Exposición en Miengo, Cantabria, España

"Tiempo de enánagos" de Emilia Trueba

Dónde:
Sala Robayera / Antiguas Escuelas de Cudón. Barrio El Castro, 36 / Miengo, Cantabria, España
Cuándo:
20 jul de 2019 - 25 ago de 2019
Inauguración:
20 jul de 2019 / 19:30
Horario:
Martes a sábados de 19 a 21 horas. Domingos de 12 a 14 horas
Organizada por:
Artistas participantes:
Descripción de la Exposición
EMILIA TRUEBA LANZA UN MANIFIESTO ECOLOGISTA EN “TIEMPO DE ENÁNAGOS”, LA NUEVA CITA EXPOSITIVA EN LA SALA ROBAYERA Emilia Trueba es la protagonista de la nueva cita expositiva en la Sala Robayera de Miengo, que se inaugura el sábado 20 de julio de 2019, a las 19:30 horas, con el apoyo institucional del Ayuntamiento de Miengo y la Consejería de Cultura, Educación y Deporte del Gobierno de Cantabria. La muestra, que lleva por título “Tiempo de enánagos”, acoge su último proyecto, protagonizado por una gran instalación escultórica de madera acompañada de una serie de acuarelas, fotografías y una videoproyección donde la artista ofrece una reflexión sobre la ecología profunda. La instalación “Puertas” está compuesta por una serie de marcos de madera engarzados unos con otros que, como una planta invasora, ocupan el espacio expositivo desbordándose por la pared. Esta pieza de gran formato se encuentra acompañada de una selección de sus últimas ... fotografías y una videoproyección que muestran diferentes perspectivas de un reducto de robledales que resisten en una zona de Cantabria donde, como en tantas otras, el eucalipto ha acabado desplazando al árbol autóctono. Su propósito es el registro de instantes efímeros (la luz, las ramas, las hojas, la vida del propio bosque, el sonido del agua...), tomando como punto de partida el roble, un árbol de crecimiento lento que ya fue sagrado para los celtas y se encuentra ligado a una determinada concepción del tiempo, tal como apunta el epígrafe que encabeza la exposición. La muestra se completa con la serie de acuarelas “Las efímeras”, donde la escultora expresa su cercanía a la naturaleza recurriendo al gesto abstracto, cargado resonancias orgánicas y profundamente simbólicas, que contrasta y a la vez establece un diálogo con la acusada geometría de los marcos que vertebran la instalación escultórica. La artista parte de un discurso estético donde el registro multidisciplinar del bosque de robles, que en sí mismo constituye una auténtica fusión de vida y escultura, le permite trasladar la naturaleza a un contexto diferente. Su objetivo es ofrecer un manifiesto ecologista presidido por una mirada desesperada sobre la necesidad de conservación de nuestro ecosistema. Se trata, en suma de recuperar la magia y la capacidad de encantamiento “a fuerza de perfección formal, algo de serendipia y mucho de sabio desencanto”, tal como apunta la filósofa Patricia Manrique en el texto que acompaña la exposición. Sus puertas de madera y vacío “expresan el espaciamiento, clave de la diferencia, más que la estabilidad que imprime la identidad” para volver a situar la vida natural en el centro, protegiendo lo íntimo tanto como abriéndose a lo común y sugiriendo sentidos que nos invitan al compromiso y a la cada vez más urgente necesidad de respetar, cuidar y defender la vida. Emilia Trueba se forma de manera autodidacta, profundizando en el conocimiento de la escultura y el dibujo. Entre 1979 y 1983 aprende técnicas de fundición en bronce y modelado en poliéster. Asimismo, practica con el grabado y asiste a diversos talleres de fotografía y vídeo. Su trayectoria expositiva arranca en 1982 cuando comienza a participar en proyectos de carácter colectivo en diferentes espacios de Cantabria y Madrid, realizando su primera muestra individual en 1987 en la Sala María Blanchard de Santander, donde presenta esculturas de hormigón de gran formato que, más adelante, darán paso a proyectos de carácter instalativo. Ha sido reconocida con el Primer Premio de Escultura de la Diputación Regional de Cantabria en 