Joie de vivre, exaltación de la pintura con procedimientos libres y enérgicos. El recorrido de trebejos y pinceles sobre la tela blanca, más que simple pincelada, es un viaje de inmersión a la sensualidad de la pintura; un asumir el puro placer de pintar sin grandes referentes externos, respondiendo sólo a la vida interior del cuadro y a la exultante mano que lo anima.Así se ven y se viven,como espectador, las pinturas que ahora nos pone delante Edmundo Paz.

Joie de vivre es placer y es alegría. También, por supuesto, es referencia culta y directísima a Matisse. Pero aquí es traída y citada no como cultismo vagamente elitista sino como significante del puro gozo de pintar primero y de mirar después. Porque no se hace historia del arte teniendo sólo en cuenta a aquellos que de un modo quizá más ... riguroso y bien medido, protagonizan los momentos más radicales de su transformación formal. Digamos que si éstos existen, necesarios, en el proceso histórico de transformación del arte, como motores de su conducción hacia los improbables límites en que se aproximan a su propia pérdida, quienes muchas veces sustentan a la historia del arte son precisamente aquellos que, amparados en los trapos de Dubuffet o en cualquier palo de un niño que sirva para arañar una superficie, restituyen el enigmático misterio de la permanencia de la pintura.

A la serie que viene de preparar para la importante muestra de la Diputación de Ourense Paz la titula “Espacio reservado” pero en sus títulos hay algo de intercambiable que obedece a lo mucho que hay de permanencia en su pintura. Podría entonces titularse como otras series anteriores “Sendas de luz” o incluso “Sueños periféricos” y merecer la denominación de “pintura como huella y acontecimiento”, tal y como el crítico Xosé Antón Castro propuso cuando su exposición en la Casa de Galicia de Madrid. Pero es notorio en este titular de modo específico cada tramo de trayectoria que el artista pretende enfatizar lo nuevo y lo diverso dentro de un viaje artístico por lo demás homogéneo.

En una nota autógrafa, plena de dibujos, bocetos, notas y previsiones, escrita a finales del pasado invierno, me insistía en su voluntad de “inventar nuevos espacios, inventar perspectivas e inventar nuevas formas de paisaje. Son espacios recortados, fragmentados y suspendidos en el vacío” y concluía “hay en este trabajo un cambio de táctica”. Y es cierto que la hay y que esa novedad táctica se sitúa en el registro de fondo, ahora de raiz geométrica y con la tela blanca intacta, técnicamente emparentada con los bordes hard edge o de filo duro pero mucho más amable en lo comunicativo, pero resulta igual de cierto que prevalece cuanto su pintura tiene de continuum.

Sí hay, entonces, alguna nueva estrategia, pero Edmundo Paz sigue “como un campesino lúdico trabajando la tierra (haciendo recodos libertarios), renombrando el mundo con la libertad de la mirada” (Antón Patiño). Le puede la fidelidad a un mundo inagotable de referencias personales, de estilemas plásticos también, y es ese mundo inagotable, ese horror al vacío, el que no da tregua al ojo del espectador. En uno o dos cuadros de esta serie, no sé con seguridad si los últimos en ser pintados, sí parece percibirse el anuncio de algo nuevo que se abre, en ellos la estructura base se simplifica y los rastros sobre el pigmento fresco titubean, como presintiendo un futuro en el que se resquebrajen.

Con todo, ya decimos que aquí la guerra continúa. Sus surcos o trazos rápidos sobre la pintura, que X. M. Lens atinadamente interpreta como “un ritmo final de orden comunicativo”, siguen siendo los responsables del dinamismo final del cuadro, remitiendo a (in)concreciones biológicas, a signos biomórficos y tantas veces también antropomórficos que en no pocas ocasiones dan pie a que en el cuadro se generen, de nuevo con algún automatismo, narraciones incompletas. Él los llama por su nombre, “riscos”, que en gallego tiene una doble acepción, la de ser surcos en la tierra y la de suponer un riesgo, que aquí es el riesgo de la inmediatez con la que el pintor los traza. Y ya se sabe de los riesgos que comporta el impulso rápido en pintura. A cambio, también se conocen los fantástico beneficios expresivos que trae consigo el tomar “riscos”. Lo nuevo en esta historia que Edmundo Paz inventa está en la remisión a un elemento extraño (recordemos que en su obra anterior lo que los surcos revelaban era un fondo pintado como de paisaje interior), el fondo del cuadro en blanco, un elemento anterior prepictórico. Ahora una clara tensión direccional apunta a la búsqueda de la geometría interior: una vía para canalizar la desbordante fuerza de la pintura. En no pocas ocasiones ese blanco intacto que sirve de organizador o de punto de partida es de orden arquitectónico, con algo de cartografía urbana; fragmentos de plazas y calles hipotéticas que dan lugar a interesantísimos juegos de equilibrio-desequilibrio que las distintas fases de la pintura luego reequilibrará.

El cuadro se despliega siempre con una dirección dominante en varias secuencias nítidamente divididas. La construcción geométrica se atempera y se anima con un juego de texturas y de vibraciones cromáticas en gamas no sólo similares sino acompasadas. Se cubre el lienzo de densidad pictórica a la espera de la llegada del signo: el ritmo se intensifica, y sobre un fondo de verdes, o de ocres, también de rojos, Paz dibuja formas esenciales y grafismos automáticos. Un tratamiento ya muy reconocible y personal de la cadena color-estructura-gesto que tantos registros ha abierto en la historia de la pintura de los últimos cincuenta o sesenta años.

Joie de vivre. Y un pintor que transmite confianza, amigo siempre de una vuelta de tuerca más en la pintura, aquí tomada simultáneamente como tema y como método. Sus cuadros, estructuralmente, cierran el circuito básico de la pintura hasta el punto de que su trama compone el bucle esencial del pintar: del geometrismo al rastro del palo sobre la tierra. El resto lo da el ir reordenando las piezas, manteniéndolas en constante movimiento, bien engrasados sus mecanismos. Sin duda será exagerado pero Edmundo Paz “confecciona” sus cuadros, o los trata como un suculento plato para presentar a concursos de deleite. Lógico que ante ellos el espectador se sienta como ante mesa puesta.

¿Quién diría que todas estas imágenes proceden de un estudio en el verde y húmedo Arcade, en el recodo más romántico de la ría de Vigo? Porque, viéndolas, uno no puede pensar más que Cádiz o de Niza. ¿O será que el joie de vivre es en este caso genético y brasileño y no cultural y matissiano? En cualquier caso y sea como fuere, si hubiese que situar a Paz en algún casillero estilístico habría que trazar la equis bien clara en aquel que se nombra como “vitalismo plástico” o incluso inventarse uno específico para alegrarse entre compañeros que dijese: “vitalismo plástico como para una boda”. El artista sabe bien que la pintura, antes que decir, tiene que existir. No es el trasunto de realidad lo que da entidad a la pintura sino la presencia, la dimensión de ir más allá que sea capaz de sugerir, de incitar.