A veces, un inventario de objetos e imágenes desvela la trama del mensaje cifrado, ese que nos obliga a una proyección de simetrías y coincidencias que nacen de la imaginación. Tenemos una insaciable necesidad de sentido. Para Rosset, lo real es completamente imbécil, es decir, obtuso, impenetrable, carente de cualquier significado o voluntad de significar, y, sin embargo, nos afanamos en esa donación imaginaria bajo lo que él denomina ?ilusión de sentido?. Creemos ver, con ello, que nuestro mundo se sostiene sobre algún pilar que explicaría el insoportable azar de los acontecimientos. Sin duda alguna el arte habla del sentido, y se encarga de gestionar su naturaleza ilusoria. En el plano retórico ha sido la alegoría la figura que, redescubierta en el mundo contemporáneo, explica el mecanismo por el que trazamos una serie de correspondencias entre cosas inconexas. El trasfondo alegórico también subyace en las asociaciones inconscientes que, ... fuera del ámbito científico, el psicoanálisis ha explorado muy cerca del potencial cognitivo que ofrecía el arte y la literatura desde la antigüedad. Y si hubiera que señalar por qué el legado de Freud se ha vuelto tan importante para la teoría artística habría que recordar que ello se debe a la complicidad que mantiene con el tejido de los mitos.

La obra de Raúl Hevia se asienta en un sutil trabajo sobre los mecanismos alegóricos con los que la realidad nos habla, o la hacemos hablar. Así sostiene sus relatos como el despliegue de un tarot de figuras cuyo sentido se lee a través del montaje, la sucesión de casos o la inserción espacial. Raúl Hevia lleva a cabo esta tarea de un modo especialmente sofisticado. Desde sus inscripciones sobre lugares propiciatorios del paisaje, pintadas con mensajes desvinculados de su contexto originario, citas extraídas de las páginas de los libros o fragmentos textuales, hasta sus fotografías que son los contenedores de esa materia etérea, toda su obra parece encarnar alguna de las declinaciones de nuestra ?ilusión de sentido?. En el núcleo de sus imágenes convive el rastro o la huella de lo acontecido, junto a la poética derivada de palabras que forman una libre asociación enraizada en la abducción ante las cosas encontradas. En su trabajo, con frecuencia, el sentido subyacente de los fragmentos pertenece a un relato autobiográfico, pero, al convertirse en obra, los sentidos que podríamos atribuirles quedan suspendidos en la ambigüedad y en el juego libre de la imaginación, como explicaban los antiguos tratados de la estética del XVIII.

En el conjunto de obras que constituyen Instrucciones para ser mi propio padre encontraremos un refuerzo si cabe mayor del potencial alegórico de proyectos anteriores, que se precipita aquí en torno a las relaciones padre-hijo. El recuento de las ?instrucciones?, como propósitos truncados, se traduce en una sucesión de enigmas. El mecanismo parece confirmar un recorrido por una serie limitada de construcciones figurales, propiciatorias de imágenes que son palabras, y palabras que son imágenes. La ejecución del relato retrospectivo se cifra, se traduce al código de las figuras que ilustran y desdicen la historia otra vez recontada. Figuras, al fin y al cabo, escogidas de entre las provisiones del azar o del hallazgo imprevisto. Esos objetos y palabras encontrados se vuelven significantes del relato de nuevo arqueológico: Un niño Jesús desmembrado y una escultura de una cabeza femenina; cuatro fotografías cuyas resonancias nos trasladan a los paisajes románticos, aun cuando vemos que, en realidad, son restos de libros quemados; un vídeo en el que asistimos a la violenta copulación de varios patos macho sobre una sola hembra en un parque público; un libro de tirada limitada, constituido por páginas de otros libros fotografiadas, que podría ser un dietario en el que sólo algunas frases sueltas enturbian el blanco de la página, dejando un espacio contaminado para las nuevas inscripciones de otros; dos balanzas trabadas e impracticables? El repertorio de fragmentos ofrece aquí una tensión casi estrictamente enumerativa, tan literal como sintomática. La confluencia de ese repertorio alude, sutil e implacable, a una trama que sólo reconstructivamente hacemos nuestra.

Las diferentes series y propuestas de Raúl Hevia han diversificado sus soportes, desde el dibujo y la fotografía, hasta el vídeo o la apropiación objetual. Al extraer estos fragmentos se libera la dimensión poética de las palabras y los objetos. Una dimensión que permanece indeterminada, suspendida en ese margen liminar en el que aparecen los significados subjetivos, los que tienen para cada uno. En cierto modo, la obra de Hevia podría entroncar con algunos pasajes de la poesía experimental, basada en la espacialización del texto. Ahora bien, ese juego con las disposiciones visuales de los fragmentos se vuelca en su caso de un modo más audaz. Sus fragmentos se inscriben en la recopilación de páginas perdidas y de dedicatorias encontradas en libros desconocidos, en los paisajes que recogen sus fotografías después del itinerario seguido por su propia 'localización de exteriores'. En todos esos lugares, la inscripción aparece, de nuevo, como el mensaje cifrado, enigmáticamente alusivo a un trasfondo biográfico en el que nos encontramos con su historia incompleta. Y el retorno de esos restos se parece a la metáfora de sus paisajes, recreaciones neblinosas de una biblioteca quemada de cuyas cenizas proceden las advertencias que recibimos.