En la Introducción al pensamiento complejo, Edgar Morin, su ideólogo principal, señala algo que no debería dejarnos indiferentes desde el campo de la estética cuando afirma que, en la visión clásica, cualquier contradicción en el seno de un razonamiento era señal inequívoca de error, lo que obligaba a dar marcha atrás y el emprendimiento de otro camino, otro itinerario en el análisis a la búsqueda de soluciones plausibles; pero que, sin embargo, 'en la visión compleja, cuando se llega por vías empírico-racionales a contradicciones, ello no significa un error sino el hallazgo de una capa profunda de la realidad que, justamente porque es profunda, no puede ser traducida a nuestra lógica.' Algo que podemos entender en la estela, según la interpretación de la estética adorniana, de 'la formulación hegeliana del arte como intento de suprimir lo extraño'.

A cualquiera que conozca ya algo de Begoña Morea Roy, esto de las capas profundas revelando de súbito algunos misterios, y de los límites insuficientes de la lógica para dar cuenta de la complejidad de algunos fenómenos que, igual de ciertos se nos presentan intraducibles, probablemente le parecerá casi mencionado a propósito para iniciar una aproximación a su trabajo, esa 'caligrafía subjetiva de un sistema cartográfico emocional', como recientemente lo ha denominado Chus Tudelilla con toda agudeza. Y es que si algo salta a la vista ante estos collages suyos es, qué duda cabe, el suelto dominio, la pericia de la artista zaragozana para manejarse entre la complejidad de las formas y, tras de ello, con el pensamiento de lo complejo. Lo cual no viene si no a demostrar de otra forma -una no sometida a 'nuestra lógica'- la ausencia de complejos de su pensamiento visual a la hora de revelar con abstracciones imágenes concretas de la realidad profunda.

Porque frente a los procesos ligados al logos, el arte se instala en un dominio paralógico desde el momento en que atiende de forma prioritaria a significados no fijados necesariamente de antemano, desarrollando en nosotros, según expresión de Calvino, 'la capacidad de enfocar imágenes visuales con los ojos cerrados, de pensar con imágenes'. Por su parte, también la fenomenología de Bachelard identificaba como propio del dominio estético esta misma facultad de especular con mundos posibles y, en su Poética del espacio, ante la imagen arquetípica y mil veces registrada de la inmensidad íntima, concluye cómo 'a veces el artista quiere describir, porque el artista conoce por anticipado, en Kilómetros, el tamaño de su soledad. Entonces se sueña sobre el mapa, se sueña en geógrafo.'

La forma más conocida y cercana del pensamiento complejo que tenemos a mano es ese 'pensamiento por imágenes' de Calvino, donde propio de su naturaleza es la capacidad de hacer convivir en un mismo plano propuestas, resoluciones, afirmaciones de índole paradójica y contradictorias entre sí, sin que por ello se invalide en modo alguno la proposición final, ni resulte que ésta se encuentre ante límites que la disuelven, la mermen, la incapaciten. La biología del arte es, en este sentido, esencialmente monstruosa y, por lo que aquí parece irregular, y hasta informe.

En la obra de arte lo real y lo imaginario, lo verdadero y lo falso, lo deseado y lo aborrecido no sólo tienen la posibilidad de estar unos al lado de los otros sin hacer implosionar el contenido de verdad que el arte arrastra o revela; es que, incluso, se necesitan mutuamente y en todo momento, más allá del contraste que se proporcionan, para poder expresarse por sí mismos de manera completa. Igual estos ejemplos anteriores que te propongo son demasiado abstractos, pero piensa por un momento en otros pares más concretos: lo alegre y lo triste, lo ridículo y lo elegante, lo sofisticado y lo chabacano, lo lleno y lo vacío, lo claro y lo oscuro... En cualquier obra donde recuerdes que se manifiesta alguno de ellos de manera espontánea y ostentosa, a poco que mires, que pienses, que sientas, encontrarás su pareja delatándose allí mismo; no al lado, sino dentro de su contrario: en el seno del mismo campo de tensiones que el artista habrá establecido para que alguno de los polos brille con más o menos intensidad, pero para lo cual, en todo caso, habrá necesitado de un cierto dominio del claroscuro de las formas, las pasiones y las geometrías que se complementan al tiempo que se contrastan.

Pues bien, si ahora multiplicas hasta el límite de la entropía estas dos premisas en cada uno de los numerosísimos elementos que intervienen en las abstracciones de Begoña Morea Roy, estamos ya en el mejor de los caminos para entender ese notable dominio de las complejidades que demuestra la obra que aquí nos ocupa. Una obra de por sí compuesta, fragmentada y abigarrada, en donde la asistencia del pensamiento informático imprime otro tipo de pensamiento de la complejidad propio de nuestro presente. Así, el proceso computacional y los sistemas procesuales de la máquina se combinan con operaciones manuales: programar y componer, imprimir y recortar, pegar... Los resultados, más allá de las operaciones y las herramientas, traen a la memoria otras imágenes de la realidad, sin duda, pero también otras construcciones plásticas: las nacidas de la mano de Daniel Verbis, Benjamin Edwards, Julie Mehretu, Chris Ofili, Philip Taffe; incluso, y más lejanamente, de nuestros Luis Gordillo o Xavier Grau, o de la dinámica de Boccioni; al tiempo, la artista alude sobre referencias mas o menos ocultas a Blinky Palermo...

Los mapas de Begoña Morea Roy son, en última instancia, tanto laberinto como garabato, formas antaño incompatibles con la organización del plano a través del dibujo: antisistemas. Pero la complejidad del territorio que en nuestro tiempo se nos ha revelado con el dominio completo del plano del mundo (frente al cual también se alzan voces 'antisistema'), y con la altísima multiplicidad y dificultad de las operaciones que nos permiten las herramientas informáticas, están habituándonos a otro tipo de cartografías mucho más complejo, donde la realidad no se somete a una capa del sentido comprimida, achatada, resumen de los 'volúmenes', texturas y sombras de la realidad. Vicente Verdú, analizando la falsa dicotomía entre la superficialidad del saber y el saber de la superficie, establecía recientemente el asunto en parámetros de un cambio epistemológico generacional, y afirmaba cómo 'para un sujeto educado en la modernidad, la decodificación del mensaje sigue una línea vertical, pero para el sujeto posmoderno la descodificación se realiza en un plano, dilucidando sin confusión, íntegramente, en el abigarramiento sonoro o gráfico que tanto desconcierta al adulto en las discotecas, los conciertos de rock, los nuevos centros comerciales o los videojuegos.' Para concluir, el autor esgrime un ejemplo bastante elemental y elocuente: 'Los jóvenes descifran mejor la heterogeneidad de las grandes ciudades modernas, son menos capaces de leer un libro intrincado pero más raudos y perspicaces en la interpretación de superficies promiscuas, físicas y virtuales, o ambas cosas a la vez.'

En cualquier caso, la dinámica vertiginosa de continuos suplementos visuales que dominan el presente, con su incesante superposición de interfaces, ritmos estroboscópicos y predominio de la naturaleza laminar de los estratos, transmiten al cabo esas características multidimensionales típicas de la esencia visiva barroca, donde desaparece la narración en sentido clásico (como en el último Shakespeare, el de La tempestad, la autora se ahorra toda introducción, empujando al espectador a entrar directamente a la escena determinante). Sin perspectiva monoscópica, pues, quedamos obligados a mirar de otro modo, ver complejamente: a 'enfocar imágenes visuales con los ojos cerrados, a pensar con imágenes'.