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Marcelo Góngora, por decirlo de un modo sencillo, siempre ha sido un pintor realista. Él, a través de su mirada, nos devuelve en sus lienzos el positivo de una captación que, más que ser fotográfica, denuncia la existencia de un poso invisible de dolor que no es nostalgia. Su realismo figurativo expresa -como en tantos casos- un universo personal, a veces onírico, que nada tiene que ver con una realidad objetiva. La realidad de Marcelo Góngora -eso siempre- es una realidad cotidiana, una realidad dotada de esos elementos que, por modestos, aparecen como insustituibles e inmutables. Eternos. Sus objetos adquieren una verosimilitud perenne, la monumentalidad tridimensional, que nos evoca a Zurbarán. Pero esta realidad, como la vida misma que nos rodea, no es una instantánea del presente. Su realidad, como una Epifanía de la creación, siempre lírica y evanescente, siempre mágica y concreta, está también poblada de vacios irreparables. Su mirada, asomada al balcón de su propia existencia, provoca el vértigo de la ausencia. Ausencia que no es de objetos reales; ni tan siquiera de seres queridos. Ausencia que, más bien, evidencia la pérdida gradual de una vida que arrastra tras de si los diferentes óbitos de un pasado. Y es que la realidad que nos muestra la pintura de Góngora es una realidad herida de pretérito. Una realidad que enseña en sus cicatrices amorosas la violencia de las horas, aquellas que sin llegar a matar siempre nos hieren. La ausencia, por tanto, nunca es el vacío, sino una presencia virtual y en gerundio.

Es esta violencia tan barojiana, la misma que tanto tormenta a nuestros más conspicuos escritores barrocos -con Quevedo a la cabeza-, la mejor expresión de esa eterna dialéctica entre el 'eros' y el 'thanatos', entre el amor y la muerte. Todo el pasado es muerte, nuestros recuerdos apenas son imágenes en sepia que denuncian el fúnebre matiz de su pérdida de color y vida. Pero a la muerte solo la vence el amor. Y estos silencios elocuentes - la pintura también capta el silencio- se presentan ante nuestros ojos con la esperanza de que jamás morirán. Pues el amor ha conjurado su muerte. Y el tiempo que mata también inmortalizan.

Los espacios que ayer estuvieron vivos, los rincones del alma que nos muestra la pintura de Marcelo Góngora, son escenarios de una vida, singular y colectiva, íntima y compartida, que ya dejó de existir físicamente. Sin embargo, éstos han sido resucitados por el recuerdo emocionado del pintor. Su amor les ha devuelto la existencia, inmortalizado la fugacidad de un tiempo que jamás dejaría de ser pasado y muerte. Y allá donde hubo oídos queda la palabra; donde ojos, la imagen eternizada; donde labios, el beso. La visión optimista y vital de Marcelo ha sido vencer, por tanto, el fatalismo de la añoranza para hacerse eterno presente.