Una vez más, Araceli Carrión solicita nuestra mirada para que nos adentremos con ella en su mundo mágico en el que, enraizada en la modernidad, recoge con cuidado los restos insignificantes en los que no habríamos reparado si no fuera porque ella, con mano experta, los reelabora para formar un lenguaje artístico de donde emerge el mundo amable de una infancia acompañada de objetos cotidianos, objetos propios de mujeres ocupadas en sus menesteres de costura, cuya afabilidad no logra del todo hacer invisible eso otro que en la infancia también contiene: la intranquilizadora sexualidad, las caricias devenidas asfixia, la sangre perturbadora de la mujer, o esa otra escena en la que una mujer no es más que resto del abrazo de dos amantes. De esas fuentes se nutre la autora para entregarnos espléndidas composiciones en las que lo mejor de ellas es que nunca nos dejan indiferentes.