Exposición en Zaragoza, España

Life System

Dónde:
Obra Social CAI - Sala Luzán / Paseo Independencia, 10 - Planta Baja / Zaragoza, España
Cuándo:
17 abr de 2013 - 22 may de 2013
Inauguración:
17 abr de 2013
Horario:
De lunes a sábado de 19:00 a 21:00 h.
Precio:
Entrada gratuita
Artistas participantes:
Descripción de la Exposición
De paraísos sinceros Antonio Colinas Valorar la obra pictórica de Georges Ward de manera apresurada nos llevaría quizá a terrenos engañosos. ¿Cuáles podrían ser algunos de éstos? Remitirnos, por ejemplo, a cierta pintura floral del XVIII, si pretendiésemos buscar influencias o ascendientes. O quizá, pensando en su expresividad tan viva y en su libertad creativa, podríamos decir que este pintor se mueve entre el hiperrealismo y cierto grado de surrealismo, que viene impuesto por la osadía de sus colores. Esta sería, a mi entender, la lectura epidérmica de esta pintura engañosamente real, engañosamente llamativa. Y es que en la pintura de Ward hay, ante todo, una sinceridad que es de la que nace su justificación. Como Antonio Machado nos decía refiriéndose al texto poético, a fin de cuentas lo que el artista plástico debe y tiene que hacer –sobre todo en tiempos de tantas provocaciones, de tanto vacío creador, de ... tanta “filosofía” del “todo vale”– es expresarse, dejar hablar a la voz interior, manifestar, ante todo, la libertad de crear sin hipocresías, sin burdos mensajes. Rescata así este pintor lo primordial, que es esa libertad de ser y de decir por medio del arte lo que él, simple y llanamente, quiere decir y debe decir en sus cuadros. Hay también en esta pintura una dualidad primordial, de la que nace su fuerza y por la que es llamativa: naturaleza-vida, o como él prefiere expresar natura-life. Estamos hablando, en cualquier caso, de una naturaleza exuberante, es decir, la de los orígenes, la incontaminada, la que proporciona la vida, el respirar. Aún no se ha instalado en ella ni la arqueología (Poussin), ni las ruinas fecundas (Iris Lázaro), ni por supuesto los seres humanos, pues en este caso, esa naturaleza en su estado puro pasaría a ser escenografía a secas, siendo el ser que la altera progresivamente el protagonista de la misma, hasta llegar a ese momento presente en el que, simplemente, la naturaleza ha desaparecido de los cuadros (Bacon, Freud) y sólo queda el ser humano, pero como una muestra de descomposición progresiva. Es ya el ser (¿humano?) antes del fin. Luego, sí, también suelen quedar en el arte de hoy los “objetos”, los “productos”. Estamos, en realidad, en los cuadros de Georges Ward ante lo que los poetas y pensadores sufíes reconocían como el microcosmo que explica el macrocosmo, ante un mensaje de totalidad, de ese absoluto que la naturaleza nos pone de relieve y nos ofrece como el más hermoso de los dones. Frente a él, el ser humano contempla y respira, fija lo que le da vida, fija la vida, que como hemos dicho es la otra coordenada que determina el mundo pictórico de este artista. Pero siendo (también engañosamente) abrumador el mensaje que se nos transmite, debido a esa fuerza del color y a la rotundidad de los trazos, hay en esta pintura una humildad que sólo el microcosmo puede transmitir. En primer lugar, porque al margen del latido cósmico hay en esta naturaleza un afán de espontaneidad. Incluso la naturaleza más aparente y diestramente fijada –la de una costa, un mar, unos montes o una laguna– se ven sometidos en algunos de sus cuadros a esa otra naturaleza del origen, la de los límites concretos: plantas, flores, pájaros, insectos. Incluso estos últimos nos remiten a esa lección humilde por medio de abejas, escarabajos, caracoles o mariposas, que es el insecto, el cual nos prueba por excelencia que nos hallamos en un lugar puro, incontaminado. Son los espacios en los que está germinando la vida en la humedad de las plantas, en el aroma de las flores, en los suaves movimientos de los insectos. Este afán de humildad evidente, pero a la vez de vida germinal –la que anuncia la llegada de los frutos– nos habla también de un afán de fusión. El hombre no está en los cuadros, pero sí en los