Exposición en Gijón, Asturias, España

Javier Victorero

Dónde:
Cornión / La Merced, 45 / Gijón, Asturias, España
Cuándo:
26 ene de 2007 - 24 feb de 2007
Organizada por:
Artistas participantes:
Descripción de la Exposición

Sobre la tela
se mezcla, reteniendo
las sensaciones

 

Celeste. Desnuda, sin matices ni acompañantes, la palabra remite al cielo e intensifica la cualidad de estar o pensar en esa esfera aparentemente azul y diáfana que rodea la Tierra. ¿Parte superior que cubre algunas cosas?; ¿Dios o su Providencia?; ¿morada en que los ángeles, los santos y los bienaventurados gozan?. Significados múltiples, según reza el diccionario.

Celeste. ¿Adjetivo? No. La frase final del último catálogo de Javier Victorero, con textos de Juan Manuel Bonet sobre su exposición en Madrid (galería Depósito 14, octubre de 2005), era premonitoria: “Pintura para los que aman la pintura, sin adjetivos”. Celeste  no es, por tanto, un mero adjetivo en las nuevas pinturas del ... pintor asturiano. ¿Cómo adjetivar, poner palabras, traducir, transmitir o teorizar una pintura carente de adjetivos?.

Celeste. Cielo que podría fundirse hacia el mar. Premonitoria fue también la exposición Mar adentro (CCAI, Gijón, agosto de 2000), donde yo conocí al pintor y en cuyas texturas brillaban capas, empastes, goteos y gestos perpetuando la inmensidad del mar, más allá de las dos dimensiones.

Celeste. “Cielo viejo”, mar de tonos azules visible a través de los rompimientos del celaje durante los días del mal tiempo. ¿Cómo concordar con palabras concretas este “algo-alguien” que posee intensos e infinitos significados?.

Hacia la luz

Quizás atando cabos. Santos Amestoy lo hace en su inédito texto Luz negra, que perfora perfectamente las entrañas de Victorero. Dice este otro amante de la pintura que aquella muestra recogía los primeros frutos maduros de Javier, tras varios años en los que venía tratando de encontrar su verdad. Cierto porque nuestro pintor, que no produce sonidos melodiosos con la voz  aunque atesore modos serratianos, sabe cantar con sus azules, verdes, ocres, amarillos, blancos rotos y negros que cimbrean; sabe rodearse de buena música, entre compases armónicos, dudas, satisfacciones, miedos, sentimientos y vacíos mundanos. Sabe cantar, pero con colores. Así fue como inventó esa canción “del nácar de la luz del norte” que Enrique Andrés Ruiz advertía en una crítica de la citada muestra madrileña.

Tras Mar adentro Javier expuso su música cromática en la localidad asturiana de Piedras Blancas (Casa de Cultura, mayo de 2001). Entre versos invisibles y viajes perpetuos, su obra marcaba entonces alusiones a pentagramas clásicos y claves musicales del medievo, ecos de una compleja iconografía no figurativa. Desde entonces, sin olvidar la música, ha venido analizando el enigma de la luz, hacia la luz, hacia el silencio. En el retiro de su estudio gijonés, lejos de aglomeraciones (que no de tentaciones) ha buscado nuevas vías para una inspiración que mostró puntualmente en otros espacios asturianos y hoy llegan a la galería Cornión, a esta magnífica exposición que nos ocupa, donde Javier mantiene intacta su ética; su moral, la deontología de quien entiende la pintura como interrogante sin los tópicos, las frivolidades o las ignorancias habituales en un circuito plagado de modernidades y dogmas mal entendidos.

Esa evolución se sintetiza en la piel de la pintura y en lo más íntimo del proceso pictórico. Con una técnica que depura diariamente, sus manchas, sus veladuras, rebosan recursos en un tempo muy lento donde Javier oculta versos invisibles en las vibraciones del soporte. Por eso lee su propia pintura como “un organismo esencialmente independiente y necesariamente completo, que no satisface la mente a simple vista; que pretende crear estímulos visuales”.

Para Javier, el trabajo es un ritual iniciático que renace con cada sesión. La pintura, la pureza, la esencialidad, como expresión de algo místico. Un proceso, aunque ser artista procesual suene a otras cosas. Un lenguaje que vive cada instante, que no concibe “pintar sin poesía ni música”. Cada fragmento de tela es un cúmulo de guiños de este pintor-poeta que sabe rodearse del  texto ajeno, de los artistas prehistóricos, de San Juan de la Cruz, Tomás Luis de Victoria o Bach, de las delicadas flautas shakuhachi, de los ecos de Astor Piazzola, de las pinturas de Velázquez, Zurbarán, Klee, Luis Fernández, Sempere, Palazuelo...de un vaso de vino, un vientre, la arena o algún haiku.

