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En 1993, cuando la historia de amor entre David Lynch y el medio televisivo empezaba a entrar en crisis tras el fracaso de la extrañísima telecomedia “On the Air” (1992), el cineasta estrenó, casi como quien escribe su carta de suicidio, su proyecto más áspero y radical para la pequeña pantalla: “Hotel Room”, una mini-serie de tan sólo tres episodios cuya acción transcurría en el interior de una misma habitación de hotel neoyorquino pero en tres puntos diferentes de un espectro temporal situado entre 1936 y 1993. Cada capítulo se abría con una locución en off, leída por el propio Lynch, que funcionaba como interferencia tremendamente evocadora y poética en un medio de expresión tradicionalmente asociado a la literalidad: “Durante un milenio, el espacio para la habitación del hotel existió, sin definir. La humanidad lo capturó y le dio forma y pasó a través de él. Y, a veces, cuando pasó a través de él, rozó los nombres secretos de la verdad”. Al ver las piezas que integran la exposición “Al fin una casa” de Paco Díaz no pude evitar acordarme de esas palabras y de lo que implicaban: del espacio como algo vivo y orgánico que podía existir –y, de hecho, precedernos- en estado salvaje. Como algo a lo que se podía echar el lazo, como si fuera una res, para domesticarlo… para convertirlo, en definitiva, en un interior, en una abstracción en cautividad. En una habitación de hotel y en una casa, siguiendo la idea lynchiana, el hombre ha encerrado un fragmento de absoluto y de eternidad. Algo que, como bien dijo la televisión esas tres noches en que duró una serie de arte y ensayo condenada a ser efímera, podía rozar la piel de los hombres con los nombres secretos de la verdad. En las piezas de Paco Díaz se juega a la superposición chocante. El verbo jugar no es caprichoso, porque una cierta voluntad lúdica parece manifiesta en aquellas obras que proponen conjurar el horror vacui a través de la acumulación de objetos pop y formas enigmáticas. En esa estrategia de confluencia, los cementerios (el parisino Père Lachaise, el londinense Brompton Cemetery y el madrileño Cementerio de la Almudena) conviven, como en una fusión de Universos Paralelos, con construcciones de sofisticada arquitectura que sugieren refugios infantiles, estilizaciones de cabañas en el bosque, casas encima del mundo, casas para siempre, trincheras existenciales. O con escaleras (de caracol, de incendios, industriales), que se pierden en cielos plomizos y, por tanto, muy poco asociados a la retórica de las iconografías religiosas de la ascensión celestial. ¿Qué tipo de espacio salvaje existía donde una comunidad decidió instalar un cementerio? ¿Un espacio capaz de susurrar todos los nombres secretos de la verdad asociada a nuestro miedo a la muerte, al vacío? Siguiendo esa lógica, los tipos de espacio salvaje que quedan encerrados en el interior de una casa o entre los huecos de una escalera que asciende a las alturas y se pierde de vista tendrían que ser sustancialmente distintos: espacios que nos hablan de nuestro afán de encontrar un lugar en el mundo, un territorio a perpetuidad, un útero para la intemperie; o de nuestro afán de trascender, de salir fuera de nuestros límites y conquistar aquello que no alcanzamos a ver desde nuestra posición de partida. Por eso, en las piezas de “Al fin una casa” lo que veo es una serie de paradojas desafiantes, que se resisten a esclarecer si hay que leer en ellas una reflexión filosófica, un juego irónico o bien, quizá, un mensaje ideológico –porque, ¿no es inevitable leer, con cierta sorna, el título de la muestra en un presente que ha convertido en consigna la material imposibilidad de poseer un hogar?, ¿no hay un juego tremendo en hermanar la casa para siempre del camposanto con la casa encima del mundo de las ilusiones de juventud? La misma textura enigmática aparecía en otra serie de trabajos de Paco Díaz, “Casas en venta o alquiler”, en la que parecía escucharse el eco de una referencia cinéfila a las películas de invasiones extraterrestres o a esos kaiju-ega donde colosales monstruos radioactivos recorrían el trazado de una ciudad (comúnmente Tokio; Madrid en el universo creativo de Paco Díaz): en sus obras, casas flotantes sobrevolaban entornos monumentales o los recorrían subidas a soportes que podrían evocar largas patas de insecto de otro mundo. En un espacio reconocible reproducido con precisión hiperrealista se manifestaba lo onírico. El deseo. O lo enigmático. Unas piezas, en suma, que podían estar hablando de muchas cosas al mismo tiempo y que a un servidor le trajeron a la memoria ese brillante fragmento de “Contraluz” de Thomas Pynchon donde un personaje explicaba el origen del antisemitismo a través del ancestral temor del propietario por el que vive de alquiler: del que cree haber domesticado un espacio para siempre frente a quienes transitan por él en busca de los nombres secretos de la verdad. O de verdades esenciales. O de verdades provisionales. Jordi Costa
Entrada actualizada el el 26 may de 2016
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