Exposición en Valencia, España

Relecturas

Dónde:
espaivisor / Carrasquer, 2 / Valencia, España
Cuándo:
29 sep de 2017 - 17 nov de 2017
Inauguración:
29 sep de 2017 / 20:00
Horario:
Lunes a Viernes de 10:00 a 14:00 y de 16:00 a 20:00
Precio:
Entrada gratuita
Organizada por:
Artistas participantes:
Enlaces oficiales:
Web 
Teléfonos:
963292399
Correo electrónico:
info@espaivisor.com
Descripción de la Exposición
Aproximación a los trabajos de Inmaculada Salinas Valentín Roma “¿Decirlo? ¡Lo diré! El no-ser es un tópico” Marina Tsevetáiva En 1993 concedieron a Alexander Kluge un prestigioso premio literario, el llamado “Nobel alemán”. Allí había una audiencia ávida de conceptos brillantes e ideas estructurales, sin embargo, el autor recordó dos anécdotas sorprendentemente peregrinas, acaso dos parábolas con algún tipo de enseñanza existencial. La primera tuvo como protagonista a un funámbulo, quien pretendía atravesar cierto precipicio caminando sobre una cuerda que se bamboleaba. De repente se desató un fuerte viento y al equilibrista se le cayó el palo largo que llevaba entre las manos, la multitud gritó despavorida. Si doblaba su cuerpo hacia la izquierda el funámbulo caería, si lo inclinaba hacia la derecha también. ¿Es el punto medio aquello que puede salvarle de la muerte? Kluge responde que no, en absoluto, aquello que le permite llegar al otro extremo y recibir ... el aplauso es su astucia. He rememorado esta historia al mirar las fotografías y leer los escritos de Microrrelatos en rojo (2012), la obra de Inmaculada Salinas donde ésta erige una suerte de vinculo inestable, un alambre de equilibrista entre las imágenes de gentes sin nombre y las narraciones impresas, ordenadas según la impecable pero constrictiva declinación alfabética. Estos fragmentos literarios, que se extrajeron de libros autobiográficos y que fueron, de alguna manera, “feminizados”, son uno de los dos vértices de abismo y olvido, el otro son las instantáneas en sepia que traen el pasado feliz o a punto de perderse, la vida convertida en espectro, mientras la propia artista cruza ambos sabiendo del peligro, yendo desde una nada hacia otra nada, transformando la ideología en desafío de la gravedad. Astucia para salvarse del peligro, decía Kluge, pero también obstinación para andar entre fantasmas, para enfrentarse a las peripecias biográficas de seres que personifican a todos, gentes desposeídas incluso de aquellos relatos que las narran y las inscriben. El texto transformado en voz o en subtítulo constituye una de las principales gramáticas de la obra de Inmaculada Salinas. Sin embargo, nada tiene que ver esto con cierto “sophiecallismo” redundante –si se me permite el término– es decir, con la apoteosis del registro emotivo, hoy también denominada auto-ficción. Al revés, en piezas como, por ejemplo, 150 días gratis (2014), No pintamos nada (2017) o Trabajo (2017), la escritura salta del aforismo a la diatriba, del eslogan al género confesional. Son textos que establecen relaciones impensadas con las imágenes que los acompañan, son como tesauros que en lugar de infundir órdenes invitan y establecen hiatos, disfunciones. La ausencia es otra figura política que “aparece” insistentemente en el quehacer de Inmaculada Salinas. No la ausencia a modo de misterio, menos aún de misterio insondable, pendiente de descifrarse, sino eso que podríamos llamar lo latente: algo a punto de llegar y a punto de irse, algo frágil y, a la vez, intempestivo o destemplado. Una poiésis de la escucha según la ha narrado, entre otros, Jean-Luc Nancy, quien parece estar observando Diario Walden (2014) o Tiempo de trabajo (2015) cuando, frente a los protocolos y los rigores del entendimiento, demanda un incremento epistemológico del escuchar. El mismo Nancy recuerda, en La comunidad desobrada, que el principio de la historia y el origen de la asamblea tuvieron lugar durante un mismo momento, cuando un individuo cualquiera, alguien que tenía bien definidas sus atribuciones y cómo llevarlas a cabo, se separó del resto de individuos que le acompañaban para encaramarse en lo alto de un promontorio. Desde allí empezó a explicar un relato, el suyo, que era extrañamente parecido al de sus semejantes; allí los mitos se interrumpieron, allí nacieron las ideas y con ellas las ideologías. Tomar