Exposición en Las Palmas de Gran Canaria, Las Palmas, España

Los códices del vino

Dónde:
Centro de Iniciativas de la Caja de Canarias (CICCA) / Alameda de Colón, 1 / Las Palmas de Gran Canaria, Las Palmas, España
Cuándo:
16 abr de 2009 - 09 may de 2009
Artistas participantes:
Descripción de la Exposición

Para Baudelaire, Dioniso-Baco es el dios misterioso que habita en las 'fibras de la vid'. El más cosmopolita de todos los dioses del panteón griego. El dios que por todo el orbe, incluida la isla misteriosa de los bordes del Atlántico, surge, danza, agarra, desgarra y hace olvidar. El dios que entrelaza, como señala Detienne, en el arco iris de sus apariciones, 'los colores afines de la sangre manante y del vino espumoso'. Una divinidad cuyo movimiento no cesa en ningún momento. El dios de la viña y del vino, que fija el tiempo de las mediaciones: la preparación del terreno, los postes y las espalderas por donde circula los misteriosos brotes de la vid; los gestos técnicos del viticultor; la maduración al sol y al aire; el mosto y la fermentación. Dioniso, en su retiro a la sombra, deja que sean los propios hombres los que ... descubran el poder del vino y el dios que lo habita. Es, entonces, cuando el fruto de la vid ofrece el espectáculo de un centelleante fuego que brota espontáneamente de las profundidades del líquido, hasta hervir y fermentar. Sangre de la tierra, sangre del cielo, el vino tiene el color de la sangre de los hombres. Sin embargo, es a Dioniso a quien corresponde el derecho real de civilizar el vino, de hacerlo esencia de virtud.

 

El dios epifánico del licor fermentado toma la máscara de la fuerza del vino, la bebida hirviente, para transformarlo en vino volcánico y así dar paso a la danza vertiginosa que transforma el espacio en pura manifestación de su esencia divina. En las lejanas tierras e islas oceánicas, en los confines mismos del mundo, Dioniso invita al sueño exótico, donde su gracia se transforma en danza, en arte, en maravillosa revelación del furor que porta en sus entrañas. Su fuerza impulsa a las bacantes y a las ménades a levantar el pie en un frenético ritmo que todo lo invade y lo llena de su preciosa esencia de eternidad. Con su impetuoso gesto, Dioniso inicia la ceremonia acompasada de la danza. Con el entusiasmo del pie que salta, el dios nos transporta hasta su reino insular, en el Atlántico. El mismo verbo, 'salta' (ekpèdan) (ekphdan), designa, en el ámbito dionisíaco, el vino que brota y la Ménade-Bacante que danza. El furor del dios toma, entonces, la forma del automaton; esto es, de lo súbito y lo espontáneo. La forma elemental del simple retoño, del brote hincado en el suelo, que crece por sí solo de manera misteriosa. Cuando el dios salta y brota, su corazón palpita con tanta fuerza que sus latidos despiertan toda la naturaleza. Es el momento supremo en que Dioniso, a corazón abierto, hace despertar todas las potencias para sacar 'de sí mismo y sólo de sí mismo su capacidad para liberar su energía, de golpe, con una violencia volcánica'. En su 'eterno retorno', en su eterno perpetuarse, el dios manifiesta la necesidad de hacer evidente su ciclo vital, renovándose en las infinitas formas de su protéica existencia.

 