No ha sido rápida la evolución de Javier en los últimos seis años, pese a que en ese tiempo pasó de ser casi un desconocido a estar entre la élite de la pintura nacional, con galardones en importantes premios nacionales y un constante apoyo de la crítica. No ha sido rápida, ciertamente, si tenemos en cuenta la enorme cantidad de horas que ha pasado pensando, manchando, hablando por teléfono o llorando en su estudio del barrio gijonés de La Arena, con la compañía de Nano, peludo compañero de cuatro patas y paseos diarios por San Lorenzo. Desarrollando ese viaje hacia la luz, esa huída “hacia el interior de las cosas” que advertía Alfonso Palacio en otra de sus exposiciones gijonesas. La cotidianidad de Javier, pese al caos, se nutre de una cultivada litúrgia que trata de habitar una luminosidad tamizada, al margen de cualquier discurso abstracción-figuración, buscando las emociones bajo su pintura mental.

Coherente evolución, quizás intensa, pero aún incipiente para quienes conocemos de cerca esta realidad que aún dará más de sí; esa verdad que el propio Santos Amestoy advirtió ya cuando le conoció en Gijón, a la vera del mar. Por cierto que aquel 20 de mayo de 2002 tuvo algo de simbólico. El crítico madrileño ofrecía la primera charla de la primera edición de AlNorte, Semana Nacional de Arte Contemporáneo de Asturias que estos días cumple un lustro de vida. El título de su ponencia era, precisamente, Vigencia de la pintura. Allí estaba Javier, admirado, esperando abordar al poeta. Después, largas conversaciones, lecturas, descubrimientos, Luz negra de Victorero que apunta al norte del norte pero que no se ciñe sólo a los límites geográficos del Cantábrico. Que la pintura se revele a sí misma se convirtió en un sueño. Por eso sus posteriores historias plásticas confluyeron con otras experiencias que, pese a la disparidad formal, se nos antojan religiosamente cercanas. Experiencias de buenos amigos, grandes pintores de aquí y allá, como Santiago Serrano, Miguel Galano o Juan Manuel Fernández Pera. Enamorados de la luz, de esa “tradición iluminista” que Santos Amestoy también percibe en Javier. “Los nuevos recursos geométricos y los hallazgos espaciales”, dice, “deben su desarrollo a la prosecución en pos de aquel fulgor de la pintura que sólo se produce en el límite de la visibilidad. Pintura de otra luz, no es de extrañar que tenga escasos precedentes actuales”. Pintura de otra luz, sí, de otras maneras e idénticas verdades.

Otras puertas, en la noche clara

Cuando a finales de 2004 Javier ganó el Premio de la Junta General del Principado con Jardín para Botticelli lo hizo apostando por un cambio que hoy, en cierto modo, ha culminado. Desde aquel hermoso ejemplo amarillo-cadmio (“color de plenitud, luz y naturaleza”) los lienzos han ido perdiendo elementos azarosos para ordenarse pasionalmente, a través de las pinceladas, las formas y los signos, tal como hace el jardinero con sus plantas. Pervivencia paisajística, naturaleza, quizás, omnipresente; otras puertas que se abren a realidades más ordenadas y constructivas pero no menos reivindicativas porque, como subraya el artista, “pintar hoy es una rebelión constante contra las formas de pensar el arte que priman en la actualidad, que generan tendencias dogmáticas y excluyentes, que imponen modas de consumo muy rápido y digestión no menos veloz”.

Esas tesis se metieron en la sangre de Javier y se hicieron más y más conscientes en series como Bodegón español, que protagonizó parte de la obra expuesta en Madrid. “De especial gravedad cromática y especial sobriedad compositiva, de especial concentración y especial pureza conceptual, esta serie en que se propone reflexionar sobre un género clásico de nuestro arte”, señalaba Bonet. “El pintor, más esencial que nunca, se acerca más que nunca, por el lado de lo sublime –presente desde hace años, ya lo hemos visto, en su poética-, a una cierta atmósfera rothkiana. Pero en la actualidad no concibe esa atmósfera luminosa, sin el esqueleto de la construcción.”

