El lugar donde se crea una obra influye significativamente en su ritmo, estructura y contenido. Si ese lugar se ubica en el espacio no-físico del imaginario personal de Bruno Santín tenemos asociaciones de imágenes, colores y líneas que originan nuevas figuras, símbolos y alegorías. Estas aparecen superpuestas o unidas, aparentemente deslavazadas y en movimientos sinuosos. Este baile de signos crea analogías o simetrías con nuestro imaginario que, a cada estímulo de nuestra mirada, pierden y recobran el equilibrio.

Tal espacio surge pues del recogimiento intencionado ante lo cotidiano y desde lo cotidiano, en un mundo donde cada vez están más diluidas las fronteras, y las influencias se producen casi inconscientemente. Los intercambios, las contaminaciones de diseños, modas, culturas, no son más que el fluir de los sentimientos y emociones, del deseo de captar lo fugaz en pos de la utopía ... de lo perdurable. Tal empeño queda reflejado en cada obra donde se intensifica el contacto de recortes, de imágenes de seres y criaturas de diversa condición, de plantas, animales, números, ideogramas, colores y dibujos; retazos de olores, sabores, sonidos y silencios. Son pequeños refugios que recrean microcosmos donde sumergirse, donde pasear la mirada a través de las evocaciones de cada capa, de cada recorte, de cada sentimiento que se disfraza, enmascara, u oculta; o bien intenta llamar nuestra atención requiriendo sus contornos, dejándose entrever o clamando salir a la búsqueda de nuestra curiosidad. Una vez instalado allí, en el lugar donde se ordenan (o entremezclan) los recuerdos, topa en nuestra sensibilidad con las sugerencias de la poética visual de las múltiples combinatorias de textos figurativos y escritos; a veces flotando en lo exuberante -lo público-, otras mecido por lo sencillo y minimalista -lo íntimo-.