuelto ya mucho más complejo, con la intención no de representar una idea previa, sino de 'hacerle algo'... La imagen sería el resultado de dicho encuentro, como bien sabía Rosenberg, quien quizá por eso mismo ponía punto y final a su análisis aseverando que 'Lo que cuenta siempre es la revelación contenida en el acto; hay que dar por sentado que el efecto final de la imagen, haya lo que hubiere en ella, será una tensión'.