Descripción de la Exposición ------------------------------------------------------- ------------------------------------------------------- Cuando Jacques Derrida escribió en 1995 la necrológica, y glosa de la amistad, de Gilles Deleuze, con el título Tendré que errar solo, observó que las obras teóricas del pensador suicida, además de planear indefectiblemente sobre el siglo veinte, se erigirían en nuestro imaginario como «fuertes incitaciones a pensar». Algo que tiene que ver con lo que sigue a continuación. Y es que cada vez que me enfrento a la calculada obra pictórica de Julián Gil, me asalta, resonando cual tam-tam, el conocido duplo deleuziano: «Diferencia-Repetición». Corpus creativo, el de Gil, de un artista cuya reflexión, muy en especial en los últimos años, ha insistido hasta la obsesión en el análisis de las estructuras formales que, revisadas serialmente, son sometidas a la variación de las citadas estructuras y sus coloridos. Incitación pues, también, a pensar. Es el caso de la exposición que ahora se presenta en el Museo Ibercaja Camón Aznar (MICAZ), que es calificada por el artista, no sin reiterada intriga, como «el final de un período». Período pues que concluye con la reflexión en torno a una figura, la del cuadrado, y a los sucesivos análisis dimanantes de estudios compositivos o de colorido en su interior, sustanciados en las «Proporciones Áureas en el Cuadrado» o, abreviadamente, «PAC» que portan como sonoro emblema titular. Sus análisis de ese sueño dentro de otro sueño que es el cuadrado, sabido es que acoge al círculo en su interior, y que Gil propone en la exposición en Zaragoza, son lo que él también llama, desarmando la implacable teorética de sus análisis, «maneras de plantear el juego». Es sabido que la seriedad del término «juego», y sus «reglas», nos ha sido recordada, precisamente, por uno de nuestros más serios abstractos. Por lo general, en la obra de Gil no sólo se acomete el proceso de resolver una idea sino que, a la par, ésta es deconstruida tras realizar el análisis de un extensísimo capítulo de lo que podríamos llamar el campo de sus posibilidades. Y en este punto es preciso volver a mencionar a Deleuze cuando refería «el poder terrible» de la repetición, algo que parece estar en el sustrato de la construcción del pensamiento abstracto. Pues, al cabo, «pensar», en el sentido creativo, es siempre plantear un análisis esencial, el de las posibilidades que, a su vez, serán generadoras de la diferencia. Pensar es referir de otro modo la realidad o, al cabo, mencionar la inmersión en la aventura, no exenta de riesgos, de ofrecer a la percepción el temblor o siquiera el asomo, de una realidad-otra. Recordaremos entonces a otro artista hispano, Pablo Palazuelo, cuando éste refiera las «familias» o lo que prefería definir, con oxfordiano aristocratismo, como lineages de formas. Esto es, la presencia de formas procedentes de un mismo origen, el lineage, que sucesivamente son sometidas a la modificación en cada transcripción, evocación o incluso calco. Mención al sueño de las estructuras formales que, mediante un proceso de manipulación, provoca generaciones casi metamórficas que, a su vez, se integran dentro de lo que coloquialmente podríamos llamar «un aire de familia». Algo parecido refería aquel artista que decidió callar, creativamente hablando, a finales de los cincuenta, Jorge Oteiza, cuando calificaba a sus obras también de «familia». Para estos artistas, obvio es subrayarlo, crear en modo alguno es un producto del hallazgo fortuito sino que es, antes bien, la manifestación del pensamiento, el elogio del cálculo al que se refería Gil en la cita que abría estas líneas. Las formas, las sucesivas que se van constituyendo, rememorando el lenguaje naturalista del madrileño, germinan y mutan o fertilizan otras. Como en el caso de Gil, suponen la pervivencia de una suerte de memoria de la idea original que en su evolución se va entrelazando, analizándose sucesivas posibilidades, mutando, mas permaneciendo un aire, o numen, del conjunto, al que por ello Oteiza no dudará en calificar con el mencionado término de «familia». Como ya señalamos en otra ocasión, la investigación rigurosa de Julián Gil es de apariencia objetiva. Y tendente a evocar, -me atreveré a escribir, «proclamar»-, lo