ojos del que los contempla. Es al ser que contempla al que le está destinada la grata tarea de fundirse con la realidad, de sumergirse en el Todo desde su Nada. Este afán de fusión que el pintor suscita no podría hacerlo sin el extremado verismo de sus imágenes, sino sobre todo sin la novedad y la fuerza de sus colores, otra de las características de sus obras. Este pintor no sólo pinta lo que quiere pintar sino que lo hace impulsado por la imposición de los colores, que están siempre ahí al alcance de los artistas, pero de los que no siempre se extrae su extremosidad. Se convierte así el color en este pintor como en otro microcosmo de ese microcosmo que es el cuadro. El color por sí mismo deshace la forma y nos libra, de nuevo, de cualquier interpretación fácil o tópica. Habiendo señalado los rasgos, para mí primordiales, de la pintura de Georges Ward, no podría terminar estas palabras de presentación de la misma sin aludir a otro microcosmo que, seguramente en estos últimos años, también ha venido influyendo en su pintura: me refiero al de la isla de Ibiza. Los que conocen bien este espacio de la isla con el que Ward ha sintonizado, sabemos que no existe una sola (y tópica) Ibiza, sino muchas Ibizas, pero la primordial es siempre la de su naturaleza. No sólo la que revela la mar con su luz blanca y fogosa, sino la Ibiza interior, la de (otro) microcosmo: el de la casa payesa y su entorno. En esa naturaleza ya ha aparecido el hombre, pero con él pugna aún con fuerza no sólo la naturaleza de las plantas (una de las más ricas reservas en plantas y flores del Mediterráneo, según los botánicos), sino la de los animales humildes y bondadosos, o la del bosque de pinos, o la de esos troncos de algarrobos y olivos centenarios en los que el que contempla “lee” signos reveladores, o en las flores por excelencia: las orquídeas en las calas secretas o las de los almendros blanqueando, aún más, los valles en las noches de luna. No son gratuitos estos comentarios, porque no hay obra artística, a mi entender, detrás de la cuál no exista la vida, la experiencia de vivir. Por eso, aunque no hubiera sabido previamente que Georges Ward había estado en sintonía con la isla de Ibiza, yo hubiera pensado en ésta al ver sus cuadros. Porque hay entre cuadro e isla una sintonía que nace de esas lecciones bien aprendidas que ya hemos señalado: la de una naturaleza pujante, la de un afán de fusión con su espacio, la de la luminosidad de los colores, la de una vida en libertad. Lo que sucede es que este pintor objetiviza al máximo su mundo y por eso en sus cuadros observamos un mundo más cercano al tropical: otros mundos. El cuadro es la isla ensoñada en la que el ser de nuestros días, saqueado –como la naturaleza– por tantas agresiones, aún rescata su humanidad, nos revela el medio en el que debemos hacer lo esencial para salvarnos: respirar, contemplar, gozar. Salamanca, febrero de 2013 -------------------------------------------------------------- Natura: Un cuadro redondo de Georges Ward ‘To see a world in a grain of sand and a heaven in a wild flower, hold infinity in the palm of your hand and eternity in an hour’ (W. Blake, «Auguries of Innocence») Solo un pintor poeta como el visionario William Blake pudo afirmar que era posible ver un mundo en un grano de arena y el cielo en una flor silvestre, abarcar el infinito en la palma de la mano y la eternidad en una hora. Y esto es así porque solo los visionarios saben o intuyen que todo es signo de todo, que todo está regido por la analogía y que en lo particular habita lo general. Si la inmensidad del espacio se esconde en un grano de arena y la eternidad se muestra en una hora, es porque hay caminos que los unen. El universo es uno en su diversidad y quien es más capaz de descender a la contemplación y análisis de sus detalles, mejor se prepara para intentar comprender su totalidad. Todo está conectado y la vida cotidiana puede adquirir una dimensión mágica cuando se es capaz de descubrir lo infinito en lo finito, rasgando el velo de la realidad física para acercarnos a un mundo simbólico donde la razón y la imaginación