Exposición en Bilbao, Vizcaya, España

El miedo acaba con el sueño

Dónde:
Fundación BilbaoArte Fundazioa / Urazurrutia, 32 / Bilbao, Vizcaya, España
Cuándo:
13 nov de 2009 - 05 dic de 2009
Artistas participantes:
Descripción de la Exposición

?El tiempo todo lo cura?, suele decirse, atribuyéndose al mero transcurrir de los días una propiedad terapéutica que por lo general se aplica sobre los padecimientos de orden sentimental. Esta concepción convive con otra completamente opuesta que se abre paso con pujanza creciente en nuestra sociedad, la que vería en el tiempo un agente patógeno ante el que conviene tomar todas las medidas de prevención disponibles.

 

El principal síntoma de esta afección sería el envejecimiento de los cuerpos, proceso trágico e inexorable para el que de momento sólo se dispone de tratamientos superficiales y no exentos de efectos secundarios. Puede concluirse por tanto que el tiempo, una de las dimensiones en las que nos hallamos inscritos, incorpora una fuerza que nos salva al mismo tiempo que nos destruye. La ecuación que conforman estos términos ... resulta irresoluble y aboca al ser humano a la neurosis, consecuencia implícita en la mayor parte de las estrategias empleadas para abordarla: regresión quirúrgica o mental, aislamiento físico y/o emocional, etcétera.

 

Frente a esto, Alberto Albor parece ceñirse a una táctica alternativa, más artera y refinada, que si bien vuelve a mostrarse incapaz de resolver satisfactoriamente la igualdad, y como veremos conlleva sus contrapartidas (la nostalgia no deja de ser una modalidad atenuada de neurosis), posee a cambio una interesante virtud, y es la de ser la más conciliadora de todas.

 

En apariencia, Albor estaría adoptando una postura optimista ante los estragos causados por el paso del tiempo. Así, no se detecta ninguna tragedia visible en esas tazas pasadas de moda, esas unidades informáticas (tecnología efímera por excelencia) a punto de ser sepultadas por una tromba de formas tubulares multicolores que se entrecruzan y superponen como de hecho hacen en la vida los distintos planos temporales (pero que jamás llegan a integrarse, lo que nos aleja del principio de los vasos comunicantes). La sucesión de las épocas se percibe como un fenómeno caótico, desconcertante, escurridizo y quizá destructivo, pero desde luego no como una catástrofe inasumible. En realidad, puede detectarse incluso cierta jovialidad en lo que no se diferencia mucho de una gozosa lluvia de serpentinas. El principio básico que se aplica en un primer estrato no es nuevo: desde niños hemos aprendido que al entrar en una habitación oscura uno debe silbar o canturrear en voz alta para hacer frente a un pánico que de todos modos no nos abandonará mientras dure la experiencia. Se trata reproducir los signos externos del regocijo y la despreocupación, de fingir que el peligro no está ahí, sin olvidar por ello que el enemigo nos acecha y que frente a él nos encontremos en inferioridad de condiciones. Pero esto constituye únicamente una parte de la estrategia, aquélla destinada sobre todo a ofrecer evidencias externas de despreocupación para impedir que la otra parte, la más importante, sea percibida y neutralizada.

 

En otro de los cuadros de Albor el peligro adquiere el aspecto morfológicamente reconocible de las serpientes. Serpientes sin cabeza, porque representar el rostro de la abominación sería de un impudor difícilmente perdonable. Las serpientes emergen del lodo en el que habitan antes de depurar sus formas y transformarse de nuevo en unos conductos multicolores que apuntan hacia la pareja que se recorta en la oscuridad. En esta ocasión, del fango del tiempo emerge también una forma vegetal plasmada con el fulgor de unos fuegos de artificio, que podrían hacer referencia a la memoria, el elemento que logrará mitigar los efectos de la contradicción esencial del tiempo mediante la simple compensación de sus dos términos.

 

Al contrario del fenómeno que alumbró la opera magna de Marcel Proust, según el cual el mecanismo de la memoria ?y con él un segundo mecanismo, el de la creación? era desencadenado por una intrascendente experiencia sensorial, los protagonistas de Albor ejecutan un ejercicio deliberado y consciente que acaba configurándose como todo un dispositivo de rescate dentro de ese espeso magma que es el pasado. El tiempo adopta entonces la forma de una espiral, desde cuyo centro se invocan unas imágenes que no son otra cosa que fósiles, pero que aquí adquieren el aspecto más poético ?y ciertamente más kitsch? de bibelots: flores de palmaria falsedad, lustrosos cisnes de nuevo descabezados. La operación permite recuperar parcialmente unos restos que se suponía perdidos (puro ejercicio de arqueología), reconfortando a quien la ejecuta al favorecer la impresión de que, al fin y al cabo, todo permanece igual que antes. Hay que advertir que esta opción resulta incompatible con la facultad curativa del tiempo, lo que implica una dolorosa renuncia. Hablábamos de nostalgia, subproducto o perversión de la memoria: todas y cada una de las imágenes de Alberto Albor son en esencia nostálgicas, porque su principio motriz consiste en la ambición de atrapar las experiencias pasadas y restituirlas a la consciencia.

 

Aunque con cierto recelo ?siempre hay que ser recelosos al poner en relación disciplinas creativas diferentes?, ante esto se puede concluir que los cuadros de Albor presentan una propensión cinematográfica ya que, como apuntó Andrei Tarkovski(1), el cine se distingue de las otras artes por permitir de manera efectiva, y sobre un soporte material, fijar el tiempo para reproducirlo tantas veces como se desee. La nostalgia reside por tanto en la esencia del cine como lo hace en la obra de Alberto Albor. Rescatar el tiempo perdido, embalsamarlo y después conservarlo de modo que sea posible remitirse a él a conveniencia, como ejercicio consolador y malsano a partes iguales: ése es el procedimiento que aquí se pone en práctica. La memoria constituiría de este modo el elemento central de una prolija ceremonia destinada a revivir los fantasmas bajo la creencia de que es posible ensayar una convivencia pacífica y constructiva con ellos. Como en ?Recuerda? (?Spellbound?, 1945), de Alfred Hitchcock, el éxito de la empresa requiere de una escenificación que en aquel caso no era más que un despliegue de folklore freudiano, y en el que nos ocupa adopta formas más complejas.

 

Así, por ejemplo, los ojos que Dalí diseñó para que Hitchcock los utilizara en la secuencia onírica de su película poseen un peso psicoanalítico descomunal que cae sobre el espectador como una losa. Los ojos de Albor (luminosos como peces abisales que se debaten en la oscuridad) hacen pensar más bien en aquel otro ojo cercenado por la mano de Buñuel en ?Un perro andaluz?, secuencia que inauguraba por todo lo alto el imaginario buñueliano exigiendo una visión nueva sobre todo lo que viniera a continuación. Albor no levanta la voz para emitir exigencia alguna, pero sí es cierto que su mensaje incorpora el llamamiento a una nueva mirada. La que, tras haber recorrido un deslumbrante camino a través del pasado, se vuelve hacia el presente con ánimo conciliador. Es entonces cuando el individuo puede enfrentarse a su propia imagen en el espejo y ofrecer su mano abierta. El pacto queda sellado, y la posibilidad de una neurosis al fin conjurada.

 

 
Imágenes de la Exposición
Alberto Albor, Cuando ya no esté, 2007

Entrada actualizada el el 26 may de 2016

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