1985 y con el accésit del Premio de Artes Plásticas del Gobierno de Cantabria en 2017. Su obra forma parte de los fondos de colecciones como la del MAS, el Puerto de Santander, el Colegio Oficial de Arquitectos de Cantabria, la Fundación Caja Cantabria o la Colección Norte del Gobierno de Cantabria. -------------------------------------- TEXTOS DEL CATÁLOGO: UN CANTO A LOS VALORES DE LA TIERRA Patricia Manrique «No cómo sea el mundo es lo místico, sino que sea» Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus 1. Un gri-gri en la sala. Pongamos que en la Sala Robayera hay un gri-gri de nombre «Puertas». «Gri-gri» es la denominación que reciben en el África occidental los objetos utilizados como amuleto-talismán, cuya magia protege del mal. Nuestro gri-gri tiene un lugar central en la instalación de Emilia Trueba, «Tiempo de enánagos», pero su posición no es directiva ni autocentrada sino que, más bien, supone la apertura de líneas de fuga que apuntan, dándole espacio, a la naturaleza... Esa es su magia, tal es su encanto, así nos protege del mal de un mundo antropocéntrico que destruye el planeta que lo alberga. Sus puertas de madera y vacío, de sombra y luz, de cierre y paso, invitan a la inmersión en la naturaleza, protegen lo íntimo tanto como abren a lo común, se desparraman caóticas y exceden su espacio, incorrectas e incorregibles pese a su corrección formal. «Los dioses han huido», sentencia Hölderlin; «No solo han huido los dioses y el Dios, sino que en la historia universal se ha apartado el esplendor de la divinidad», apunta Heidegger en su Caminos de bosque, y finaliza su presencia pública —en su última entrevista—con un «Solo un dios puede salvarnos». Porque el mundo se ha endurecido, ha perdido ser, se ha entificado, ha sido cosificado y vaciado. La circulación del sentido, artífice de la pluralidad, se solidifica, se coagula, se convierte en dirección, en discurso monológico, de la mano de dispositivos neoliberales de dominio de la naturaleza y control social, de despojo y rapiña de lo vivo, que interrumpen tanto la libertad de la singularidad como el temblor de/en lo común. A base de prótesis existenciales y dispositivos anti-naturaleza, del iPhone al centro comercial o la autopista, se interrumpe la libre puesta en juego de la vida, con su placer y su peligro, se niega, una y otra vez, el hecho gozoso de una naturaleza indomable, de una realidad que se quiebra y, con ello, abre la posibilidad de que nazcan mundos, nuevos sentidos. A fuerza de escondernos tras la representación, hemos ahogado la presencia y la ausencia, hemos perdido la capacidad de reaccionar, de ek-xistir, de estar vivos... Hemos perdido el encanto. Sin embargo, aún somos capaces de magia, de encantarnos con el mundo. Y hay magia, por ejemplo, en abrir puertas desde el arte, puertas, como las que presenta Emilia Trueba, por las que salen y entran las ideas, labradas por la competición virtuosa entre la materia y el pensamiento, que expresan el espaciamiento, clave de la diferencia, más que la estabilidad que imprime la identidad. Puertas para salirse de quicio, para hacer algo singular, para sentirse y sentir, para penetrar y para escaparse, para abrir la atención, exponerse, pensar nuestra situación como especie, parte responsable de un planeta herido de muerte, y tratar de cerrar las heridas. Necesitamos puertas como pastillas rojas que nos muestren Matrix, que nos permitan renunciar al «derecho a la ausencia» (Tiqqun), al derecho a vivir insensibilizados, ese que compramos cuando asumimos sin cuestionamiento los hábitos de vida de un mundo inhabitable, cuando seguimos la senda de la destrucción planetaria y de la pérdida de dignidad humana sin cuestionar el credo neoliberal, esta última ideología del capitalismo tan nefasta para todo lo que importa, para todo lo común. Porque caminando en el desierto, surgen pasos nuevos, muchos de ellos aprendidos de culturas minorizadas, que nos traen indicios de esos nuevos encantamientos: