Tengo el honor de introducir la puesta en escena de la mujer al desnudo, una biografía anónima y colectiva de la feminidad a través del cuerpo y del tiempo: instantes de carne y espíritu que nacen, crecen, se reproducen y mueren en el ciclo infinito de la vida.

El dibujo de la artista, de Paloma, tiene materia, peso, medida y volumen; su pincel transforma la línea y el claroscuro en texturas expresionistas, de manera tal que la figura se convierte en escultura moldeada con acrílicos.

Sus mujeres no son objeto, son presencia; en ellas no hay deseo sino pasión. El canon de belleza femenina no se ajusta a ningún principio estético idealizado sino que revela, descarnado, la verdad de la existencia humana. Un proceso de maduración que, en lo más sublime de su trayecto, deviene ... en decaimiento, flacidez, vejez y, quizá, sufrimiento. Sus mujeres viven intensamente y se entregan sin medida a ello, porque no calculan cuánta lozanía consumen en el intento. Ellas no posan, no pretenden gustar ni al público ni al artista. No les importa su apariencia externa porque saben, desde lo más profundo de sus entrañas, que su cuerpo es un mero instrumento para vivir, amar, crear y morir.

Son mujeres vistas por una mujer. Un caso de creación artística poco frecuente en el panorama estético actual y prácticamente huérfano de tradición pictórica a lo largo de la historia.

El enfoque masculino sobre el desnudo femenino se concebía como una excusa para elucubrar sobre la belleza ideal de moda en cada momento o para incitar a la atracción sensual y el deseo. Acostumbrados a esta postura estética, sorprende comprobar que la poética de la mujer sobre sí misma no repara en concesiones, no maquilla ni disimula, no mete tripa, sino que se vanagloria de su vientre, espacio de placer, cuna de vida y vacío de muerte. El pincel de Paloma es un bisturí que no liposucciona sino que abre la piel con una destreza propia del cirujano especialista en el alma.

Más que de piel, estas mujeres, la mujer está hecha de barro y de carne. Y por eso la paleta de colores de Paloma se tiñe de sangre y de tierra, de rojos, rosados y ocres, desde el granate hasta el amarillo. Trazos enérgicos, compulsivos, delimitados por un dibujo de boceto en línea negra y subrayado por rúbricas con blanco de luz en contraste. El apunte del instante, la pincelada nerviosa y certera generan una imagen en movimiento dentro del cuadro. La suya es la estética de la arruga y de la ojera, de lo asimétrico y de lo blando, de lo mortalmente vulgar y cotidiano. No busca la luz invisible que se manifiesta en lo sensible, ni la divinidad que resplandece en el cuerpo humano: lo que interesa es la mujer hecha de carne y la carne hecha de pintura. La perfección de lo imperfecto, la aceptación de lo real limitado pero infinito. Porque la belleza no es un juego de proporciones matemáticas sino la conciencia del estar para ser y del ser para estar.

Mujeres sin rostro, cuerpos sólo dueños de sí mismos, que se presentan como un mapa de la geografía femenina: al trazar la biografía de la arruga, se despoja al semblante de su máscara. La identidad individual queda neutralizada ante la grandeza de pertenecer al género humano. Incluso antes de ser bautizado con un nombre propio, se recibe la gracia de crear vida: en ese preciso instante, toda mujer por el hecho de nacer como tal, ya asume la responsabilidad potencial de hacer que otros nazcan algún día a través suya. Por eso, los cuerpos de estas imágenes son acto y potencia a un mismo tiempo, son presencia y vehículo, son continente y contenido, son ellas y todos cuantos pueden engendrar y alumbrar. Son una y todas. Todas y todos. De ahí, que la artista se sienta poderosamente atraída por la mujer embarazada, ese estado de gravidez donde la energía se condensa en materia, en crecimiento, hasta convertirse en un ente vivo que se arrojará al mundo para no pertenecer nunca más a quien le dio la oportunidad única del ser. Y entonces, en el momento de esplendor y gloria, el cuerpo de la mujer presiente su crisis, decaída y fin, porque en el nacer ya está implícito el morir. Y en el placer, el sufrir.

PALOMA JIMÉNEZ PAREJO no plantea el discurso de la feminidad versus masculinidad, sino que en lo femenino se encarna una loa a lo humano, su creación, su pasión y su muerte. Mujer amante, mujer madre, mujer tierra; mujer real que no pretende ser perfecta. Le basta con beberse la vida a besos. Con sabor a pintura.