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Las vivencias de un artista plástico, que medita en derredor de su entorno, son las esencias que fluyen en suspensión, próximas a la superficie del soporte, y que se van materializando al hilo de sus pensamientos en formas, contrastes, colores y matices.

La imagen de la obra se convierte en un reflejo de la biografía interna del pintor, que recoge conceptos de la existencia para transformarlos en una crónica vital, inmovilizada bajo una capa de barniz para la posteridad, como un insecto incrustado en un trozo de ámbar. Pero en el caso de este artista, el gris impone una cualidad que alude a la materia de los pensamientos, perfumada de sensaciones y palabras.

Desde el cubismo, el dadaísmo, el arte ... pop o el conceptual, las palabras y su elemento singular -la letra como icono- han ido asumiendo cierto protagonismo en la plástica, sin llegar a los ideogramas orientales, salvo en contadas ocasiones.

Para Rafael Martorell, la letra y su hermana mayor, la palabra, poseen el encanto de la evocación cercana a la realidad y la imagen sintética de las personas en el decurso de lo cotidiano. Son la imagen del sonido de la vida y la narración del acontecer que se hace visible entre planos de grises, blancos y negros, como despedida de un pasado sentido, testimonio de un presente huidizo y presagio de un devenir entre luces y sombras.

Si la poesía visual es un puente entre el grafismo y el verso, la prosa visual de Rafael Martorell -no exenta de poesía existencial y filosofía vital- es una simbiosis entre la plástica y el relato, entre la imagen pictórica y el cuaderno de campo de un artista envuelto en las circunstancias de lo que la vida nos ofrece a su paso, entre reflexiones y quehaceres.