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Todo pintor sabe que el acto de pintar tiene algo de inocente primitivismo, de actividad física primigenia. La pintura mancha, se aglutina en grumos de materia, se esparce en restos de color, permanece como suciedad en la paleta, cambia y altera los soportes, remueve los verdes con los azules, los blancos y los negros.

El pintor, como un niño que juega entre la inocencia y el conocimiento, despliega sus colores y desde el caos inicial la obra va surgiendo, va tomando forma. En la creación geológica de Canarias, la abrupta generación de las Islas, dibujó mapas de escoria sobre el Océano. Magmas enfriados sobre las altas espumas levantaron murallas sobre el Atlántico y por sobre ellas anidaron las aves, germinaron las semillas y el violento Hacedor marcó su casa con ... azufre y nieves para siempre.

Hoy otro creador, otra mano, ha levantado sobre otros lienzos, un mundo de referencias donde la tierra y el bosque, las arenas y el mar, se transmutan en materias alteradas; colores transparentes, brochazos de pintura violenta o morosamente extendida que conforman una obra donde habita el paisaje. En esta última exposición, Andrés Delgado se abisma y fabrica con la propia materia de su existencia, las Islas que pueblan su memoria.

Andrés cultiva la amistad, la pintura y el cariño por su tierra en un todo inextricable en el que el orden de precedencia es un simple hecho enumerativo. Andrés vive actualmente en Madrid. Allí pinta y trabaja, pero esto no es un obstáculo: al contrario, le capacita especialmente para pintar lo que ama, la distancia ha hecho de la suya la mirada mas limpia. En la mirada de la distancia y del recuerdo no hay lugar para lo vulgar, lo engreído o lo degradado. No hay horizontes invadidos, bosques arrasados, barrancos-vertedero o playas enlatadas. En la pintura de Andrés Delgado todo tiene la fuerza de lo prístino, de lo visto por primera vez, de lo recién creado; con la fuerza telúrica y la brutal inocencia con que el mar y el volcán generaron la tierra que hoy lo habita.