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PAS(t)TO(o)R(e)AL

Quizás intelectual urbanita, quizás ex-campesino reeducado, el pintor costumbrista se parapetaba tras su lienzo para convertir la vida pedestre en cualidad estética; dando testimonio, tanto de su afecto, como de su distanciamiento para con el motivo representado.

Esta posición del artista se ha afianzado, conforme nuestras sociedades se han ido terciarizando, y conforme el arte ha ido adquiriendo unos medios de expresión menos transparentes. Por otra parte, límites identitarios y geográficos se van difuminando progresivamente, y los usos y costumbres se forjan en torno a hábitos de ocio y consumo, folklores transnacionales del gusto. Todos estamos distanciados de nuestras ... raíces. Al menos tanto, o más, que aquellos viejos pintores de escenas campestres.

Con ello, el artista que persiga en la actualidad signos de una “autenticidad original”, habrá de saltar dos barreras: primero, la que representa su condición de individuo del siglo XXI; en segundo lugar, la que implica su oficio.

No obstante, parecen existir poderosas razones, para que el arte decida seguir excavando la raíz. El pasado es Historia y presunción a un tiempo, y además, dotado de un “sentido” que jamás veremos en el presente. El pasado es más real que lo real. Acudir a él supone una llamada a poner los pies en la tierra; el reencuentro con un modo de vida a la medida del hombre. El terruño es, a la postre, la ficción de un hogar, del que uno forma parte por derecho y sin esfuerzo, y dentro del cual el prójimo está esencialmente ligado a uno. El lugar en el que nunca se estará fuera de lugar, ante las zozobras psicológicas de un sujeto contemporáneo cada vez más desubicado, cada vez más fracturado.

Javier Aquilué