caminan de la mano y no a la gresca. Estas son las conclusiones a las que he llegado tras examinar con cierto detenimiento el cuadro Natura de Georges Ward, que me ha traído el recuerdo de los versos de Blake, que sin duda expresan mucho mejor que mis palabras lo que quiero decir. En el acto de nombrar –y pintar es una forma de nombrar– el artista crea y toma posesión en su obra del Mundo, lo hace suyo y construye su mundo. Si guía la mano con destreza sobre el soporte y presiden su trabajo racionalidad e imaginación bien avenidas, al final, el cuadro se ofrece pleno, autosuficiente a los ojos del espectador. Redondo, diría yo, como sucede en Natura. Y así, la forma del cuadro no es un accidente, sino parte de su sustancia. Empieza entonces el momento del espectador que debe penetrar en ese mundo, ayudado por su razón y por su imaginación, para descubrir las claves del artista, sobre todo cuando se trata de una obra mayor en su trayectoria, de un cuadro donde ha luchado durante años para plasmar sintéticamente su visión del mundo. Y este es el caso de Natura. Contemplado junto a otros cuadros suyos se entienden bien sus interdependencias y que entre todos van conformando un sistema simbólico muy personal, nada ingenuo y que Natura presenta comprimido. Esto es así porque el pintor parte de un estudio de la Naturaleza consciente de que su enorme variedad está sometida a unas leyes cuyo sentido y funcionamiento razona hasta donde le es posible, supliendo con su intuición la insuficiencia de la razón. La entrega a este trabajo por parte de George Ward es morosa hasta la exasperación, porque sabe, que solamente conociendo a fondo el detalle, estará en disposición de comprender lo que tiene de proyección de la totalidad y debe contribuir a componer una representación profunda de esta. Son los pequeños detalles de esta multitud de seres los que abren la posibilidad de construir un mundo estrechamente trabado y significante. Las cifras apabullan: he contado unas doscientas setenta y cinco especies marinas, un centenar de seres invertebrados terrestres, insectos en su mayoría; cincuenta y ocho especies botánicas en la superficie con una brillante selección de flores de todo el planeta... Componen un todo pero sin perder nunca su singularidad. Y esto es posible porque cada una ha sido pintada con tanto detalle que es un microcosmos, que resume el macrocosmos. El cuadro resultante es un verdadero paraíso –el espectador debe recuperar la inocencia adánica para entrar en él- donde se conjugan componiendo un paisaje idílico los cuatro elementos: el aire inflamado por el sol, la tierra y el agua hermanadas en un ecosistema simbólico que se objetiva en un imaginario delta, donde conviven seres de los diversos lugares y climas del planeta. Al fondo y como horizonte, un tranquilo mar, flanqueado por una montaña blanca a la izquierda y otra azul a la derecha. En la pintura occidental son muchas las obras célebres que representan el paraíso como un jardín, pero no recuerdo haber visto nunca un jardín marino y terrestre como este. En el fondo del delta despliega una enciclopedia que fascina los ojos con su colorido y sus formas. En la superficie, los insectos y las flores han sustituido a los mamíferos –apenas encuentro un lemming de las praderas árticas–, pero no por ello resulta menos fascinante. Georges Ward hurga en lo pequeño para buscar lo grande. En unos pocos pájaros -un colibrí, un tucán, un quetzal, el martín pescador– recae la carga simbólica central, sobre todo en el último, eje central y fundamental de la pintura. Cose la tierra y el cielo sumergiéndose en las transparentes aguas del delta, revelándonos que igual de inmensas y misteriosas son las profundidades del cielo y las de las aguas. Fascinante inmersión la del martín pescador para atrapar una pequeña carpa blanca de apenas dos centímetros –símbolo del amor y la fidelidad en la cultura japonesa–, que hace que nuestra pintura espejee simbólicamente con uno de los cuadros más importantes de la pintura occidental: El cordero místico, de la catedral de Gante, pintado por los hermanos Hubert y Jan Van Eyck. También