Son hoy más evidentes que antaño las formas geométricas, pero están subyugadas por la luz. Ya no hay planos ortogonales. “En ocasiones”, advierte Santos Amestoy, “algunos ángulos parecen penetrar en el cuadro desde los bordes y es como si vinieran de un espacio de mayor escala a este lugar pintado. Al pequeño mundo del hombre en el que, con toda unción, se atreve Victorero a convocar inmensidades infinitas”. Es así como Javier desgrana ese tenue diálogo de contrastes, que incluso exterioriza cierta matemática, sonido, esquema…que invita a jugar con la perspectiva de los cuadros mediante intersecciones de rayos luminosos con el lienzo.

Germinales

La pintura 2006 de Javier es más luminosa pero igualmente delicada que en 2005. Ha cambiado la nebulosidad por la luminiscencia, quizás porque hoy sus días son también más diáfanos. No hay ortogonalidad pero aletea el mismo rigor estructural, tensión entre las partes que, proporcionan instantes de un sensato equilibrio.

Gombrich y otros estudiosos de la percepción demostraron hace tiempo que la mente humana no puede asumir la complejidad de la naturaleza, apreciando la composición del paisaje a base de estructuras elementales. Decía el viejo historiador que "hay una tendencia observable en nuestra percepción respecto a las configuraciones simples, las líneas rectas  y otros órdenes simples, y tenderemos a ver tales regularidades más bien que las formas al azar en nuestro encuentro con el caótico mundo exterior". Si un pintor como Javier quiere encontrar un instante, su instante, dentro del cuadro, lo hará manteniendo sus propios arquetipos, patrones labrados en aras de un ideal casi filosófico. Eso provoca una pintura más eslabonada por la composición, capaz de enmarcar un escenario sentimentalmente ligado a sus vivencias.

Decía el filósofo francés Étienne Gilson, en sus reflexiones acerca de lo que llamaba “la forma germinal” (la inspiración) que “sólo hay un modo de aproximación justificable a la pintura, y no es ni la arqueología, ni la historia, ni la ciencia, ni la crítica del arte, ni la filosofía; es la pintura”. Severa reflexión en torno a su existencia que coincide en su esencia en las tesis de Vida de la pintura,  libro de Enrique Andrés Ruiz cuyos conceptos también nutren a las pinturas de Javier. Pero en estas piezas expuestas en Cornión, tal forma germinal hace conectar la pintura con otros campos. Insisto en la poética, la música, la matemática…que tendrán existencia y vigencia durante los momentos en que sean experimentados como obras de arte. Marcarán calidades fenomenológicas, ya que el ser (el pintor) es anterior al conocimiento (la pintura) y la pintura estará al lado del ser.

Lo cierto es que el arte es un misterio un tanto trivial. Misterio, sí, porque el placer que nos procura una obra no puede ser relacionado fácilmente con nuestras necesidades biológicas; es difícil comprender por qué se desarrollan ciertas sensibilidades para apreciar unos esquemas compositivos en vez de otros. Tiene algo que ver con eso que llaman emoción estética, que presupone, entre las muchas inquietudes del ser humano, una particularmente válida para excitarnos ante la contemplación de las obras.

Lo duro, lo difícil, como en casi todo, es decidir bien. Escuchar o rechazar, acercarse o huir de los cuadros que tenemos frente a nuestras miradas. El límite es frágil, tanto en la buena pintura como en las buenas amistades o las malas influencias. En esta ingrata tarea del análisis artístico la cosa se complica, porque es inevitable contactar con tantos aduladores como asaltantes y aprender, no sin dolor, que un verdadero amigo es quien critica de frente pero defiende desde atrás.

Para ser amigos no sirve con querer. Eso, como dijo Aristóteles, sería lo mismo que pensar que para estar sano basta con desear la salud. Y si bien cuando sufrimos o tenemos problemas tenemos muy pocos amigos, éstos suelen ser los mejores. “Antes que al médico, llama a tu amigo”, dijo el sabio de Sócrates. Yo no se si la única figura en la historia de la estética que concibió la complejidad del concepto de arte fue Hegel, como señalaba Danto en su conocido ensayo sobre el fin del arte. Pero sospecho que el fin de un empeño creativo nos suele devolver al principio. En los principios creativos de Javier (mi amigo) celeste no es un adjetivo ni un color. Es un espíritu.

 

 
Imágenes de la Exposición
Celeste VII

Entrada actualizada el el 26 may de 2016

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