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Me gustan los artistas que trabajan con sus manos. No lo puedo evitar. Más allá de los soportes o herramientas que utilizan, me fascina ver cómo, a través de sus intervenciones, consiguen dar nuevos sentidos y significados a la materia. Gerard Moliné es uno de esos artistas. Cuando le conocí y me habló por primera vez de su trabajo, de los ... impulsos que le mueven y los objetivos que se propone, en el fondo de su mirada seguía brillando aquella curiosidad que empuja a los niños a desmontar sus juguetes y a hacer experimentos imprevisibles, atrevidos y, a veces, incluso peligrosos. Lo asombroso de Moliné es que nunca ha perdido las ganas de investigar las relaciones entre el entorno, el ser humano y la materia y de experimentar con ellas, sólo que él lo hace desde una aproximación creativa, que cuida la belleza (sea armónica o no) de las formas y no marca límites definidos entre el arte y el diseño.

Lo demuestra perfectamente la exposición Argila, que reúne en el Museo de la Cerámica tanto la parte más conceptual del trabajo de Gerard Moliné como la que atañe más directamente al diseño de productos, ya que una nutre la otra y las dos juntas consiguen trazar una visión de 360º de su lenguaje artístico. Estos dos aspectos de una misma voluntad creativa se relacionan entre ellos a través de una producción audiovisual, que también se presentará en la feria-festival de videoarte Loop. En ella se plasma su forma de trabajar, así como la metáfora del ciclo vital de un objeto, mediante la grabación de la paulatina destrucción, a causa de la fuerza erosionadora del agua, de un jarrón torneado, pero no cocido, medio hundido en un río del Pirineo.

Allí, alrededor de la Seu d'Urgell, donde vive desde la infancia, Moliné realiza sus experimentos con la complicidad, a veces consciente y a veces no, de varios actores. Es el caso de Bruna, una vaca autóctona de los Pirineos, en peligro de extinción, que prestó su ayuda desinteresada al artista para esculpir unos bloques de sal y calcio, que luego se expusieron en la galería Art & Design de Barcelona. En aquella muestra todos los objetos habían sido realizados con materiales encontrados en un radio de 30 kilómetros.

Es fascinante el poder creativo y -por qué no- artístico de simples reacciones físicas: el frío que provoca la congelación y la consiguiente fractura, la erosión del agua y sus efectos sobre diversos materiales, la cristalización salina (que pudo experimentar gracias a las minas de sal de Cardona), las manchas que dejan la hierba mojada de rocío y los excrementos de las golondrinas, el poderío de las tormentas y el ímpetu de rayos capaces de convertir un árbol centenario en una escultura.

En este punto lo normal sería empezar a hablar del arte povera y de cómo la pasión por los materiales naturales y humildes podría vincularle a este movimiento; más fácil aún sería intentar relacionarle con el land art y con aquellos artistas que, de hecho, intentaron doblegar la naturaleza a sus deseos. Lo que mueve a Moliné, sin embargo, es otro impulso, que se plasma en una estrategia totalmente diferente. Él no pretende intervenir en la naturaleza para modificarla, sino que la utiliza como cómplice, colaboradora o quizás incluso cocreadora. 'Yo dejo la creación a la naturaleza, me limito a poner la intención, a utilizar de forma consciente los procesos naturales', me dijo la primera vez que hablamos. Tampoco se me olvida otra frase de aquel encuentro: 'Las empresas se apropian de los valores de la artesanía, porque ésta no los sabe reivindicar como suyos. La artesanía es el futuro del diseño industrial', me dijo. Y, viendo cómo reinterpreta las fórmulas químicas tradicionales, cómo juega con la deformación controlada de los diseños clásicos y cómo mezcla materiales aparentemente incompatibles, es fácil creerle.