Exposición en Valladolid, España

Formas entre luces

Dónde:
Palacio de Pimentel / Angustias, 44 / Valladolid, España
Cuándo:
03 sep de 2013 - 29 sep de 2013
Inauguración:
03 sep de 2013
Organizada por:
Artistas participantes:
Descripción de la Exposición

Antonio Leonardo Platón

 

La secreta y humilde belleza de las cosas

 

La primera sensación que tiene uno al entrar a una exposición de Antonio Leonardo Platón es la de pisar un escenario ritual y algo trágico. Nada más hacerlo, el visitante se ve rodeado de un ejército de bultos puntiagudos, como si hubiera entrado en un desván donde aún se guardasen las armas y armaduras de una batalla perdida con los esqueletos de los soldados dentro. El primer artista que puede venir a nuestras mentes como modelo de posible referencia es un autor que -al igual que el propio Leonardo- también se movió y creó siempre su obra entre lo artesanal y el arte, entre la vulgaridad de la vida corriente y el pálpito secreto de las cosas, entre la belleza y la ... tragedia: nada menos que un Alberto Sánchez, por ejemplo, con sus batallones de artefactos rescatados de los talleres de los menestriles, de panaderos, herreros y carpinteros, semejando figuras terribles o ensimismadas. Pero si se mira más a fondo, el espectador descubre que Leonardo Platón ha aplicado la lección de Duchamp, en su famosa Fountaine, de otra manera, aún más inesperada y subversiva. Puede que nuestro escultor encontrara, sí, remota inspiración en tan célebre metamorfosis: la que permitió que un urinario masculino de fabricación industrial, al ser cambiado por Duchamp de su posición habitual a la contraria, sugiriera rumores menos vulgares a los que sue len acompañar a tales aparatos y pasara a convertirse en objeto de arte dadá, evocador del canto mágico de las fuentes.

 

Porque hay -en efecto- diseminados en las esculturas de Leonardo Platón, objetos cotidianos de variada clase, pero en especial los que podían utilizarse a diario en el campo o los talleres -hoy generalmente abandonados- del medio rural: hoces amenazantes, bieldos al aire, prensas retorcidas y sufrientes tórculos No su apariencia, sino restos de esa misma realidad: los objetos en sí rescatados del olvido para figurar en un singular museo etnográfico donde todavía nos hacen pensar que significan algo, donde aún estarían cumpliendo alguna insospechada función: quizá la de despertar esa belleza que no solemos ver y, sin embargo, yace dormida entre nosotros.

 

De ahí que la lección del arte de Leonardo Platón, pareciendo ser la de Duchamp, no lo sea, o actúe -incluso- para transmitirnos una enseñanza que es, en cierto modo, hasta opuesta: no nos dicen tanto sus esculturas que cualquier objeto puede ser tomado como arte -empezando por los urinarios industriales-, dependiendo del tratamiento que se le dé y el lugar en que se exhiba, como que cualquier objeto con huella humana acaba siéndolo de verdad en cuanto hay en él una poesía escondida. Esa es la lección de sencillez y humanismo que Leonardo Platón nos ofrece. Su obra nos remite a aquellos descubridores que a modo de «padres franciscanos de la creación», confiaban en la belleza humilde y secreta del arte; en su capacidad casi religiosa para redimirnos de la cotidianidad desde la cotidianidad misma. De Fray Angélico a Sánchez Cotán y de los escultores de las gárgolas apotropaicas del románico a la singular vulgaridad de las figuras de Giacometti, siempre ha habido artistas que creían que la belleza es precisamente ese secreto oculto en las manifestaciones de lo cotidiano que nos pasan más desapercibidas, resultando capaces -además- de transmitirnos y contagiarnos la fuerza de semejante fe.