aquella pintura ofrece una compleja taracea simbólica, que se apoya en una representación fidelísima de lo más cercano –hasta 42 especies botánicas se han contabilizado en su tabla central– para hacer más misterioso si cabe su elevado mensaje simbólico: la ofrenda a Dios del Cordero como expiación de los pecados de la Humanidad. La pequeña carpa que va a ser sacrificada ocupa el lugar del cordero en la iconografía tradicional. Georges Ward –estamos en el dominio de las paradojas– aunque ofrece estos cientos de seres pintados con exquisita minucia no es un pintor naturalista, sino un pintor simbolista, porque se afana en descubrir detrás de las bellísimas apariencias, otras verdades aún más bellas y fascinantes. Es un pintor visionario y por ello dota de dimensiones trascendentes a lo natural. Lo anecdótico solo es una escalera que conduce a lo esencial. Y esto se advierte enseguida cuando se comprueba que no reproduce todos esos seres sometidos a una sino a varias escalas, jerarquizados no por su tamaño natural –igualados aparecen por poner un caso, la libélula y el pez espada simétricamente colocados– sino por el lugar que ocupan en la composición. No hay un único foco de luz, sino que esta es un magma vivo que multiplica los seres viniendo de todas las partes. El pintor ha construido Natura pensando más en las estructuras profundas de la Naturaleza que en manidas convenciones. Nada ha sido dejado al azar en la disposición del cuadro, en cuyo círculo se han inscrito formas armoniosas tan repetidas en la Naturaleza como el decágono, presente por ejemplo en el corte transversal del cromosoma humano y en un sin fin de elementos del planeta. Se han inscrito igualmente el pentágono y la espiral armónica de Alberto Durero para conseguir una proporción armónica, que responda a las formas armoniosas del mundo natural y a otras ideadas a lo largo de la historia para representar el Mundo. El resultado es una pintura armoniosa, que atrapa la atención del espectador tanto por lo representado como por la cuidadosa disposición de los elementos. Importa su eje central vertical ya comentado, pero una mirada más detenida va descubriendo toda una red de simetrías y oposiciones de los seres representados que se cargan de connotaciones simbólicas. La línea horizontal marcada por el corte del agua de la superficie del delta permite diferenciar lo aéreo de lo marino. Parcelado el círculo en cuatro trozos por estos ejes vertical y horizontal, se concretan más y mejor las simetrías y contraposiciones buscadas. Así, en los dos cuartos superiores forman simetrías contrapuestas la montaña blanca y las flores de gamas de color frías y lunares (a la izquierda), con la montaña azul y las flores más cálidas y solares (a la derecha). Y si se sigue indagando en los puntos fundamentales de las figuras poligonales inscritas, se aprecian en sus vértices también un buen número de figuras que refuerzan el carácter armónico del cuadro. El sol en el vértice superior contrapuesto al abismo del agua, puntos extremos del decágono: la luz frente a la sombra, lo cóncavo frente a lo convexo. Si se buscan otros vértices, se advertirá la oposición de la ipomea frente al ibisco, el azul frente al rojo con sus colores casi opuestos en la gama del círculo cromático. En otros vértices se descubren figuras de similares formas simétricamente colocadas como ocurre, pongo por caso, en la parte inferior entre los mejillones (izquierda) y en su punto opuesto la tellina radiata (derecha), ambos moluscos; o más abajo, entre la estrella de mar (izquierda) y el pulpo del arrecife australiano, hapalochlaena maculosa (a la derecha). Si la indagación continúa y se van buscando otros puntos privilegiados armónicamente en el interior del cuadro, se descubre el punto de arranque de su espiral creadora en centro del delta y en su desenvolvimiento el incuestionable protagonismo simbólico del martín pescador. La pintura adquiere una dimensión decorativa donde simetrías y repeticiones generan un discurso armónico que va envolviendo al espectador e integrándolo dentro de ella. Pintura y espectador se comunican, comulgan