que podríamos llamar un «yo desplazado». Mas que sin embargo concluye acariciando la poesía, -luego mencionaremos la música y el timbre algo a lo Schönberg-, pues alude también a la salmodia escondida, mas no por ello menos rotunda y elegíaca, que se halla tras la aparente mudez de la variación. Quizás sea bueno referir algo también escrito cuando se analizaba la cuestión del orden y de la sensibilidad, que vale para el asunto de Gil. Nos referíamos al par «orden» y «sensibilidad»: «y nos preguntamos ahora [...]: ¿existe el orden, ele vado y puro sobre la realidad?, ¿existe, per se, lo sensible alejado de estructura que lo acoja? ¿Expresa el orden la quietud o, más bien, no habla el orden -en explícita e ígnea mudez- del dolor y el caos? Mas, ¿podrían remitir las estructuras que componen el orden a la matemática y a la par a la música y al paisaje?; ¿si sabemos lo inefable de la naturaleza, no será toda la pintura abstracción y, por ende, orden y rigor?; ¿expresa la sensibilidad algo que no exprese el orden?; ¿no existe el orden en lo informe?; ¿no destila la despojada luz quieta del artista minimal una lacrimosa tristeza?; ¿no era el dolor, se dijo, un gran espacio?... ¿No es [...] el orden sensible; redundante epítome de algo obvio?; ¿no existe tremor en los cuadros de Mondrian, «Mister Boogie Woogie Man»?; ¿no expresan orden los soldados derribados en el fragor de las batallas de Ucello (o en la despojada hendidura al infinito de Fontana)?... Pues, si hemos referido aristocráticos «lineages», ¿por qué no hablar de «leyes»? Y es que en la obra de Gil hay una que prevalece a lo largo de su trayectoria. El planteamiento es definido a la par que rotundo y no se puede negar que insistente: es el elogio de la variación perpetua. A partir de la adopción de lo que podríamos llamar una infatigable estrategia creativa, acción meditativa en la que se recuerda aquello de que mirar no es ver, Gil establece el análisis de una forma determinada (entre sus favoritos han estado: cuadrado, rectángulo o tondo) que es sucesivamente analizada, casi paroxísticamente examinada, a través de la variación que se erige con terrible rigor procesual, al modo de un avance en la penumbra en múltiples direcciones. La forma muestra entonces la esencia de la cuestión, y rememoramos a Palazuelo cuando escriba: «Ciertas energías no traducen sus procesos de manifestación si no es en las formas o a través de las formas. La fuerza o energía se recibe por el intermediario de la forma, la cual es, en cierto modo, aquella energía encamada». Siendo capital, el análisis acometido por Gil no sólo tiene que ver con una mera cuestión formal, sino que se estrechan también las reflexiones, lo que podríamos llamar su particular liturgia, en torno a lo que pudiere suceder «alrededor». Un «alrededor- fuera», pero también en otras ocasiones es un «alrededor-dentro». Me refiero a las ocasiones en las que observa la repercusión que se deriva de la presencia de colores o formas-dentro-de-formas y las relaciones que en torno a dicha reflexión se suceden. Estoy pensando en proyectos expositivos tales a los que titulara: «Dentro y fuera del cuadrado» (1992) o «De Hem» (2002), «D.R.» (2008). O lo que es lo mismo, una estructura común es asaltada por la irrupción de diferentes motivos que son objeto de un decálogo analítico establecido por el propio Gil. De este modo el artista construye ese aspecto serial que hace muy sugerente su indagación. Recordemos que la estructura subyacente es aquello que Adorno calificaba, refiriéndose a la música del citado Schönberg, el soporte, o, utilizando su terminología, «el material». El material sobre el que se realiza la variación, el estudio del campo de posibilidades, es el recuerdo del tiempo. La platónica imagen móvil de lo eterno. Puesto que es el tiempo la variación suprema, infinita mutación sobre la idéntica estructura de los días repetidos, como bien nos recordara también Eliade. Por su parte, la estructura, «el material», es, al cabo, esa suerte de prehensión, de pliegue seguro, sobre el que, a modo de una tierra firme, se ejecuta la variación. Es en ese contexto que viaja por la obra de Gil en el que se plantea, nuevo elogio de lo binario, duplo en el que la diferencia es erigida sobre la repetición, una