Todo el trabajo de Arturo Prins implica la superación del tradicional concepto de estilo -esa clave de la historia del arte occidental, hipertrofiada desde los orígenes de la disciplina a manos de Vasari hasta la modernidad tardía, con Greenberg-, como novedosa forma de vaciamiento y entrega. Porque, al cabo, su pluriestilismo, sus inagotables recursos y modelos operativos, el desconcertante cambio de estrategias textuales con que este artista se desliza de una obra a obra, implican también la superación de cierta forma de entender tanto la identidad propia como la subjetividad frente al mundo; de hecho, en su caso ambas aparecen sustituidas por una, digamos, utópica comunicación y fusión panteístas con el otro y con lo otro, con un inmarcesible absoluto que podríamos llamar todo lo demás. Aspira Prins a que el amor a la forma lo sea en su totalidad y sin restricciones: a las formas, pues; ... a cada una de sus manifestaciones concretas, palpables. Las formas como auténtica encarnación de ese concepto jurídico del cuerpo cierto, donde cada pliegue, lo mismo que cada rincón de la creación, es amado, respetado con idéntica intensidad y si jerarquías, mientras que las preferencias no se repiten, nunca dándose la misma elección de idéntica manera.

De este modo, frente al modelo clásico del individuo creador, tanto más 'singular' cuanto más genial, definido por su sicología y cuyo progresivo dominio de un repertorio reconocible de gestos se terminará asociando a una firma -que es su prestigio-, Prins apuesta de manera radical desde sus comienzos por un juego incesante de dislocaciones, desdoblamientos y mudanzas, donde el centro de ese círculo que llamamos sujeto se deforma, elástico, multiplicando sus focos, llevándolo la tensión casi hasta una ruptura definitiva. Escribíamos unas líneas arriba ese singular entre comillas por cuanto que único e indiviso, pero también por retirado y separado; de igual forma, el estilo de Prins. Sin embargo, éste experimenta con una voz que es ya coral, sin renunciar a que en su seno concurran discrepancias o desafinamientos que tanto confunden todavía hoy incluso al espectador más competente, por no decir al mercado o la historiografía. De hecho, parte de la crítica y el coleccionismo encuentran informalidad en lo que realmente es multiforme, e indefinición en ese carácter abierto, plural, radicalmente ecléctico que es uno de los logros más duramente luchados por el artista.

No obstante, a veces me asalta la duda de que si el régimen metamórfico de su trabajo afecta sólo a la pantalla de figuras empleadas, a la miríada de formulaciones de sus enunciados, sospechando que en verdad emergen de un fondo constante: la pasión por contar en imágenes su contacto carnal y espiritual con el mundo. Y es que, claro está, sería más fácil que esas mismas figuras articulándose aquí y allá como proposiciones visuales no fueran específicas para cada pieza, que se redujeran a un puñado de sistemas operativos de complejidad variable. Es entonces cuando empieza a parecerme plausible otra tesis para explicar su complejo y tan sugerente trabajo: que, de lejos, en perspectiva, Arturo se remite efectivamente en cada obra a un núcleo estable empleando una constelación dispar cada vez, pero que su propia experiencia, acumulándose ubérrima y proliferante, viene una y otra vez a corregir, matizar, sutilizar... Justo en ese instante despierto sobresaltado, reconociendo que ¡es el demonio lo que está en los detalles! Sólo así su hacer plástico escapa una vez más de verse ceñido siquiera a la idea de un desarrollo serial, donde la lógica última derivaría de la mera combinatoria, por complicada u oculta que resulte para el ojo no familiarizado.

Ímpetu afirmativo, pues, el de este pintor que acepta gozoso todos y cada uno de los nombres que singularizan a los seres y enseres que pueblan el Universo, lo visible y lo invisible. No es casualidad que, como reflejo de ese abrazo cósmico, con su asunción festiva, carnal, concupiscente de cada pliegue de la materia y del espíritu, abunden tantas visiones astrales, nacidas al calor de sus estudios sobre las filosofías orientales y de sus constantes viajes (decisivos algunos recientes de larga duración al Tíbet o Nueva York). Recuerdan, casi en la órbita de las poéticas new-age, la búsqueda de sintonía personal con el Universo; pero semejante rasgo, que podría ser entendido como ironía, distanciamiento, quiebro, es en el caso de Prins un impulso auténtico y esperanzado, sin trasfondo nihilista ni evasión hacia lo exótico. En última instancia, cabe interpretarlo como un síntoma de nuestro presente estético colectivo, donde se engarza y da fuerza a otras muchas ideas multiculturales y ecológicas, propias de una generación que asume nuevos lazos, tanto interpersonales como sociales, cada vez más en clave no politizada, e incluso, o cuanto menos, sin que medien reduccionistas críticas instrumentales.

Para concluir, me gustaría citar de nuevo a Gide, quien encabeza estas breves líneas, en Los alimentos terrenales, ese libro maravilloso que parece escrito expresamente para entender la postura de Prins en relación al arte, y al propio artista, cuando con rotunda sencillez venía casi a resumir lo aquí dicho: 'Siento claramente a través de mi diversidad una constancia; lo que siento diverso es siempre YO. Pero precisamente porque sé y siento que esa constancia exista ¿por qué tratar de obtenerla?' Conque sólo nos restaría ya aceptar gozosamente al creador y la creación en la vastedad de sus metamorfosis, enfrentando la cara incesantemente cambiante de la vida, sus mutaciones, su crecimiento, con una afirmación como respuesta: sí, quiero. Amén.