desde el Sur Global, desde el polo rural, desde la mirada femenina y feminista... registros de pensamiento afirmativo y protector de la propia vida, llámesele arte o gri-gri, cuidados, dignidad de la interdependencia, valor de lo común, reconocimiento de la vulnerabilidad, asunción de la finitud... Son nuevas formas de vida que se abren paso. Y, así, en la sala de arte hoy cabe el gri-gri, parido con dolor por una chamana artesana, que trata de protegernos y protegerse de la condición necrófila de nuestra cultura y sociedad. Una instalación, una obra de arte que, por fortuna, como otras, tal vez como todas aquellas que son honestas, es una invitación a mirarse cuando se la mira, a sacarse del culo el palo de la crítica elitista y a menudo mercantil así como la obsesión por el significado, dado que aspira a devenir cachivache mágico habitado de jùjú, de propiedades mágicas, de capacidad de encantamiento gestada a fuerza de perfección formal, algo de serendipia y mucho sabio desencanto. Desde su rotunda honestidad aspira a comunicar, cuando menos, una intensidad, un sentido, un mundo. 2. Comprometerse con la (co)existencia. Tal vez solo la vuelta de lo sagrado, solo aquellos encantamientos del mundo que restauren el respeto a lo que nos rodea, puedan salvarnos. En el arte y la política, en el pensamiento y los oficios, en el gesto colectivo y en el íntimo y cotidiano. En un universo polimorfo, el universo del compromiso con la existencia, hay formas de vida que abren puertas a nuevos modos de habitar: con atención, con tiempo, dando espacio, con cuidados. Porque pese al ambiente apocalíptico —que beneficia al «No hay alternativas»— disponemos de las potencias creativas para elaborar y gozar, para construir dispositivos singulares y biocentrados, como cada una de las piezas que componen «Tiempo de enánagos». En esta instalación, las piezas colocan la vida natural en el centro, sugiriendo sentidos que son agua limpia, evocando mundos en los que la naturaleza y el ser humano —también naturaleza— se comunican en su mero comparecer como lo hacen los robles, la luz, la sala de arte, el riachuelo, los sonidos naturales, la voz humana... y los ancestros que nos recuerdan la misión sagrada de cuidar la vida para quienes llegarán detrás. El concepto del pueblo jotï de la Amazonía venezolana jkyo jkwainï resume bien esta ecosofía: «Respetar, cuidar y amar todo lo que nos rodea por la conciencia de la interdependencia». «Belleza por sí misma», dice Emilia en su mirada al mundo natural, «tejida de instantes que nos abren la posibilidad de reconciliación con la vida». Toda la instalación es un canto a la naturaleza, como renglón de un manifiesto en el Antropoceno, contra el Antropoceno. La instalación escultórica, las fotografías, las acuarelas, el vídeo son variaciones de una lucha acuerpada de la artista en defensa de la vida, de los árboles a la descendencia, del agua que corre a la comprensión y acompañamiento de la vejez de las personas mayores, del reconocimiento de la vulnerabilidad y la interdependencia que nos definen al dolor de no encontrar el espacio de compromiso apropiado. Pero ¿es que existe un lugar apropiado para el compromiso? O, mejor, ¿es que hay, acaso, un lugar que no sea de compromiso? El com-promiso, la promesa —per se performativa, generadora de realidad— de venerar el cum que nos constituye, la coexistencia que enlaza a seres humanos, animales, plantas, zapatos y signos, no puede ser una actividad residual o anecdótica, algo artificialmente injertado; solo puede ser pensado así en un mundo individualista que olvida que nuestro ser es coexistir, estar expuestos, comunicarnos, afectarnos... comprometernos. No es ni debe ser el coto cerrado de eso que denominamos «activistas» sino una forma de vida, en infinitas variaciones, que reconozca que somos communitas, esto es, común munus, recíproca obligación en ese común sensible que no se deja apresar en «ismos», que nos atañe por su cualidad ontológica, no solo política. 