dimensión nueva cuando, sobre él, reverbera la palabra-otra, la música distinta sobre el ritornello que pareciera familiar. La creación de Gil convoca la presencia de una estructura subyacente en el cosmos que, sometida a variaciones, evocadora de la conocida interrogación que ya es certeza sobre el origen común de la materia universal. Así, somos agua y mineral. Y el polvo de la Luna. Portamos las anillas de los gusanos que se revelan en nuestras costillas. Pues, al cabo, medir no es un mero hecho objetivo o una acción neutral. Plantear la mesura, las propiedades del espacio que también midiera a su dolorosa manera Eliot, es, también, abrazar el mundo delatando sus interrogaciones. La geometría de las pinturas de Gil devela la desazón de la pregunta en torno a la medida de la materia. Preguntar por el mundo, es clamar al espacio infinito... Es el sonoro «quién», -rilkeano-, si yo gritara me oiría sobre las bóvedas celestes. Pues, medir, recordemos decía también Palazuelo, «es un modo de explorar y se explora para tratar de conocer lo desconocido [...]». El sueño del geómetra recuerda románticamente que en el vacío ilimitado del mundo hubo un día aspiración, ilusión entonces, de orden, número y medida. Si entendemos el mundo creativo de Gil como otro emblema binario: el de preguntas y respuestas, todas éstas parecen propender hacia ese sentido deleuziano de eliminación del yo afirmando, como el filósofo, que, al fin y al cabo, «ser» parece ser retorno eterno. Estructura con leves variaciones. Es en este punto en el que tienen cabida, a su vez, todas las preguntas no respondidas por Gil. O, escribiré mejor, respondidas siempre desde un elogio del silencio del Bartleby de Melville. Así sucede cuando se le inquiere por cuestiones tales a la posible presencia de referencias subjetivas en los títulos de sus obras o las razones, si las hubiere, personales para la elección de uno u otro color, ésta o aquella composición. ¿Sentimientos?, ¿épocas?, ¿paisajes?, ¿homenajes?, ¿memorias?... Gil preferiría no hacerlo. Ya se ha venido diciendo que, aún en el esfuerzo de objetivación que suponen ciertos planteamientos de su pintura, Gil elogia el yo-creador. Me refiero ahora, claro está, a su posición de artista frente al cuadro. Puesto que no es otro que el artista, cual demiurgo, quien define cuestiones tales a «el material», el aspecto serial y, a su vez, quien afronta, decidiendo, las variaciones que constituirán el «tema» de su serie. No olvidemos que su procedimiento de trabajo parte de un boceto, cuidadosamente elaborado sobre cartulina pintada al gouache, meticulosamente anotado, reflexionado y ordenado, a veces mostrado sólo a los más próximos y sometido a un cuidadoso juicio de calidad. Emblema pues de reflexión, los citados gouaches suponen el viaje por su personal enciclopedia de los descubrimientos que, al modo de un alquimista medieval, custodia celosamente. Conservados, en secreto, estos estudios en lo que parecen son verdaderas «cajas de conocimiento», son luego trasvasados al soporte definitivo. De uno a otro, del boceto al cuadro, el viaje será el de la idea, siendo aherrojados del mismo primero, obvio es, la literatura que los elevó al lienzo. Eliminados también el temblor de la mano y la huella del pincel. Proceso elogiador de la posición del artista, es preciso reconocer, como hacía Deleuze, que en el duplo «diferencia-repetición », se encuentra «la atmósfera de nuestro tiempo». En mitad del cataclismo adivinado por Adorno, ciertos artistas incluso desde una actitud no-normativa, informalista o expresiva, Giacometti es un ejemplo, reclamarían la serie, la reiteración ilimitada de la similitud, la repetición del motivo que hermana con la variación. Al cabo resolución, o emblema del deseo de fijar cuestiones en tiempos en los que se anunciaba el Fin. También el del arte. Es sabido que el trabajo a través de series es, contradictoriamente, extraordinariamente creativo pues, como ningún otro, es el verdadero revelador de la idea de la multiplicidad. El creador es idea, en la medida propone un mundo otro sobre la realidad común que percibimos. La misma realidad es la que plantea otro duplo perverso: distancia e identificación. Ya se ha venido adivinando en el transcurrir de estas líneas que el par que menciona