Hay una pintura, que sin dejar de ser voluntaria y formalmente figurativa en su realismo, asume y fagocita todos los grandes logros de las vanguardias cubistas y expresionistas que intentaban apartarse del plano de la perspectiva, bien para romperla creando varias, un nuevo enfoque, o por simple hecho de distanciarse de lo redundante. Tal es el caso de Javier Cerdá Silvestre, pintor valenciano cuya espátula o pincel consigue, siempre a base de repasos como veladuras superpuestas y aparentemente monocromáticas que van mutando y transcendiendo colores tenues para alcanzar un resultado final casi imperceptible, donde el paisaje urbano, portuario o campos abiertos alcancen conceptos neblinosos y espectrales, o soledades lumínicas que lo convierten en irreal y metafísico. Pero aquí esa interpretación de soledad no está, pongámonos por caso en las figuras incompletas y sombras distribuidas en un universo peculiar y onírico sino en la ausencia del ... ser humano paradójicamente agazapado frente al cuadro que contempla.

Todo es real en Javier Cerdá, sin embargo parece como levado en recuerdos, como sintetizado al propio ideal, al estilo de Cezame, cuando le daba vueltas y más vueltas a la naturaleza y a los objetos para sacarles geometrías esenciales Y por lo tanto debería aislar cualquier cosa que le pareciera superflua y no relevante.