3. Artemisa en el tiempo del Sumak Kawsay. Somos producto de un pensamiento, sobre todo moderno y contemporáneo marcado por el prometeísmo, por esa concepción que considera al ser humano no solo como centro de todo, sino como ser omnipotente y autosuficiente cuyo destino es el dominio. Una ideología clasista, racista, patriarcal, colonial, edadista y capacitista que, aliada con una tecnociencia violenta con el planeta y con las demás especies, nos ha conducido al borde del colapso. El titán tecno-capitalista, Prometeo, se ha revelado como un monstruo depredador. Pero los helenos tenían una diosa, Artemisa, que expresaba la consciencia del pueblo griego del vínculo entre todo lo que existe, no siendo el ser humano sino parte de la naturaleza. Artemisa, hija de Zeus y Leto, hermana de Apolo, era la diosa protectora de la fuerza vegetativa, con poder sobre los árboles y las aguas, cuidadora de los bosques y los animales silvestres, e implacable con sus flechas contra cualquier agresión. Quizá se esté abriendo paso, al fin, el tiempo de Artemisa de la mano de la ecología, la economía social, el feminismo, la teoría del decrecimiento... Quizá seamos, al fin, conscientes, de la necesidad de «construir, habitar y pensar» (Heidegger) un mundo menos androcéntrico y más biocéntrico, que enmiende los errores del humanismo moderno. Tal vez haya llegado el tiempo en que seamos capaces de atender a la finitud del planeta y la variable tiempo, de redimensionar el mundo y sus ritmos, y de comprender la imposibilidad de mantener el ritmo desmesurado del capitalismo contemporáneo, del neoliberalismo inhumano. ¿Cómo y quién llevará a cabo este cambio? Solo impugnaremos el individualismo dominador prometeico en comunidad, humana y natural. La virilidad prometeica expresada en el «sujeto», trasunto metafísico del «individuo», se cree artífice de todo lo existente, como si la naturaleza fuera un merco marco o decorado. Sin embargo, hoy miradas y voces —como la de Emilia Trueba—, a menudo heterogéneas al pensamiento hegemónico, resaltan la importancia de la naturaleza y la lucha por su respeto, cuidado y defensa: su protagonismo. Un reciente manifiesto de las comunidades del consejo regional indígena del Cauca (Colombia), uno de tantas pequeñas y grandes luchas, nos recuerda que la madre Tierra, aún esclavizada y enferma, está por encima de todos nuestros intentos, incluso por liberarla: «El sujeto de la revolución es una sujeta: Uma Kiwe liberándose. Nosotras, nosotros, las luchas, pues, venimos siendo el ‘frente humano’. Hay también el frente de las bacterias, de los hongos, de los artrópodos, felinos, árboles, aguas... La Madre Tierra tiene más frentes que todas las guerrillas de la historia humana juntas». «He ali‘i ka ‘āina, he kauwa ke kanaka», «la tierra es el jefe, la humanidad su sirviente», dice un proverbio hawaiano. Y el encantamiento, la magia de «Puertas» —nuestro gri-gri—, consiste en componer un canto a la coexistencia de la belleza formal, representada por la composición escultórica, con la propia belleza natural y salvaje, recogida en el vídeo «Tiempo de enánagos», las fotografías de los jóvenes robles y las resonancias orgánicas de la serie de acuarelas —«Las efímeras»—. Lo sagrado que puede salvarnos no es un ser trascendente, una Verdad, ni un principio absoluto extramundano: es el respeto por la dignidad de todo lo que existe, por la magia y el misterio de la relación de todo con todo, fuente de la que manan los sentidos... Hacer justicia a los valores de la tierra que reivindicó Nietzsche. Muerto Dios, apertura a la vida y su magia. El tiempo de los valores de la tierra, de los cuidados y la lucha de Artemisa es, así, el tiempo del Sumak Kawsay (buen vivir) kichwa, del cuidado de la Madre Tierra: Uma Kiwe en nasa, Ñuke Mapu para los mapuches, Meyedobo para los ngobe bugle, Qutamam (Madreagua) para los urus, Elohehe para los cherokee, Odùa-IlèÀiyé para los yoruba... De ella nace toda