Exposición en Bilbao, Vizcaya, España

65.612gr

Dónde:
Fundación BilbaoArte Fundazioa / Urazurrutia, 32 / Bilbao, Vizcaya, España
Cuándo:
21 jun de 2013 - 12 jul de 2013
Inauguración:
21 jun de 2013
Artistas participantes:
Descripción de la Exposición

Carlos García Peláez es un pintor que últimamente ha dejado de hacer cuadros. En lugar de eso, extiende los colores de acrílico en capas sucesivas, pero no los limita al marco histórico y legitimador del rectángulo pictórico, sino que los sitúa libres en el espacio, como una piel que ha perdido el sustento del esqueleto. El resultado es un cuerpo quizás más endeble, pero definitivamente libre. Ya que el lienzo sobre bastidor es el espacio de la representación, cualquier actividad realizada en su entorno, aún siendo eminentemente física y material, adquiere inevitablemente una componente ficcional, ligada a una tradición y a unos usos regulados de la representación pictórica. En la serie de objetos pictóricos que presenta en esta exposición de Bilbao Arte, el color puro se ha desligado del lienzo como soporte y del marco como frontera. Se sustenta a sí mismo, como un milagro racional y ... cercano. Y el conjunto de las innumerables capas de color, crecidas de dentro afuera, como los anillos de un árbol, cuelga hacia el suelo como ropa limpia en un tendedero. Es cierto que los cuadros también comparten el mundo con el resto de nuestros objetos -con la ropa colgada, por ejemplo- pero también que son ajenos a él, puesto que están tejidos en la urdimbre de la ficción. Al contrario, en estos objetos, que el artista define por su peso en pintura y que luego señala (entre paréntesis) como referencias a un objeto próximo -salvavidas, bolsa de basura, patatas, chapa smile, paracaídas- el mecanismo de la representación se ha desviado de su contenido ficcional y de la distancia referencial para centrarse en el contacto físico con el modelo, una distancia cero entre modelo e imagen cuyo mecanismo ha dejado de ser simbólico para convertirse en índice, en huella. En este contacto entre pintura y referente queda abolida la representación, sustituida por la presencia. Y es esto lo que seguramente fascinará a cualquiera que tenga ocasión de contemplar 2 kilos de acrílico (salvavidas) o el inquietante 2500 gramos de acrílico (corner): cuerpos presentes, cercanos, reconocibles, táctiles; construidos sin embargo con la carne de la ficción pictórica.

 

Pero este encuentro fuera del marco es sólo una parte de su depósito poético. El formalismo subrayará en el carácter «experimental» de estos objetos y, cómo no, su carácter «procesual», buscando la satisfacción de las expectativas sobre el trabajo de Carlos García Peláez más en los aspectos lingüísticos de su trabajo -supresión del soporte, del marco y del bastidor- que en la verdadera aparición del objeto pintura. Más en el discurso experimentador que en los resultados obtenidos con su experimentación, lo cual no deja de ser una perversión. Pero este enfoque no hace justicia a su trabajo, y sobre todo, priva de complejidad a estos objetos pobres y lujosos suspendidos de la pared.

 

Estos artefactos pictóricos que desafían la condición homogénea de la pintura, dispositivos híbridos entre lo plano y lo corpóreo, no pretenden aparecer como un enésima especulación formalista. Muy al contrario. Hay dos elementos que los alejan de aquellas investigaciones y los acercan a nuestra experiencia: el primero es el tema asociado a estos iconos cromáticos, que proponen su dimensión narrativa, un relato congelado y fragmentado, pero por ello mismo cargado de alta temperatura metafórica. Son piezas figurativas no sólo por su corporeidad pictórica, sino también porque muestran la rotundidad de un objeto aislado con el que han mantenido un contacto. El pop nos acostumbró hace décadas a la presencia aislada de objetos cercanos, trozos de tarta, teléfonos o neumáticos, pero estos fantasmas familiares que ha imaginado Carlos García Peláez, más parecen un cruce genético entre la distancia irónica de los artistas estadounidenses y la proximidad metafísica que Giorgio Morandi buscaba en los objetos que apilaba en la cocina de su casa boloñesa. Pues estos objetos unen el impacto del color con una indefinible sensación de silencio y precariedad; lo rutilante de su forma con lo inquietante de su deformación. Están, quizás, entre el fetiche consumista y la reliquia de una creencia desconocida. ¿Reliquia de qué? Posiblemente de su propia construcción, de su lento y continuo crecimiento en capas superpuestas, reliquias del tiempo, de una pintura hecha geología, fetiches de sedimentación. Reliquias precarias de un cuerpo que nunca alcanzó el consenso de fetiche.

 

En la cultura moderna, la idea de icono, una imagen capaz de permanecer estable en el imaginario colectivo, se construía como resultado de un amplio proceso mitologizador: una Brillo Box de Andy Warhol constituía el punto final de toda una maquinaria mitológica previa: lo higiénico, disponible, intercambiable, cómodo, eficaz, desechable... Pero la advertencia, en el contexto de cierta cultura adolescente actual, de una muerte inminente asociada a la contemplación en la pantalla del perro con sonrisa humana -en la exposición de Bilbao Arte, 7 kilos de acrílico (smile.dog)- carece ya de un pasado mitológico; es un icono que carece de un mito que lo haya generado y, en este sentido, parafraseando a Michel Houellebecq, suponen una ampliación del campo del icono, una batalla en la que no han sido delimitados los campos contendientes.