la repetición y la diferencia, afecta no sólo a cuestiones visuales referidas por este artista sino a otra reflexión muy inquietante de su obra que es, a su vez, la forma en la que se presenta la subjetividad del artista y sobre la que ya hicimos antes alguna reflexión. Es sabido que la subjetividad no es «ser», sino diferencia. O lo que es lo mismo el «ser» como diferencia, otrosí, como tiempo. Aun a sabiendas de que apariencialmente es la subjetividad el impedimento para la elaboración de lo que podríamos llamar «el pensamiento de la diferencia», el fuera-de-mi-creativo que, alejado de la identidad, permita la construcción de un universo creativo. Medir el mundo, optando por analizar unas u otras zonas de la realidad, realizar esa suerte de fragmentación de los elementos de la obra de arte, supone revelar el papel del artista y conceder a la misión artística algo de provisorio, en el sentido de reconocerle un tempo propio y alterable y, entonces vuelta al comienzo. Algo que evoca a Mallarmé cuando, refiriéndose a la literatura, hablaba de la necesidad de establecer un espacio móvil en el que las correspondencias puedan crear eso que él consideraba fundamental: un «juego». La reflexión en torno a Deleuze, enfrentándome a la obra de Gil, tiene que ver no sólo con lo que aquel refería sobre lo que ya hemos calificado del «yo disuelto», sino también es ineludible la mención al fracaso de la representación que, a su vez, definirá buena parte del arte del mundo moderno, muy en especial del arte figurativo tras la Segunda Guerra Mundial. Algo que quedaba claro en la omnipresencia de la abstracción y del arte informal, bajo todas sus denominaciones, a partir especialmente de mediada la década de los cincuenta. El pensamiento contemporáneo nacería, justamente, en el seno de la pérdida de las identidades en un mundo que ha ofrecido un extraordinario territorio de simulacros. Jean Clair ha aportado, a su vez, teorías en extremo inquietantes sobre la relación entre las tragedias contemporáneas y la huida de la representación en el expresionismo abstracto que, sabido es, se simbolizan en la agónica -y contradictoriamente creativa- interrogación de Adorno. Referirse a Julián Gil, tras citar tantas preguntas sin respuesta, obliga a mencionar que es un no-lugar el que, curiosamente, acaba definiendo el «lugar» de su obra. Si pensamos que su presencia expositiva se abre justamente en un momento en el que el informalismo ha perdido ya su ímpetu y en el que, también, ha fenecido mucha de la esperanza de los tempranos geómetras de finales de la década de los cincuenta. Años en los que muchos artistas que padecieron la tentación constructiva, en ciertos casos fascinados por la mitología kleeiana, pasaron a las filas más cercanas al informalismo (así sucede en los casos significativos de artistas luego matéricos como Canogar, Farreras, Feito o Manrique). Es 1958 y Oteiza, regresado a España hace una década, ha declarado un fértil mutismo creador, poniendo entonces en marcha su particular, e imparable, máquina de silencio. Poco después «Equipo 57» ha callado también su voz. A su vez, fallecido el «Parpalló» Manolo Gil en 1957, este último «grupo» queda prácticamente concluido en los inicios de los sesenta. Otras interesantes voces aisladas, como la del más joven Manuel Calvo han clausurado también su intensa experiencia constructiva. Años cincuenta, tiempos de vacío, elogiados por Albert Camus en su conocida dedicatoria a Yves Klein, «avec le vide pleins pouvouirs», en los que, en el caso hispano, algunos artistas insistentes como Pablo Palazuelo o Eusebio Sempere continúan una despojada y particular indagación en el sueño misterioso de un mundo ordenado. Julián Gil presentaría su primera exposición personal en la madrileña sala Neblí, en 1965. Año en el que William C. Seitz presenta en el MoMA su exposición «The Responsive Eye», no es azaroso la multiplicidad de asuntos que en torno al mundo normativo, o el mundo del orden, surgen en este mismo año. El emblema de todo ello sucedería con ocasión de la bienal artística veneciana de 1966, en donde el arte óptico y cinético, ejemplificado en el Premio de la XXXIII Bienal a Julio Le Parc, era signo revelador del lenguaje de los nuevos tiempos. El contexto es el de extenuación de la