Crítica 01 abr de 2025
POR MARISOL SALANOVA BRUGUERA
Vista general de la exposición «Valencia en el alma de los artistas. Artistas valencianos en la Colección Carmen Thyssen». Centro del Carmen, Valencia, España, 2025. Imagen cortesía del Centro del Carmen
Marisol Salanova analiza cómo la muestra «Valencia en el alma de los artistas» intenta reinventar el formato inmersivo: la propuesta digital del artista Chema Siscar dialoga con la pintura valenciana sin eclipsarla, generando una experiencia híbrida que amplía la percepción del arte. Despertando debates sobre el futuro de la museografía, Salanova se pregunta si la tecnología puede enriquecer —sin banalizar— la contemplación tradicional.
Las exposiciones inmersivas han proliferado en los últimos años, a menudo con resultados decepcionantes. Muchas de ellas se limitan a proyectar imágenes de obras icónicas sobre paredes y suelos, distorsionando sus dimensiones y colores sin aportar una verdadera profundidad artística. En ese contexto, la exposición Valencia en el alma de los artistas. Artistas valencianos en la Colección Carmen Thyssen, que se puede visitar en el Centro del Carmen de Valencia hasta el 29 de junio de 2025, supone un giro interesante. En ella, la parte digital no es una mera reinterpretación de cuadros célebres, sino una creación original del artista Chema Siscar, quien transforma el espacio expositivo en un auténtico laboratorio de luz y movimiento. En vez de reproducir mecánicamente, el proyecto establece un diálogo entre la tradición pictórica y las herramientas tecnológicas contemporáneas, con un resultado sorprendente.
La exposición reúne obras de grandes maestros valencianos de los siglos XIX y XX, como Joaquín Sorolla, Ignacio Pinazo, Cecilio Pla o Antonio Muñoz Degrain, combinándolas con la propuesta inmersiva de Siscar. Este último articula su intervención en torno a tres elementos esenciales en la iconografía de la ciudad: el mar, la urbe y la geometría. La luz y el color, protagonistas en la pintura valenciana, se reinterpretan en un formato audiovisual que refuerza su impacto emocional. Es especialmente interesante cómo la instalación no eclipsa las pinturas, sino que, en ciertos momentos, las potencia. Cuando las luces de la parte digital se apagan por unos segundos, dejando paso únicamente a la iluminación sobre los cuadros, se produce un efecto pantalla sorprendente, como si la propia pintura brillara con más intensidad. Esta transición genera una atmósfera de túnel del tiempo, transportando al visitante a una especie de lugar sagrado donde el arte de distintas épocas convive en armonía.
El acierto de este enfoque radica en su capacidad de conectar sensibilidades. Para quienes disfrutan de la pintura en su estado más puro, las obras están ahí, intactas y con su carga emocional original. Para quienes buscan nuevas experiencias sensoriales, la instalación digital les ofrece un estímulo inmersivo que amplifica la percepción del conjunto. Sin embargo, este tipo de propuestas pueden resultar demasiado efectistas para los espectadores más puristas, que podrían considerar que el uso de videoproyecciones distrae o resta protagonismo a las piezas originales. En cualquier caso, no cabe duda de que la combinación de ambas técnicas aporta una experiencia híbrida que puede generar nuevas formas de acercarse al arte.
En este sentido, la muestra plantea una cuestión clave en el debate sobre la museografía contemporánea: ¿cómo lograr que la tecnología sume sin restar? La convivencia de formatos es una oportunidad, pero también un reto. No se trata de sustituir las técnicas tradicionales, sino de integrarlas de manera respetuosa, permitiendo que cada lenguaje conserve su esencia y su poder narrativo.
No todo funciona con precisión en esta curiosa propuesta. La selección de artistas en la parte pictórica es desigual, y la inclusión del artista Antonio de Felipe con Carmen Thyssen-Bornemisza en blanco y negro y California Dreams II rompe con el tono general de la muestra. Si bien su obra pop añade un matiz contemporáneo, la conexión con el resto de la exposición resulta forzada. En lugar de integrarse en el diálogo que se da entre el siglo XIX y el arte digital, estas piezas parecen un apunte al margen, una concesión a la diversidad más que un elemento que realmente enriquezca la narrativa.
Lo que hace especial esta exposición es su capacidad para generar una impresión duradera. Mientras que algunas experiencias inmersivas se olvidan en cuanto se sale de la sala, aquí el visitante se lleva consigo una sensación de viaje entre tiempos y estilos, de haber participado en una especie de ceremonia artística. Hay quienes pueden encontrarlo hipnótico, mientras que otros simplemente se dejarán sorprender por la convivencia de técnicas que, lejos de entrar en conflicto, demuestran que el arte sigue siendo un territorio de exploración infinita.
Las preguntas se multiplican al abandonar la sala. Ojo, pues con frecuencia son más pertinentes aquellos eventos que nos suscitan preguntas clave que los que tratan de ofrecer respuestas rápidas. Por ejemplo: ¿Es posible que el arte digital y la pintura tradicional puedan convivir sin que uno se imponga sobre el otro, o estamos ante una lucha por el protagonismo en el espacio expositivo? ¿Es el impacto sensorial de las instalaciones inmersivas una forma legítima de experimentar el arte o un recurso efectista que distrae de la profundidad de las obras pictóricas? ¿Estamos ante una evolución natural de la experiencia artística o ante una tendencia que, en su espectacularidad, corre el riesgo de banalizar la contemplación pausada que requiere la pintura?
En exposiciones como esta, donde la luz, el color y el movimiento generados digitalmente transforman la percepción del entorno, se plantea una cuestión fundamental que probablemente sea la definitiva: ¿puede la tecnología ser un vehículo para intensificar la conexión con la pintura o inevitablemente impone su propio protagonismo? Hay quienes encuentran en estas experiencias una nueva dimensión estética, una puerta de entrada para públicos que, de otro modo, no se sentirían atraídos por la pintura tradicional. Otros, en cambio, ven un peligro en esta fascinación por lo inmediato, por el asombro instantáneo que desplaza la mirada analítica.
Tal vez debiéramos aspirar al equilibro, a que estos lenguajes coexistan sin que uno opaque al otro, permitiendo que el arte digital aporte algo único sin restarle relevancia a lo pictórico. Sin duda, necesitamos seguir indagando en el significado de ambas formas.
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