Todo jardín, incluso el más pequeño, está lleno de vida.

Si observamos el cambio de colores... la súbita explosión de hojas en una rama que parecía muerta... los frágiles restos de un pájaro caído del nido... el mirlo que marca las horas con su canto... sentimos el transcurrir del tiempo, el ritmo de la vida, y, a la vez, nuestra propia estancia en ella, tan de paso.

En un jardín convive lo que vemos con lo que está oculto, encontramos huellas del pasado, animales y objetos surgidos de no sabemos dónde. Intentamos proteger su espacio, cercándolo, y no por ello se convierte en menos desvalido.

De una manera parecida, nuestro jardín interior se ve alterado por sentimientos que nos invaden y conmueven. Como la naturaleza, vivimos ... siguiendo un ritmo que creemos controlar, aunque no es más que el de una naturaleza impuesta e incontrolable.

Los materiales para la expresión artística no importan, son sólo un deseo más de inmortalizar lo que vemos, lo que sentimos. Pero tanto una rama de bronce como una real, no hacen más que recordarnos nuestro paso por la vida, tan perecedero como eterno.