Lo más hermoso y extraño de enfrentarse al trabajo de Juan Hidalgo es que casi siempre surge como una revelación personal. En cada una de sus obras hay un algo más que nos mira haciéndonos creer que acabamos de descubrirlo, pese a ser una de las voces nucleares de la historia del arte contemporáneo. Su poética, elegantemente urticante, surgió en el contexto represivo e inmovilista de finales de los cincuenta. Luego con ZAJ cultivó un arte de resistencia, hipertextual, que bajo un permanente ejercicio de libertad se cuestionaba el conservadurismo ideológico y el poder, las retóricas de superficie, las mitologías individualistas, las normas de género y el canon heteronormativo. Limando las conexiones hasta entonces reprimidas entre arte y vida, dislocó estereotipos, subvirtió dogmas y desestabilizó cualquier tipo de ortodoxia.

Juan Hidalgo cuida las palabras y las cosas. Sus acciones fotográficas ... condensan dos conceptos o instintos inequívocamente humanos: la vida (acción) y la muerte (fotografía). Eros y Thanatos. Roland Barthes dejó escrito que toda fotografía es un certificado de presencia que autentifica la existencia del ser, pero también expresa la muerte en futuro. Constituye una forma estática de inmortalidad, afirmaba el doctor Farabeuf de Salvador Elizondo. Juan Hidalgo sabe que nacemos para morir y que la única certeza de la vida es su seguro camino hacia la muerte, de ahí que sus fotografías, sensibles a la desaparición, incorporen ese algo más de vida inherente a la acción. La presencia del sexo en el hilo discursivo de su trabajo quizá también tenga que ver con esta pulsión: el erotismo como forma de vida a fuerza de ejercer la muerte o, como propuso Georges Bataille, la apertura de la conciencia a la identidad del orgasmo (o pequeña muerte) y de la muerte definitiva; no en vano, Juan Hidalgo sostiene que el arte es el orgasmo continuo de la inteligencia.

A través de la acción fotográfica nos descubre lo esencial, lo infraleve duchampiano, algo no aprehensible sólo a través de la razón. Ver no es necesariamente saber. Nuestra visión es incapaz de captar todas las realidades que anidan la materia. Más allá de su apariencia formal, las imágenes de Juan Hidalgo atesoran algo invisible en forma de vacío, un ruido en el silencio, algo que se vela y algo que se desvela, algo que se dice y algo que se calla, algo que inquieta la mirada. El objeto significante abre el cerco de sus posibles significados, que no son fijos ni estables, sino fluidos y cambiantes. Demandan un acto de voluntad por parte de un receptor/a desinhibido/a -el artista nos advierte en uno de sus etcéteras: Si no estás dispuesto a todo, no te me acerques- que interprete el código visual, el signo lingüístico, como un ideograma. Cada imagen nos invita a mirar sin prejuicios y ver más profundamente las cosas que a su vez nos miran. Daisetz Suzuki explica que la visión que solemos dar por válida no es real desde el punto de vista Zen; nuestro ver se tiene que unificar con el ver de las cosas, llegando a la identificación entre el sujeto y el objeto. El objetivo es dejar de ser uno o una para disolverse en algo superior a la cosa que se está mirando, que también se disuelve en algo superior. Ser es significar, enseña el budismo Zen. Y Juan Hidalgo presenta la vida tal cual, sin rodeos lingüísticos ni florituras -acaso sugiere una paremia-, con una poética austera, porosa, sutil pero directa, serena y radical, lúcida y lúdica.

Lo cotidiano se muestra en todo su potencial connotativo y sígnico, señalando múltiples realidades: fragmentos autobiográficos, lo íntimo y personal como cuestión política y poética, las cosas de la vida, de los bares, de los hoteles, aviones y aeropuertos, de los hospitales y quirófanos? Apela a lo mínimo, dotando a cada objeto de su presencia justa -ni grande ni pequeño, bello pero no deslumbrante-; las cosas son como son, nos dice. En esa sencillez reside su poder seductor. En una dentadura postiza apoyada sobre un mantel casero de profundo azul se condensa el paso del tiempo, la intimidad, la palabra, la voz, la sonrisa, la música, lo material y lo inmaterial. Entre la suprema dignidad y el más profundo sentido del humor, la cámara (prótesis del ojo) retrata la prótesis del cuerpo desterritorializado -desnuda al hombre presentando una masculinidad no heroica, corporalizada, real- para hablar del proceso de la metamorfosis humana al compás del tiempo, de envejecer graciosamente diría Lin Yutang.

En un taco de billar que apunta a una bola dentro de unos rollos de papel higiénico de colores está implícito el juego, el ruido, la entropía, el azar, la energía, lo contingente, el movimiento, la transformación, la penetración, la higiene, etcétera. Una mano azul que brota en escorzo, como una isla, sobre un intenso fondo rojo sugiere el tacto, la acción, la soledad y el encuentro, la masturbación, las caricias, el saludo, el deseo, el cuerpo, el origen y de nuevo el etcétera. Las variaciones cromáticas del trío de rosas reflejadas en un espejo para Claude Monet apuntan, entre otras cosas, al placer y el dolor, la música, la fragancia, las apariencias, la frescura, los sentidos, la química, el reflejo y la fruición del color. La nota común es siempre la afirmación de la vida -sin olvidar su fin-, de lo aprehendido a través de la experiencia, el conocimiento intuitivo, el amor y por supuesto el sexo.

Artista del concepto, sus imágenes están impregnadas de un materialismo dionisíaco que celebra la existencia y la verdadera naturaleza de las cosas, su inmanencia. Una filosofía riente y poética -como la de sus mayores los chinos- impregna un modo de ver que nos enseña a tomar la vida con más ligereza, sensible al placer y al dolor, de una juguetona curiosidad, un genio natural para explorar el saber y un profundo -y a ratos corrosivo- sentido del humor. Tanto él como su obra destilan el perfume de Oriente y de la filosofía Zen, de la música y el lenguaje, de las personas, los animales y los lugares que le han acompañado.

Juan Hidalgo, el hijo de John Cage y el nieto de Marcel Duchamp, atraviesa fronteras, disciplinas, lenguajes. Su permanente actitud poética y voluntad creativa transita por un espacio vital, lingüístico y cultural desprovisto de márgenes. Nómada, ácrata, compositor y músico, poeta y filósofo, artista plástico o ser visual, el gran canario es un ciudadano del etcétera, pero sobre todo un maestro en el arte de vivir... y algo más.