y la forma adquiere un valor sagrado. El espectador y la pintura giran juntos en la espiral del vivir, integrados y desintegrándose para fundirse serenamente. Y lo que comenzó como un repaso de seres llamativos por su colorido o por sus formas, se transforma en una indagación más profunda sobre las misteriosas pautas que rigen la existencia. El descubrimiento del cuadro es el descubrimiento de un mundo y una invitación a descubrir el Mundo. En Natura y en toda su pintura, Georges Ward enseña a ver, pero sobre todo a comprender que el planeta Tierra es un paraíso. El mensaje es claro: la Tierra es la morada del hombre y solo su ceguera explica que lo tenga tan descuidado. No hemos aprendido a pintarlo ni a nombrarlo con propiedad y por ello nos comportamos como intrusos en el paraíso. Lamentable huésped es aquel que no cuida la habitación que le ha sido ofrecida. En esta pintura es como si hubiéramos retrocedido a los tiempos de los miniaturistas medievales con su afán de inventariar lo creado. Paseo mis ojos por el cuadro como por un pergamino medieval miniado. Y cada vez descubro nuevos seres y nuevas armonías, microcosmos que forman parte de un armónico macrocosmos. Tiene su misma magia, produce la misma sensación de que el artista está inventariando el Mundo asombrado como si fuera el cronista de un milagro. Y lo cuenta con pelos y señales, para que a quien lo vea no le quede ninguna duda alguna de que es la narración de un prodigio. El arte es siempre mentira verdadera. En los casos más afortunados –Natura para mí lo es de forma excelente–con su sutil mentira muestra verdades incontestables: la misteriosa belleza del Mundo. Después de todo, la vida es camino y peregrinación y a lo largo del viaje, el peregrino va descubriendo la variedad inmensa del Mundo y tratando de encontrarle un sentido. Natura es una guía apropiada para ese ejercicio, más espiritual que físico. Si se lee bien y se lleva en la faltriquera –cercana al corazón–, después será más fácil que la belleza que nos rodea no pase desapercibida. Jesús Rubio Jiménez -------------------------------------------------------------- La Caja de las losas doradas Con pasos que apenas rozan el pavimento de losas doradas, mis pies van bajando a la caja de las mil rosas, las que guardan el perfecto aroma y los colores más metálicos... En la bajada, a ambos lados de mis tobillos, comienzan a surgir dos pares de alas y siento que voy en busca del rumor de bosques olvidados bañados de niebla dorada. Dentro del cubo, un pequeño colibrí de plumaje escarlata se posa en mi dedo índice y, a modo de consejero, me va mostrando los rincones de la maravillosa caja.
Me habla de océanos profundos donde viven sorprendentes corales, seres de delicada transparencia, anémonas, caballitos de mar... estrellas de la mañana que un día se precipitaron a un abismo de luz, para incendiar un corazón dormido. Nubes de algodón rosa rodean mi cabeza y me muestran los sueños de un hombre que habita en un jardín lleno de senderos de flores violetas, campánulas, paredes de acanto y mantos de aquilegias.
Sus ojos muestran el recuerdo azul de días de gloria y una corona de espigas de trigo ciñe su cabeza... al rodearlo puedo ver que porta un manto crepuscular, que abriga su espalda, los días de larga noche. En este jardín, el viento pasea ligero alejando todas las sombras y, a modo de heraldo, trae los mejores presagios. El lugar esconde el aroma de los tilos, la menta, la manzanilla, la hierba luisa y siento el ligero zumbido de insectos que se desvanecen en frenética carrera.
Veo un óculo que escapa al tiempo... o quizá el tiempo se ha enamorado de su forma circular, o tal vez haya quedado atrapado como un regalo dentro de su caja. Al subir las escaleras, el aroma de las flores silvestres pueblan mis zapatos; por vestido, llevo la alegría de las caléndulas... mi cabello se ilumina con la luz de las luciérnagas y mis bolsillos guardan el secreto sonido de las cigarras... Marisa Royo

 

 
Imágenes de la Exposición
Georges Ward

Entrada actualizada el el 13 feb de 2017

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