magia. -------------------------------------- HIC SUNT DRACONES Domingo Campillo Desde los primeros viajes a los confines, el ser humano ha pretendido representar el mundo descubierto de forma que transcendiese lo interpuesto a través de las descripciones lingüísticas de los lugares, concibiendo un modelo representacional que entregaba un conciso relato visual del territorio recorrido: el mapa. A partir de las sucesivas incursiones sobre lo ya andado y de las nuevas vías transitadas se fueron ratificando, reelaborando y configurando los conocimientos adquiridos en un continuo proceso de apropiación del territorio. La sistematización de las exploraciones sobre lo descubierto se manifestó en las rutas marcadas como vías útiles y trayectos previsibles. Sin embargo, los pasos dados y dibujados que estructuraban los territorios que paulatinamente se iban conociendo no aseguraban al lector de esos mapas ni un tránsito aséptico ni una ausencia de encrucijadas; ni alejaban el temor desconocido ante los pasos subsiguientes ya previstos pero aún no dados, pues la ocupación y la toma en consideración del territorio son simultáneas al descubrimiento mismo que se realiza en cada paso. El registro, el reconocimiento del suelo pisado, se realiza en el siguiente al que estamos dando en ese justo tiempo. Los pasos sucesivos siempre serán presumibles y variarán en función de todos los pasos precedentes. Los primeros cartógrafos quisieron aliviar el temor hacia esos espacios inexplorados mediante etiquetas que informaban, al menos, de la incertitud de un tránsito diáfano y fuera de peligros conocidos. El cruce de las lindes marcadas en el papel suponía que cualquier contingencia pasaba a ser una cuestión de suposiciones, y estas habilitaban a un mundo de seres imaginarios, habitualmente de carácter monstruoso, que fluían entre los levantamientos y las representaciones de los territorios dominados. Una de esas regiones se encuentra indicada en el Globo de Hunt-Lenox (1507) —uno de los globos terráqueos más antiguo que se conoce— y en el que aparece la inscripción HC SVNT DRACONES (Aquí hay dragones), frase que ha sido tomada como señal de aviso de territorio inexplorado y peligroso. Pero ya no quedan territorios que estén dibujados en el mapa con la leyenda «tierra desconocida» —la Terra Incognita de los antiguos— ni con inscripciones que prevengan de la existencia de dragones. Todo territorio ya está nombrado, habilitado y acotado. Como un preciso entómologo que clava con alfileres el insecto a la tabla, el cartógrafo recorre y extiende las líneas que delimitan un territorio, concede continuidad a los cruces de caminos y enseña las formas de los continentes. Como el primero decapita la intensidad del vuelo de una mariposa para siempre, el segundo instaura el sesgo de la representación cartográfica e indica la extensión de las provincias o la situación de las fronteras. El cartógrafo, como científico exacto, estimula el descrédito de la insensatez de un viaje sin mapa y de la ineficacia de la supresión del objetivo de la vuelta para contarlo; formaliza la mutilación de lo excéntrico y lo inefable, exterminando el brillo exiguo de lo posible. En ambos, el sacrificio del movimiento a cambio del dominio: «para que la entomología viva es necesario que muera su objeto —dice Baudrillard—. Y este se venga muriendo de haber sido descubierto y su muerte es un desafío para la ciencia que quiere aprehenderlo». Hoy es posible afirmar que no existen territorios desconocidos habitados por dragones. Los procesos de socialización y ordenación de los espacios naturales han facilitado una relación con el medio que invitan a habitarlos sin riesgos: lugares acotados, señalizados y amueblados para un contacto con la naturaleza sin incomodidades y sin peligros. Espacios preelaborados donde con una indicación se solicita y se invita a una estancia estática sin traspasar la valla. Espacios vetados al libre vagar e instituidos para no perder el tiempo. La