la palabra es también –o es sobre todo– favorecer la escucha. Eso nos señalan buena parte de los proyectos de Inmaculada Salinas. No parece extraño, por tanto, que el trabajo ocupe un papel tan omnipresente entre sus temáticas, pues antes de que éste se suelde con nuestros cuerpos, antes de que devenga definitivamente material, el trabajo “opera” a modo de adjetivo: se trabaja por olvido y para olvidar el daño que nos produce trabajar. Adrienne Rich decía que Marx era un cartógrafo de la condición humana, y algo de ese registro de travesías hay, también, en las obras de Inmaculada Salinas. El proletariado como sujeto político, sus imaginarios sociales y las maneras que desarrollan las clases dañadas estructuralmente para deshacer las expectativas atraviesan las propuestas de la artista, quien de algún modo da voz y encarnadura, iconografía y relato, a un anhelo de belleza que acompaña o redirige la rabia de la desposesión. Las figuras de la joven fotogénica, la esposa solícita y la madre procreadora, estereotipos femeninos de la tradición cultural del hetero-patriarcado, son sometidas a un férreo proceso deconstructivo, tal y como vemos en la serie Mary Wollstonecraft (2016). Por otra parte, las casuísticas del archivo postmoderno, con su aleatoriedad ejemplarizante, también son desactivadas en pos de un fragmento donde se reescribe la totalidad. En este sentido, la edificación de una esfera íntima solapándose con una esfera pública, la confección de subjetividades críticas mediante la propia subjetividad es, asimismo, un aspecto de gran importancia en los trabajos de Inmaculada Salinas. “Es en nosotros donde el mundo es enemigo del mundo”, sostenía Pasolini, pero a diferencia del poeta y cineasta, mirando piezas como Object Time (2014-2017), Diario artístico (2014) o, especialmente, Una semana de trabajo (2014), ese pathos de ira y tragedia deja su lugar a algo que me atrevería a definir como un gesto conmovedor, un ademán a partir del que fundar otras maneras de conmovernos. Igual que ocurre con la literatura de Natalia Ginzburg o con la poesía de Sara Teasdale, hay, en los proyectos de Inmaculada Salinas, una reinvención de la sencillez no exenta, por supuesto, de las mayores sofisticaciones ni de los gestos impugnatorios más bruscos, según se aprecia en la obra Violencia (2017). Ese “léxico familiar” –parafraseando el título del libro homónimo de Ginzburg–, esa manera de introducir sobresaltos, tonos cromáticos y alteraciones dentro de una narración discursiva es, conviene decirlo, cierta fisonomía que adopta la lucidez. Astucia política para sortear cualquier cliché de género, equilibrio con el que unir los enunciados y sus reversos, una imagen elocuente y una voz que demanda ser atendida, la escucha por delante del comprender y la lucidez fundando caminos de expresión para nuestra subjetividad crítica, he aquí todo un programa para acercarnos a la trayectoria de Inmaculada Salinas. Falta por enunciar, sin embargo, la segunda historia anecdótica que Kluge explicó en 1993, aquella última parábola que entregaría a una audiencia deseosa de relatos definitivos. Fue el caso del camionero ciego Mirko Wischle, quien por miedo a perder el empleo debido a la falta de visión de sus ojos, condujo su vehículo para el reparto de leche siguiendo las indicaciones de su hijo pequeño, un niño de nueve años. Según Kluge, era ésta una relación basada en la confianza mutua y en la transmisión de datos exactos, un vínculo afectivo y laboral que contra todo pronóstico funcionó, al menos durante el largo otoño de 1934. El ejemplo del hombre ciego sirve para anunciar algo valioso: hay formas de cooperación que lindan con el amor, grados de ayuda que son, en sentido estricto, relaciones amorosas. La escritora Raya Dunayevskaya dijo: “mi única pasión y mi más exigente trabajo ha sido esforzarme por ser cada día un poco más libre”. Efectivamente, el empecinamiento es el lugar y el instante donde una tarea deja de ser encargo y pasa a ser proyecto de vida, el sitio y la ocasión donde por fin nos emancipamos de las exigencias productivas, problematizando con ello la “vida personal”, rompiendo el doble círculo vicioso de las ideologías y las autarquías.

 

 

Entrada actualizada el el 27 sep de 2017

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