Descripción de la Exposición
Lo ausente y lo fragmentario, lo vacío y lo oculto, lo espectral y lo melancólico se dan cita en Layers of distance. Estratos de lejanía donde las rupturas germinan fronteras de quietud y quedas sucesiones superficiales: lo más profundo, escribía Paul Valéry, es la piel. El paisaje retorna como eje donde la presencia corpórea se manifiesta en ausencia, residuo, aparición; y que a través de su repetición y dislocación, aspira a una abstracción de lo cotidiano, lo banal, lo total. Un extrañamiento donde resuenan las lógicas binarias de Byung-Chul Han en Ausencia (2019), deudoras a su vez del Elogio de la sombra de Junichiro Tanizaki (1933), título certeramente descriptivo para el trabajo de Irene González.
La suma de fragmentos concibe aquí un archivo visual donde la memoria, en su corrosión iconoclasta, responde a su vez a la fragmentación del sujeto. Se plantea una oda a la fracción, donde regurgita ineludiblemente la saturación icónica contemporánea, reensamblada y rematerializada en grafito. Hay por tanto una vocación de registro, de inventario ocular, que sin embargo, niega orígenes, espacios y tiempos.
La imagen que no revela, oscurece. Es el axioma que rige el proceso de la artista de forma bidireccional: el objet trouvé, la imagen encontrada, aquello que se desprende de la oscuridad de lo total, es manifestada pero a su vez velada en una yuxtaposición de unidades. De forma inversa, la imagen se muestra como resultado de un proceso de ocultamiento tonal y compositivo, revelando algo cuyo origen, no obstante, es igualmente censurado en su distorsión matérica. La imagen se nos presenta como reducto anónimo, que despojado de su significante, es reintroducido en un proceso de aspiración archivística, una dislocación que culmina en extracción de lo esencial.
Resuena aquí la noción aurática de la imagen de Benjamin, si bien no es el único espectro que recorre la muestra. Se adivinan entre disputas de rastros, letanías de luz y sombra. Martin Hägglund definía lo espectral como algo que actúa sin existir físicamente, aquello que «señala una relación con lo que ya no es más o con lo que todavía no es» (1). Dicha virtualidad, el extrañamiento de aquello que está sin estar, es central a la exposición, teniendo su aparición más evidente en el homenaje deambulatorio a Magritte, que a su vez retrotrae a los interiores lynchianos en la onírica espera al espectáculo, un trasiego atmosférico vuelto sobre sí mismo; los paisajes de Vita Celmins y las fotografías pintadas de Gerard Richter transitan igualmente la estancia.
Atendemos a un proceso silente de traducción, una translación espectral que resulta en una sensibilidad melancólica. Desde la prédica escolástica de Richard Burton en su Anatomía de la melancolía (1621), la labor artística ha sido insistentemente asociada a la esquiva indolencia de la melancolía, «halo vaporoso de la Temporalidad» en palabras de Emil Cioran (2). Y es que lo espectral y su inherente melancolía son ante todo una forma de posesión como atestiguaba María Zambrano: una «manera de tener no teniendo, de poseer las cosas por el palpitar del tiempo, por su envoltura temporal» (3). Una forma de poseer la ausencia.
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1. HÄGGLUND, Martin: Radical Atheism: Derrida and the time of life. California, Stanford University Press, 2008. - En FISHER, Mark: Los fantasmas de mi vida: escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos. Buenos Aires, La Caja Negra, 2018, pp.44-45
2. CIORAN, Emil: El ocaso del pensamiento. Barcelona, Tusquets, 2009, p. 23
3. ZAMBRANO, María: Obras reunidas. Madrid, Aguilar, 1971, p.115
Elogio de la sombra, Jon Aranguren Juaristi
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