apropiación es momentánea y la experiencia malinterpretada y falsa. No se diferencian las huellas anteriores de las huellas dejadas, ni se podrán ver las siguientes. Un lugar que asegura y libera de preguntas innecesarias. Espacios que no se descubren sino que se ofrecen, se exponen, están disponibles y una vez utilizados se abandonan: el uso no hace más que fundar el sentido. En la actualidad, los límites de la representación cartográfica quedan fijados por la capacidad de procesamiento de los equipos informáticos con los que se puede visualizar a través de aplicaciones específicas cualquier región del mundo, y también por la distorsión interesada de determinadas zonas forzada por intereses geopolíticos. En este sentido, y sin menoscabo de la eficacia de estos dispositivos para encontrar caminos y llegadas, la utilidad contradictoria de la visibilidad total del orbe subsume al individuo en la utopía del conocimiento absoluto desde el estatismo generando, sin duda, un tipo de saber en diferido e inabarcable. Imágenes miradas y desgajadas de un territorio incierto que suponen la configuración de un territorio fragmentado para ser ordenado y poseído fotograma a fotograma y en las que no pueden asomar referencias de agenciamiento ni hitos que dirijan la orientación del trayecto. Pero aunque desplazarse con los pasos no certifica la apropiación y el dominio del territorio en conformidad con las normas subsidiarias de progreso prevalentes, manifiesta la posibilidad de no dejar atrás posibles nodos de establecimiento que un medio mecánico, más veloz, no dejaría discernir. En este sentido, desde un posicionamiento irreconciliable con la corriente positivista de la época y vinculado con una concepción naturalista del mundo, Thoreau afirmaba: [...] hay quien no camina nada; otros, lo hacen por carreteras; unos pocos atraviesan fincas. Las carreteras se han hecho para los caballos y los hombres de negocio. Yo viajo por ellas relativamente poco, porque no tengo prisa en llegar a ninguna venta, tienda, cuadra de alquiler o almacén al que me lleven. Pero no parecen tiempos propicios para esta tesitura; aunque la reivindicación debiera obtener resultados necesarios y urgentes, al menos desde la perspectiva infinitésima de cada individuo en relación con el global de la Humanidad. Lejos de las grandes extensiones cartografiadas, por tanto, la revisión y el conocimiento del territorio deben reconsiderarse desde la apropiación del mismo hollado con los pasos, disponiendo encrucijadas de caminos como puntos reconocibles para volver y dejando solo las huellas de nuestros pasos y, como dice Hamish Fulton, «solo tomando fotos». La supresión de las referencias cotidianas implica recomponer los mapas habilitados para la conclusión del trayecto y estimula a la existencia de múltiples encaminamientos. De este modo, el acto de recorrer los territorios deviene en resolución de la duda, en explicación y comprobación in situ de lo imprevisto, construyéndose un atlas privado donde se anotan las referencias propias asumidas por cada individuo y que le permiten establecerse o desplazarse como miembro del grupo social. Se le podría catalogar dentro de una colección de mapas inmateriales, de los volubles y blandos; del tipo de mapas que se construyen y reconfiguran sin borrar el trazo anterior y cuya delineación de bordes, caminos y campos se inscriben a la vez que se descubren. Un documento que acogería lo posible como acción que produce conocimiento y estimulación para crearlo, en contra de los mapas certificados que solo reflejan la imposibilidad de tomar otro camino que no sea el dibujado dentro de sus bordes; y se podrían indicar los espacios donde habitan dragones —pura expiación de temores— aunque ya no tengan patas.

 

 
Imágenes de la Exposición
Emilia Trueba. Tiempo de enánagos — Cortesía de la Sala Robayera de Cudón-Miengo (Cantabria)

Entrada actualizada el el 12 sep de 2022

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