Hay algo magnético en los cuadros de Elías Peña que te invita a abandonarte al tiempo, al supremo placer de la contemplación, ese gran logro espiritual -quizá no hay otro mayor- que inventaron los griegos. Uno no se cansa de mirar, de descubrir, de dejarse llenar y rebosar por la realidad imaginaria que nos propone nuestro joven artista. Hay en estos cuadros una especie de realismo sugerido, porque es más lo que se nos sugiere que lo que se muestra. Los cuerpos, los objetos, nos revelan su naturaleza material, y la mirada atenta capta de inmediato su composición, su volumen, su densidad, su peso. Y, sin embargo, hay a la vez una levedad que los estiliza y difumina y que nos obliga a mirar más allá, a perdernos en la ensoñación, en el misterio último de las cosas. Realidad más sugerencia: lo que está ahí, y que ... vale por sí mismo, y aquello que aparece sólo entrevisto, que el ojo no alcanza a ver con nitidez, pero que el corazón presiente sin duda y sin error.

Encontrar el secreto encanto que hay en actos tan cotidianos como encender un cigarrillo, afeitarse, dormir, ver la televisión, o en objetos tan habituales como un espejo o un lavabo, o el mismo estudio del pintor Frances Bacon revuelto de enseres y colores (caos y armonía), y extraer, en definitiva, la belleza y la inquietante presencia de las cosas que nos rodean, está sólo al alcance de los artistas de verdad. Uno enseguida descubre al ver cualquiera de estos cuadros el don -tan raro y admirable- de saber identificar y cazar al vuelo lo esencial de las cosas, que es la cualidad más preciosa que nos ofrece el arte.

Mundo propio, potencia y novedad en la mirada, y destreza y talento para hacerlo presente en un lienzo, invitando así al espectador a perderse en el tiempo y en el viejo placer de la contemplación. Gracias, Elías, por ayudarnos a renovar el asombro ante el mundo, y a descubrir las cosas que creíamos ya vistas y sabidas.