Entropía, un nuevo orden que vive como huella, incluso como ruina, ese espacio que habla del paso del tiempo, un mapa dibujado sobre una geografía sentimental y personal que traza el contorno de un hogar que ya no es habitable, aunque aún sea posible el retorno a una comunidad perdida en el trasiego de las identidades.

Con esta serie nos devuelve al territorio de lo reconocible, a la pertenencia a un lugar. Un giro muy común en el pensamiento alemán, donde se reivindica la tierra unida a la comunidad –igual que ocurría en esas ciudades-jardín que soñó y construyó Ebenezer Howard–, donde se rechaza la sociedad y su vivir nervioso, aunque ésta no desaparece, ya que el espacio recobrado no es el de una armoniosa naturaleza, sino el de la consecuencia de un mundo en el que los registros de la memoria no se corresponden con los estériles campos casi abandonados. ... Es así como nos hace entrar en una espiral que habla de lo que es, de lo que fue y de lo que está a punto de desaparecer.

Su discurso es, pues, el de una ausencia, casi siempre del hombre –salvo contadas ocasiones como esas Sesiones de ocio–, pero sobre todo de la acción que llevó al deterioro y al temor a la irreversibilidad. Y esto se percibe precisamente porque estos escenarios vuelven a tener identidad, gracias a la vinculación del autor con estos lugares. Intenta sintetizar una historia que es la suma de generaciones, el registro de una realidad que no es percibida hasta que la activa su mirada, que logra la narración de una deriva oculta, la conciencia de un territorio organizado a nuestro alrededor sin haber participado en él.

Huertos e instalaciones intensivas en los márgenes de la descontrolada transformación urbanística del Levante español, son ahora la prueba de una catástrofe, la constatación de un nuevo orden que no es sinónimo de equilibrio. Cierto aire de libertad parece todavía posible, aunque únicamente como una isla que aún intenta conservar una vida incontaminada con apariencia de muerte. Granados, limoneros, campos de palmeras están dispuestos sin ley, como testimonio de un olvido, pero también como rebelión contra la disposición de un desarrollo desaforado.

Paco Valverde nos propone la experiencia del paseo, y no del extravío, como vivencia extraordinaria, un viaje ya no a territorios exóticos, ni a interiores dramatizados, sino a una rica cartografía personal que escapa de la existencia desasosegada de la ciudad, estableciendo una nueva forma de habitar, que pudiera estar cercana a la nostalgia, pero que toma partido por el rescate de momentos auténticos.

Establece así una relación especial con el lugar en el que actúa, investigando el sistema que gobierna este enclave para criticarlo desde la base de una mirada atenta a lo que pronto no será, si no lo evitamos. Este intento se configura quizás como un gesto de baja intensidad política, aunque sin duda demuestra una gran capacidad para plantear interrogantes y abrir un fértil campo de crítica.

Martin Heidegger destacó el nexo entre lugar y habitar en su Construir, habitar, pensar, fijando imágenes como la del puente: un acto que permite que destaquemos un espacio entre todos los que componen la orilla, convirtiéndolo en "lugar", ya que el habitar es lo que confiere significado. Sin duda, las obras de Paco Valverde desentrañan las características de un contexto para luego pretender cambiar el sentido de su metamorfosis, invitando a la contemplación de realidades que antes pasaban desapercibidas. Su alcance artístico reside precisamente en ese volver a dar significado, por lo que su trabajo se orienta a desencadenar procesos de valorización de nuestro entorno, hallando por encima de los parámetros urbanísticos establecidos nuevas miradas que nos inciten a plantear dudas sobre una forma de habitar que, para lograr equilibrio, genera desorden.

Estas fotografías descubren, por tanto, una terrible belleza que ya no está constituida por paisajes o edificios, sino por el fluir cotidiano, sus costumbres, sus usos y sus abusos, que existen en estos fragmentos de realidad. Abre así el camino de un horizonte infinito e incierto, preso de irreversibilidad, pero que abre la visión a enfoques inauditos, vislumbrando un momento fuera de la temporalidad, un ethos que se resiste a la paz que solamente conoce el cementerio.

Estas fotografías son, en suma, un círculo que se cierra, un retorno a un origen que ya no es tal, sino más bien punto de llegada y, sin duda, nuevo punto de partida, donde azar y necesidad en ningún caso se transforman en la apología del hombre solo y extranjero en el mundo, como ocurría con Jacques Monod. Ya no hay alianzas con el mundo, pero sí existe el terreno de una decisión: aquella que concierne al trayecto que queramos seguir, que podrá acompañarnos con ese magnífico y contenido lirismo que nos ofrece Paco Valverde, para descubrir un entorno que nos pertenece tanto como nosotros a él, aunque ya tenga prácticamente la consistencia de un mero recuerdo.