El dios antiguo cede su forma y apariencia mítica, despojado de su esencia y aspecto antropomórfico, para tomar, una vez más, posesión del arte de Cristóbal Guerra. Un arte cuya afirmación es la repetición: la ostentación de un instante resplandeciente, sacado a la luz; esto es, revelado y fijado en su teofánica consolidación. El 'gran estilo' que manifiestan las series últimas, que exhibe toda su fuerza y poder generador en su infinita 'repetición' -en su infinito variar- es fruto, sin duda, de las potencialidades mismas que emanan de la estructura compleja del trabajo del vino: objeto y ocupación de su doble condición de artista-viticultor. Sorprende la capacidad organizadora; la capacidad de componer estructuras, formas y espacios en una disposición combinatoria ilimitada. La embriaguez artística, que Cristóbal Guerra despliega en todas las series relacionadas con su actividad vitícola, es sintomática de la lucidez intelectual con la que ha asumido todo el largo proceso creativo. En una ocasión anterior, ya señalé que el dios, en sus concreciones vitícolas, se ha hecho presente en el espacio doméstico de su 'hacienda' (oikos), al asumir la forma retorcida de la cepa de su viñedo. Sus epifanías acontecían en el tiempo real del cultivo de la vid, desde la planificación y roturación del terreno, pasando por las tímidas apariciones de las cepas y su paulatina invasión por todo el espacio, hasta la elaboración del producto final: el vino, quintaesencia de su trabajo creador. Este último, el vino, es el verdadero protagonista; el leit-motiv de su obra, sobre el que se estructura la 'melodía infinita' del conjunto global de toda su producción artística última.

 

Dioniso es el dios de la embriaguez que 'quiere persuadirnos del eterno placer de la existencia', pero que, al mismo tiempo, 'nos obliga a reconocer que todo lo que nace debe estar preparado para un doloroso ocaso [...] En realidad, nosotros, por breves momentos, somos él mismo, el ser primordial, y sentimos su indómito deseo y placer de existir [...] A despecho del miedo y de la compasión, somos vivientes dichosos, no como individuos, sino como la unidad viviente con cuyo placer generativo nos hemos fundidos' (F. Nietzsche, El origen de la tragedia).

 

EL DIOS QUE BAILA

 

Progresivamente, en la medida en que el arte de Cristóbal Guerra se consolida, hasta asumir el aspecto y dimensión de una obra-de-arte-total (de una 'Gesamtkunstwerk', en el sentido wagneriano), el artista va tomando conciencia de los ritmos y sonoridades que la experiencia del vino ha impuesto a su modus vivendi. Esta dimensión de totalidad abarca la entera esfera de los sentidos, presente en el proceso generador del vino, y materializada en la complejidad de las estructuras de las obras artísticas que componen estas últimas series: óleos, acuarelas, esculturas e instalaciones. Todo el proceso formativo de la vid(a) es asumido como una forma determinante de la experiencia sagrada; experiencia que no es más que el reverso de la otra experiencia, la experiencia artística, que despliega en un modo 'desbordante'. Ha hecho suya la máxima nietzscheana de 'considerar el arte como la función suprema y como la actividad metafísica propia de nuestra vida' (Federico Nietzsche, El origen de la tragedia). En estas últimas series, Cristóbal Guerra consolida el 'teatro' del vino, y lo hace valiéndose de una representación total y absoluta, hasta convertirlo en un verdadero 'teatro del mundo'. De ahí, la necesidad imperiosa del uso de los formatos panorámicos y de las amplias y fugaces perspectivas, que desbordan, en cierto sentido, los límites o circunscripciones de su 'hacienda' (oikos). Los antiguos límites (interiores, paredes, cortavientos, etc.) que, en sus series anteriores, retenían la mirada del espectador, situándola en su dimensión de pura interioridad, si bien aparecían como ingredientes individuales que personalizaban el 'lugar' (su casa-taller-viñedo), la conducen ahora hacia fuera, hacia el 'infinito'; hacia el mundo. En este sentido, son reveladores sus panorámicas 'plegarias' u 'oferentes', que se enmarcan dentro de lo que Edmund Burke ejemplifica como manifestaciones de lo 'sublime', y en donde es fácil percibir ciertos guiños o referencias a las series de los 'álamos' de Monet y a las instalaciones que Walter de Maria realizara en el desierto de Colorado, en 1977, denominada The Lighting Field.

