Descripción de la Exposición En el diálogo inconcluso Maurice Blanchot interrumpe el peligro de una deriva infinita mediante una sentencia inapelable: El libro no es más que una estratagema a través de la cual la escritura se dirige hacia la ausencia del libro. La literatura como la más ruidosa aspiración a desaparecer. ¿Lo recuerdan?: la literatura como la enorme nube de polvo atizado por un rinoceronte, invisible tras la cortina gris que el propio animal levanta a su paso. Ese es el sentido último del texto literario y de todas las obras posibles: convertir el deseo mismo de no hacer en la única operativa legítima. A pesar de que abunden quienes pretenden leer las partículas de polvo. Esta suerte de imperativo estético se traduce en una contradicción órfica. El arte es el producto casi exhibicionista de su propia extensión constante, con la que pretende avanzar hasta su propio desaparecer. Acertar a decir el modo de callar es, en efecto, tan insensato como obsesionarse por ver lo invisible en cuanto invisible. Este es el inevitable fracaso del arte, ya sea en tanto que habla sobre lo innombrable, o como mirada depositada sobre aquello que ha de permanecer entre tinieblas. Su fracaso y, a pesar de todo, su última razón de ser. Perejaume, frente a un auditorio sordo y obstinado en mantener abierto el espectáculo, lleva ya mucho tiempo expresando esa doble encrucijada. Por un lado, desde principios de los noventa, no ha cesado de repetir la necesidad de despintar, de deshacer, de desdibujar y de devolver las palabras y las imágenes al lugar de sus cosas. Incluso nos propuso Dejar de hacer una exposición (MACBA, 1999) como única fórmula lícita de hacer algo con sus (las) obras. En cuanto a la inevitable naturaleza trágica que comporta esta contradicción, Perejaume la soporta abierta sin necesidad de ninguna solución dialéctica: Que extraño asunto haber abierto un taller entre los árboles! Por un lado demoro con mi actividad la ocupación forestal del espacio donde trabajo. Por el otro, incremento el número de árboles con los nuevos que configuro. Es difícil adivinar qué hago en el taller respecto de la actividad forestal: ¿Me aplico en favorecerla o me aplico en retrasarla? Cuando me pregunto qué me conduce a venir tantos días, ya no sé qué tiene más importancia. [Pagèsiques. Inédito] . No hay ninguna arbitrariedad al conducir la tensión entre extremos contradictorios hacia el interior de una floresta. Así como en Maurice Blanchot el fracaso estructural del arte podía encerrarse en la agotadora imposibilidad de construir una nada que habla; en Perejaume, el fracaso, el resultado de habitar una contradicción que se expande y crece imparable, ya no comporta un cierre sino que se traduce, por el contrario, en el aprendizaje que descansa sobre la estridencia de ese silencio, en la apertura hacia los modos de hacer de un arte general no humano. Es así como obrar árboles allí dónde ya los había puede resultar desalentador, pero en el interior mismo de esta soberbia, yace la posibilidad de alentar un estado de escucha, un superlativo grado de atención hacia la actividad del mundo. En otras palabras, así como Orfeo no podía traicionarse a sí mismo aún sabiendo cuan mortífera era su mirada, ahora es esa misma tensión que nace de un obrar sobre un claro del bosque lo que invoca cuan preciosos eran los árboles talados. El fracaso de un arte expandido sobre sus propias sombras -llámese el espacio literario o la polución provocada por el juego hermenéutico de una permanente puesta en juego- obliga a Maurice Blanchot a apelar al puro acontecimiento (il y a) que tendría en la noche su única detención y su lugar de descanso. En efecto, en la oscuridad de la noche todo desaparece por fin y se consuma la aparición de una ausencia. La consecuencia es tan mágica que ahora es Eurídice quien mira y salva así la contradicción de Orfeo; en la noche, así es, ya no miramos y acosamos sino que son las cosas quienes nos miran: La veille est anonyme. Il y a pas ma vigilance à la nuit, c'est la nuit elle-même qui veille. Ça veille. [De l?existence à l'existent. 1986] La noche silenciosa de Blanchot es, sin embargo, la antesala del insomnio. El lugar donde Orfeo resuelve su contradicción es allí donde sus ojos son entonces inútiles. Ojos (en)cerrados. En la noche de Blanchot, no hay lugar para el arte y ahí radica, precisamente, la posibilidad de que esa noche se convierta en un lugar de verdadero sosiego. Perejaume, sin embargo, sobre el aprendizaje alimentado en esa misma contradicción órfica, convierte la noche en el instante preciso de la visión más lúcida y completa. En Ram (2010) es donde su propio obrar -iluminar o configurar- se inserta en una arboleda que lo engulle; así como los destellos de la hoguera iluminan la fuente sin que se interrumpa el brotar del agua (Feia foc davant la font per veure com la font resplendia (2011). La cuestión entonces consiste en dilucidar dónde reside la verdadera experiencia trágica de mantener abiertos los extremos de la contradicción, en la oscuridad absoluta que la cancela o en este permanecer en acción, ojos abiertos de par en par, para ensayar un intento de silencio que convierta la noche, no en el momento donde callaría toda representación, sino en el instante naciente del encuentro de nuestra obra -la hoguera- con las voces, poderosas, de lo no humano. Los exvotos (Exvots, 2011) que reproducen piedras, cerros y troncos de alcornoque son, de forma literal, ofrendas para celebrar ese encuentro de hacedores, ese cruce entre nuestra inevitable actividad y la creatividad del mundo convertida en extensión infinita de nuestras propias extremidades. Es inevitable sucumbir a una capacidad infinita de producción, tan enorme como ingente es el deseo de ocultarse, detenerse y desaparecer; pero este exceso es también lo que nos instala en un mundo que vocifera lugares, que traza senderos, que sacude oleajes. El horizonte último del arte quizás no consista pues en alcanzar a acallarlo sino en hacer imposible que se distinga su habla de la música que percuten los frutos maduros (Percussió, 2008).
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