 

No importa que las herramientas y máquinas que Leonardo Platón nos presenta ahora, convertidas en objetos de arte minuciosamente trabajados y bruñidos desde su perfeccionismo de joyero, ya no sirvan para lo que servían. El arte pierde aquí toda retórica y solemnidad pero permanece su capacidad sagrada, pues mantiene y atesora la auténtica esencia de las cosas. Hay, sí, prensas para imprimir los libros inexistentes que ya nunca se imprimirán, tórculos imposibles que no prensarán más grabados exquisitos, bieldos que no encontrarán paja alguna que aventar, hoces o artilugios en punta que -colocados al revés de su posición habitual- semejan pájaros petrificados. Son, desde luego, aves que jamás volarán, y -no obstante- memoria exacta de la esencia del vuelo, aunque no se puedan elevar ya más sobre la tierra porque han desaparecido los cielos que solían surcar antaño. El arte de Leonardo Platón sugiere el dolor de la pérdida en sus aristas punzantes, en sus joyas como espinas de amor o relicarios de deseo. Y nos recuerda que la hermosura y el su- frimiento acostumbran a ir unidos, aunque sólo sea porque lo bello que en esta vida tuvimos prontamente desaparece.

 

Sus esculturas y joyas son fantasmas del pasado: testigos bellos y dolientes de un mundo bucólico que se desvaneció. Ya no existen los pastores cuyos objetos de uso hechos por ellos mismos Leonardo ha atesorado durante años con afán y devoción de coleccionista. Ya nadie podrá mirar e interpretar el firmamento como lo hacían aquellos andariegos, cuando en los movimientos o dibujos de las estrellas descubrían los itinerarios de los dioses y en las constelaciones esas infinitas praderas donde pacerían los rebaños celestes.

 

Desapareció aquel mundo, pero quedan sus formas. La forma. La belleza humilde y secreta de los objetos que Leonardo Platón conoció de niño y reinventa ahora para nosotros a través de su arte. Un arte tan singular, precisamente, porque lo es también de todos en su pura esencialidad.

 

Luis Díaz Viana

 

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Miguel Escalona

 

«El arte, cuando quiera que florezca y hasta cualquier futuro, pertenece en su esencia al pasado». Esta ruda y audaz tesis del suabo Hegel no es la declaración de la muerte del arte. Es la afirmación de su contemporaneidad, de la actualidad del pasado que nos rodea como presente y en el cual nos reconocemos.

 

Las obras de arte no son para ser fotografiadas o para estar en los desvanes o en los museos, sino en el tráfago de la vida, para que imperceptiblemente nos obliguen a detenernos. «La habituación de la mirada a lo aparente -dice H.G. Gadamer- ha destruido muchas cosas: ciudades y calles, espacios y plazas, y cegado verdaderamente al espectador ». Una verdadera obra de arte nos detiene -¡debe detenernos!- para abrirnos los ojos y entablar una pausada conversación.

 

Una partitura no es música hasta que no se interpreta. Una composición artística no lo es verdaderamente hasta que no detiene al espectador y le habla de sí mismo. El lenguaje del arte es el de el encuentro con un acontecer inconcluso del que formamos parte. En cada obra -¿qué importa el estilo?- se inicia el rito litúrgico en el que oficia cada espectador para que ocurra el milagro de mostrarse la realidad de lo que verdaderamente somos, aquello irrepetible, absolutamente vedado a las fórmulas matemáticas y las tarjetas de crédito.

 

Un artista -este artista- sólo es un constructor de símbolos, aquello que vale para ser mostrado como señal en cuya presencia nos reconocemos, precisamente en el significado invisible al que cada signo alude. Es, pues, necesario reconstruir con la mágica arquitectura la exactitud los infinitos matices y estilos de nuestra identidad -perdida entre códigos, prisas y máquinas- para que los objetos, más vivos aún que nosotros, nos recuerden quienes éramos. Más todavía: nos griten con su insultante belleza quienes somos.

 

¿Tan muertos estábamos que han de resucitarnos los objetos? Tal vez ha nacido una nueva era para el arte: «La rebelión de los objetos». Un arte que no requiere tantas habilidades en las manos como un saber ver con la mirada. El artista sólo inicia el camino....

 

J. M. Almarza

 

 

 
Imágenes de la Exposición
Antonio Leonardo Platón, Bombo con tronera -detalle-

Entrada actualizada el el 26 may de 2016

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