 

La música -y, en particular, la danza- constituye el dominio del dios de la ebriedad. Por ello, no podía faltar en el trabajo artístico del último Cristóbal Guerra, caracterizado por el desbordamiento y la intensidad. Una música y una danza que ahora cobran un especial relieve, materializadas en la forma cimbreante de la cepa, que brota de las profundidades de la tierra, y en los ritmos 'machaconamente' sostenidos por las alineaciones de los trocos. Estos ritmos encuentran su cadencia vertiginosa en las verticales empalizadas o en los huidizos o fugaces alambres que forman la sutil estructura organizadora y ordenadora de las obras, dispuestos en magnífica perspectiva. La danza, por otra parte, ya había sido objeto de contenida representación en sus 'nocturnos azules', a los que ya me referí en un anterior escrito. Sin embargo, en estas últimas series, adquiere la relevancia de un verdadero manifiesto, en donde, por primera vez, exhibe su aspecto más dramático y trágico. Los interiores, auque solitarios, rezumaban una atmósfera de tranquilidad y sosiego que conferían a su viñedo un cierto aire civilizador e innocuo. El entorno familiar, visible a través de los objetos de la vida cotidiana, imponía su impronta desdramatizadora. La tragedia, inherente a la estructura mítica del universo dionisíaco, aún no se había hecho presente con tanta elocuencia y con tanta gravedad como en estas últimas series.

 

Y lo hace con la fuerza y la pasión de quien ha asumido el tormento y el sacrificio que encierran el duro y, a veces, angustioso trabajo del viticultor. Una danza y una música que adquieren, en sus manifestaciones más conmovedoras, el carácter de una presentación religiosa, consciente de las implicaciones cristológicas que tiene el antiguo mito dionisíaco. La cepa fibrosa deviene, así, la imagen doliente de un Cristo agonizante, como expresión trágica del dolor primigenio. En la mente del espectador se proyecta inevitablemente la evocación del Hijo de Dios que, en vísperas de su Pasión y Muerte, se entregó a sus discípulos en la forma eucarística del vino-sangre. Sin embargo, las obras de Cristóbal Guerra proclaman una obstinada voluntad de superación, que resalta 'el sentido de la tierra' y una intensificación de la vid(a). Las últimas series, en particular, la 'colección' de acuarelas que constituyen una especie de 'códices' del vino, son, por la naturaleza misma del soporte y de los materiales utilizados, las que de forma contundente expresan la fuerza y la agitación que el mito dionisiaco y la larga y paciente elaboración del vino portan como componentes esenciales de la 'ebriedad'. Los 'códices', aparecen, así, como concentraciones de vivencias aisladas; como eclosiones volcánicas, a veces, sensuales y voluptuosas de una experiencia profundamente sentida en momentos y lugares diversos.

 

La frescura y rápida hechura de estos dibujos, realizados con los colores y matices del vino, son como los intensos, abruptos o sosegados ritmos de una música callada, que el artista hace 'audible', más allá del sudoroso y cansado ejercicio de su trabajo de viticultor. Las manos que durante el día desbrozan y amontonan los sarmientos del viñedo o se empapan con el jugo de los racimos son las mismas que, durante la noche, se deslizan suavemente por la porosa superficie del papel. Sus controlados dedos trazan, en la urdimbre del soporte, los ritmos expansivos o concentrados que ha interiorizado. Cada dibujo, cada acuarela, traduce, en la blancura del papel, un instante supremo de una continua experiencia que, por su naturaleza intrínseca, se vive como un todo indivisible. Gracias a esos aislados testimonios, el universo de la vid(a) se nos hace más accesible y comprensible. A través de sus transparencias, de sus invasoras estructuras y de sus pregnantes formas, nuestra sensibilidad se impregna del 'vapor' embriagador del 'dios' que brota de las profundidades insondables de la 'madre tierra'. Y como los antiguos viajeros, que a finales del siglo XVIII adquirían en Roma las colecciones de grabados que, en la soledad de su retiro, a la vuelta, ojeaban con la pasión de un placer renovado, imaginándose, de nuevo, recorriendo una y otra vez, los lugares soñados, emprenderemos viajes fantásticos contemplando la infinita variedad de esos momentos de epifanía que el artista, Cristóbal Guerra, ha hecho visible y 'audible' en sus espléndidos e inagotables 'códices' del vino.