poética informalista, a la par que se ha concluido su consagración hispana a través de una doble vía. Por un lado un cierto reconocimiento internacional, aun a pesar de la desidia en España. Y, por otro, la inmediata apertura del Museo de Arte Abstracto Español (1966) conquense, en la fecha en que inaugure Gil en Neblí en plena actividad ya y reconocido internacionalmente. El mundo de la representación, es sabido, ha tomado la vida artística a través de la cultura pop y de la expansión del debate entre la llamada «nueva figuración» y el realismo. Es en ese contexto en el que este artista muestra la exposición «Pinturas relieves de Julián Gil» en Neblí, con algo de deuda objetual. Venancio Sánchez Marín escribiría el corto, mas intenso, texto del catálogo. Para este crítico, Gil «se instala en la pintura que ordena el espacio». Sus composiciones adivinaban la tarea que ocuparía a este artista en ulteriores tiempos. La sentencia de Sánchez Marín contenía una profética visión: lo expuesto en Neblí formaba parte de una tarea más general a acometer por el artista. Se trataba de «un decidido propósito de racionalizar la imagen del mundo». Propósito que, es sabido, prosigue en la actualidad. Gil reproducía fotografías, en la página de apertura del catálogo, de dos de sus relieves, evocadores de las escrituras arborescentes de las «paredes» de Brassai, con muros y huecos de clara evocación arquitectónica, como también lo subrayaba el crítico antedicho. Y más que «evocación» deberíamos escribir «huella», ¿o imago mundi? Pues ciertos relieves de Neblí supuraban realidad, parecieren fragmentos pétreos, así era su entidad mineral émula de la vapuleada vida de los muros de la urbe. La referencia arquitectónica, que luego por cierto le acompañaría también en su tarea de artista como ejecutor de encargos públicos, era algo que también sucedía en las restantes «pinturas-relieve» presentadas en la Sala. En ellas era posible hallar una cierta mirada sobre reflexiones en torno a la arquitectura madrileña de los cincuenta. Glosa de medianerías, luz y sombras, poética de las «falsas perspectivas» que, en palabras de Zóbel, habían movido las obras del Rueda en gris de esa época también en gris. Mostraba Gil una cierta sordina estructuralista evocada en la repetición de formas modulares, rememoradoras también de un aire industrioso, por cierto tampoco no lejanas de la poética povera de las cajas de cerillas del antes citado Rueda. Algo similar sucedería precisamente con las sugerentes «Cajas de imprenta», realizadas en torno a 1967 por Gil. Lirismo, en este caso, de la letra perdida y del contenedor que otrora las contuvo. El asunto no es extraño, llegados a este punto, si pensamos que a Julián Gil nuestra historia del arte contemporáneo le sitúa, no sin dificultad, en la rupturista herencia del libro del «conquense» Juan Antonio Aguirre (Madrid, 1945), Arte Último y en el seno de la postmoderna historia que vislumbraría el mundo y la cultura de hoy. Es sabido que «Nueva Generación», la propuesta del crítico-pintor antes citado, fue un planteamiento crítico y grupal de quien, a su vez, parecía desdeñar desde su inicio, con descaro y spleen, su propia reflexión. Algo nihilista, Aguirre ha frecuentado un cierto desapego del pensamiento crítico, por él ejercido tempranamente y con fruición. Así, señalaría en uno de los catálogos de «Nueva Generación» que esbozarían el fundamental panfleto artístico, que la crítica hacía reflexiones tal a «un sabio aburrido que imaginara astros». La heterodoxa reunión de «Nueva Generación», que en 1977 conmemoraría de los diez años de su existencia, «generación » compuesta en muchos casos de nuevos geómetras dispares, sería otro «no-grupo» que añadir a la extensa nómina de denominaciones y propuestas en que se ha no-ubicado nuestro artista. En su catálogo han quedado algunos de los términos de cuya definición se ocupó y que acaban componiendo una suerte de retrato de su trabajo: «abstracto», «color», «forma», «geometría», «juego», «módulo», «pintura-relieve», «simetría», «trama»... Pintor al que, contradictoriamente en todo caso, sumido en el marasmo terrible de la variación que decía Deleuze, le va bien el calificativo de ser un artista «singular».
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