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El destino me ha reservado el privilegio de vivir en dos ciudades incomparables, La Coruña y Roma. Ambas gozan de una luz y de un color propios que las singularizan y embellecen en sus edificios, en sus arquitecturas pero, sobre todo, en sus cielos y sus horizontes. No pretendo comparar dos realidades que son distintas por sus dimensiones, por ... su historia y por su propia configuración como son la capital italiana y mi querida Marineda, la una mediterránea y la otra atlántica, pero unidas por la cromática de los crepúsculos romanos o de las puestas del sol coruñesas. Una y otra han sido pintadas, interpretadas y recreadas en todos los tiempos y en todos los estilos y escuelas artísticas, pero siempre con la dificultad de intentar captar y reproducir la luz de sus cielos, su luminosidad cambiante y, en definitiva una atmósfera que convierte en protagonista, en el caso de Roma, la visión estética de su monumentalidad única en el mundo y, en el caso de La Coruña, esa simbiosis difícil de lograr entre tierra y mar.

La pintura de Miguel Zelada recoge en su visión de La Coruña sobre todo los reflejos, los matices, los contrastes que el sol poniente va alumbrando sobre casas, monumentos y paisajes. Son las diversas horas del día, son las diferentes estaciones del año, son los cielos encapotados o el sol mortecino de nuestro Finisterre los que enmarcan los lugares y rincones que en una guía interminable de calles y plazas va creando el artista. A la luz se une una estética cubista que permite a Miguel descomponer las arquitecturas para a continuación acoplarlas en su propia interpretación, respetando los colores pero construyendo nuevas galerías, ángulos torcidos de campanarios, o de arcos que nos permiten gozar de una visión nueva de las marinas llenas de barcos, de las fachadas de nuestras iglesias o, simplemente, de los paisajes urbanos más conocidos de la monumentalidad coruñesa que sus cuadros van recogiendo.

Las pinturas que componen el catálogo de la presente exposición recogen una visión estética, creativa y singular que convierten sus cuadros en lo que siempre debe ser la interpretación personal de un artista, su propia visión, escapando de la mera reproducción fotográfica que se reduce a copiar simplemente lo que el ojo ve.

Cuadro tras cuadro conocemos de manera distinta las calles y plazas que diariamente paseamos sin que nos llamen la atención. Y lo más importante es que, al recrear y al interpretar, Miguel Zelada universaliza nuestra ciudad. La convierte en una obra de arte intemporal y con unas formas que huyen de localismos y consiguen esa trascendencia espacial que convierte a la pintura en arte, no por lo que reproduce sino por lo que el pintor nos dice, logrando por tanto universalizar sus escenarios.

El padre de Miguel fue buen amigo y compañero de mi padre y yo mantuve una relación intensa con él con ocasión de los primeros años de la democracia, cuando coincidimos en aquella etapa tan maravillosa como fue la elaboración de la Constitución Española y la puesta en marcha de la autonomía de Galicia, aventura en la que participamos, él en su condición de Senador real y yo como diputado a Cortes, integrados en la Asamblea de parlamentarios gallegos.

Su hijo Miguel me ha invitado muy generosamente a escribir este prólogo sabiendo que yo no soy ni un especialista, ni un crítico del arte, pero sí, al igual que él, un enamorado de nuestra querida ciudad de La Coruña.

Su generosidad me ha permitido, al ver sus cuadros, gozar en Roma del sentimiento de la nostalgia, del recuerdo y también del orgullo de compartir algo que todos sabemos: que La Coruña es una ciudad muy hermosa, pero que Miguel consigue hacerla todavía más bella, reflejando en su trabajo una capacidad inigualable para hacerla distinta recogiendo a la vez su esencia.

Nuestro común amigo, Luis María Caruncho, que sí sabe de arte, no como yo, dice que el trabajo de Zelada está realizado con amor y con parsimonia y nunca como una mera diversión. Eso se ve en las formas geométricas que en su pintura combinan el estilismo del cubismo con un trazo impresionista descompuesto que hace que nuestro Ayuntamiento o la fachada de San Jorge o el discurrir del tranvía o las galerías de las calles interiores conformen una estética que, además de su valor pictórico, yo calificaría de "coruñesismo" lo cual, dicho por mí, es el mayor elogio que puedo hacer de su obra.