 

El segundo aspecto se refiere al color, no tanto como definición de una percepción histórica y una sensación retiniana, sino orientado a la metáfora o, más exactamente, al emblema. Estos objetos, viven en nuestro imaginario como emblemas de color definido: rojo urgencia, amarillo alegría, negro residual. Y como piezas de señalética fantasmal, son capaces de provocar en el espectador identificación y extrañeza, la proximidad reconfortante de lo familiar y la inquietante lejanía de lo indefinible. Pues no olvidemos que 2 kilos de acrílico (bolsa de basura), como todo índice, muestra una bolsa de basura precisamente a través de su ausencia o su presencia fantasmal de huella. Y además que mientras fantasmas y huellas tienden a lo liviano e incluso lo invisible, el fantasma de esta bolsa de basura vacía tiene peso y color, carne y piel, presencia y potencial siniestro. Tiene también aquello de lo que carece el fantasma: densidad. Densidad capaz de depositar una considerable masa de pintura en un objeto aparentemente liviano, incorpóreo, pura piel desollada. Densidad también, porque su cuerpo pictórico, cuya piel atrae el deseo y sobre el que la gravedad ejerce su ley, parece desafiar el imperio del jpg y todas las desmaterializaciones ligadas al parpadeo de la pantalla. Si el bastidor fija el lienzo y lo hace inmune a los pliegues de la tela, en estos objetos la propia pintura adopta el papel del lienzo, y la gravedad, cuando la pintura es como ropa colgada a secar, se hace visible en el tejido de la pintura y muestra su «caída». Y quien dice ropa, dice piel, su antecedente orgánico, como la de Marsyas en el mito griego, que fue despellejado al perder una apuesta o como la piel de fieltro de un piano que Joseph Beuys colgó del muro como trofeo de una caza simbólica. Descuartizado el cuerpo, la pintura es sólo como un pellejo de la tradición que se seca, ya no al sol, sino bajo los focos del cubo blanco. Pero esta imagen de muerte suspendida encuentra su contrapeso en la contraria: el erotismo de lo epidérmico, el deseo asociado a la superficie. Como toda piel, estas pinturas parecen hablar más a la mano que al ojo, despertar el tacto antes que la mirada o, en todo caso, unir la fascinación de la mirada con el deseo de la caricia, del contacto.

 

Si el trabajo de Carlos García Peláez se limitara a esta brillante serie de pinturas, sería ya un artista más que respetable, capaz de administrar con precaución e inteligencia sus hallazgos sobre la representación de iconos modernos. Pero no es así, pues el artista parece siempre buscar otras vías que añadan complejidad a su discurso. Por ejemplo, lleva un tiempo realizando graffiti, pero en lugar de ceder al tópico de la espontaneidad y la libertad asociadas a esta práctica, se ha empeñado en aplicar métodos de rigor proyectivo y de tecnología perceptiva a imágenes de depurada complejidad geométrica. Si en su anterior muestra en BilbaoArte, en diciembre de 2012, era una cabina sobreiluminada, una especie de panóptico o peep-show que mostraba un objeto mudo y clausurado, en esta ocasión parece ser justo lo opuesto, y García Peláez propone una exhibición obscena: la desnudez metálica de un objeto terrible y atractivo, grave y elegante. Sobre una pesada mesa de madera con aspecto más de trabajo que de exhibición, cálida y acogedora, aparece amenazante y atrayente un gran filo de acero, un prisma en el que una de sus caras frontales ha sido cuidadosamente afilada y pulida. El agudo bisel que da título a la pieza, concentra en su mínima superficie todo el sentido de peso y levedad de la pieza, toda la fascinante atracción y el de desasosiego que produce el conjunto. El contraste físico -que el cuerpo del espectador experimenta como una punzada perceptiva- entre lo orgánico de la madera, su carácter familiar, apacible y receptivo y, en definitiva, vivo, junto a la amenaza metálica, pesada, oscura y cortante, que parece hundirse en el sueva lecho de madera. Pero el filo brillante está vuelto hacia el espectador, cuya espalda se curva para observar detenidamente el punto geométrico del corte, la línea del peligro a la que acerca su rostro, como inevitable atracción del abismo. Pero esta pieza es también un icono. Desde lejos, por su forma y dimensiones, parece claramente una regla y en realidad lo es. Su línea impecablemente recta está formada por la limpia intersección de los planos. Pero también, como en el perro sonriente, como el paracaídas patéticamente inutilizable, como la inquietante sonrisa amarilla, esta regla no regula un orden cotidiano de medida, sino el vértigo del filo, la inminencia de un corte que pone el cuerpo nuevamente en peligro. La extrañeza de lo familiar, eso que Freud denominó unheimlich, algo así como el efecto de lo siniestro producido por las cosas que nos son más próximas. Carlos García Peláez ha entrado en el interior doméstico para excavar en la ambigüedad de lo familiar, en la ambigua seguridad de iconos que creíamos definitivamente desactivados.

 

 

 
Imágenes de la Exposición
Carlos García Peláez, 65,612

Entrada actualizada el el 26 may de 2016

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