 

LA MÚSICA DEL VINO

 

El texto anterior que dediqué al artista y a su obra portaba los ritmos de una música dionisiaca. Estaba dividido en cuatro apartados, en cuatro tiempos, como si de un poema sinfónico se tratara. Pues había en él un ritmo musical, que encontraba su paralelo en la propia obra artística de Cristóbal Guerra. Un obra con resonancias musicales, como los 'Vermeer' con los que el artista ha dialogado. Una música queda, casi silenciosa, íntima y susurrante. En el año 2003, con motivo de su exposición 'A la luz del vino', en la Sala Tomare (San Bartolomé, Lanzarote), concluía mi primera aproximación al universo del artista, en aquella época, con la siguiente reflexión: 'Es en el espacio íntimo de la economía doméstica donde el mito exhibe su infinita grandeza. El artista ha tenido que transformarse en verdadero viticultor para así convertirse en el iniciador de una nueva experiencia, reviviendo la época arcaica en la que los conceptos de humanidad y de arte (poesía) se asimilaban estrechamente a la agricultura. El retorno de Ulises a la Ítaca, el retorno al 'país del trigo y de la vid', supuso para éste, la recuperación de su condición humana, suspendida por la guerra; esto es, la vuelta a su originario status de agricultor'.

 

Conciente de que todo el trabajo artístico de Cristóbal Guerra, desde entonces hasta el 2006, obedecía a una secreta 'música' interior, estructuré mi ensayo, como he señalado, en cuatro tiempos, pues había en el escrito un ritmo musical, que encontraba su correspondencia en la propia obra del artista.

 

El primer tiempo o movimiento, una especie de Allegro triunfante o agitato, tenía por título: 'La fuerza creadora de la luz', que evocaba la irrupción de la luz en medio del caos primigenio y la noche de los tiempos: la noche ebria de la creación.

 

El segundo, un Andante sostenuto cuasi una fantasia, que portaba el portaba, como título, el verso latino de Horacio: 'Hoc era in votis: modus agri non ita magnus' (Esto era mi sueño: una parcela de campo no muy grande), que, a modo de pastoral cantabile, evocaba el habitat y la paciente construcción del universo familiar del artista, en La Vega de Gáldar.

 

El tercero, un Adagio intimo e con molta esspresione, cuyo título 'La intimidad silenciosa de los objetos', hacía referencia a la lenta y minuciosa creación de un nuevo lenguaje, de un lenguaje que daba cobijo a la intimidad y a la paulatina aparición de los objetos cotidianos y/o domésticos, que adquieren nuevas resonancias.

 

El cuarto, por último, Presto agitato e danssante, exaltaba la Epifanía del vino. Un movimiento vivo, trepidante, como la danza frenética de las bacantes o ménades. La forma misteriosa e insinuante del 'bruto vegetal' -la cepa vinosa-, marca el ritmo y la cadencia de la danza báquica, sumiéndonos en una atmósfera de inconsciencia y plenitud. La apoteosis final de la pintura de Cristóbal Guerra.

 

***

 

'¡Tú, oh vid! ¿Por qué me alabas? ¡Yo te corté, sin embargo! Yo soy cruel, tú sangras: -¿qué quiere esa alabanza tuya de mi crueldad ebria? 'Lo que llegó a ser perfecto, todo lo maduro -¡quiere morir!', así hablas tú. ¡Bendita, bendita sea la podadera del viñador! Mas todo lo inmaduro quiere vivir: ¡ay! El dolor dice: '¡Pasa! ¡Fuera tú, oh dolor!'. Mas todo lo que sufre quiere vivir, para volverse maduro, alegre y anhelante, anhelante de cosas más lejanas, más elevadas y más luminosas' (F. Nietzsche, 'La canción del noctámbulo', en Así habló Zaratustra).

 

 

 
Imágenes de la Exposición
Cristóbal Guerra

Entrada actualizada el el 26 may de 2016

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