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“… es que no lo entiendo”. Ignoro a qué se refería Albert Einstein (1879-1955) cuando pronunció esta frase. Así como el contexto del que surgió. Sin embargo así me llegó. Y leí y pensé en ella. Es decir, descontextualizada, desnuda, sola. Y fue así como pensando en que alguna de las primeras cosas sobre las que nos preguntamos es acerca de nosotros mismos aún cuando todavía no pronunciamos ni una sola palabra ni nos podemos mantener de pie o nuestro grado de dependencia es poco menos que absoluto, se empieza a tejer esta exposición que, además de ser el espacio donde se encuentran cuatro artistas, es el esbozo de uno de los recorridos que se pueden hacer cuando lo que nos proponemos es intentar entender quiénes somos. Es decir, cuando intentamos comprender nuestro ... modo de ser frente a la invasión de preguntas que nos asaltan sin respuesta, la continua necesidad de determinar qué camino debemos tomar o cuando nos dejamos seducir por la emoción escudriñando esa forma de expresión en cuya esencia, según se dice, se halla la nuestra: el dibujo.

Y es que si algo puede definir lo que se considera como una de las formas plásticas más sencillas, es la capacidad que tiene el dibujo de subrayar lo esencial, expresar una idea y sobre todo, comunicar un pensamiento de acuerdo a una gramática y a unas leyes propias. Es decir, asumiendo el pensamiento para hacerse presente entre nosotros y nuestras vidas gracias a su facultad de darle forma a la subjetividad. Como las demás artes no alcanzan a hacerlo. A excepción de la música. Porque en ambas la palabra se evapora.

Y sin más palabras que las esenciales pronunciadas por el gesto de una mano reveladora, se diría que las cuatro propuestas de esta exposición son una reflexión acerca de la singularidad de nuestras vidas a través de unos dibujos que, entendidos como la expresión primera de alguna de las ideas que nos podemos hacer de nosotros, se acercan al alma del individuo a través de lo que afectadamente se conoce como su espejo: el rostro. O la manera de representar lo que de nosotros ven los demás. O el modo en que nos vemos. De manera que lo que propone esta exposición se debería entender como un intenso pero breve recorrido a través de una reducida galería de retratos basados en la idea de que es la experiencia quien habla del ser a través de su esencia. Aquella que respira tras la expresión de un rostro. Se despliega como un abecedario sobre las paredes de una sala. Y la que se forja en el interior de nosotros cuando de ellos solo queda un recuerdo.

Del esbozo de nuestra esencia a través de una línea sobre el plano es de lo que nos habla Joana Cera (Barcelona, España, 1965) a través de sus rostros. Se trata de unas obras en las que, superponiendo capas de papel permitiendo que de su transparencia emane una imagen, la artista consigue aproximarse al mundo reflexionando sobre la experiencia a partir de su rastro. Es decir, de la huella de una experiencia sobre la epidermis de un rostro. De modo que más que unas líneas, las suyas son incisiones que nos remiten al ser. Como también las que cicatrizan sobre la palma de una mano. Y nos hablan del destino y de estratos de nuestra vida sedimentados en un rostro. Y es que, entendidos como ese páramo donde cicatriza cuanto nos acontece, los suyos son unos rostros de una experiencia en evolución. Como es también un dibujo. Con sus líneas, vacíos y enigmas.

Embarcados en la búsqueda de nuestra esencia preguntándonos acerca de quiénes somos y porqué, no son pocos los artistas que inclinan su rostro para mirar el pasado. Para hallar entre sus recuerdos, quizás, el fundamento de lo que son. Se trata de una decisión que, contraponiendo una visión adulta a la vulnerabilidad de una etapa cautiva de la confusión, apuesta por el encuentro entre dos mundos distintos y complementarios. Es decir, dos formas de entender el mundo. El nuestro. Y el otro. Allí donde se vive. Porque es allí donde se está. Y al que se refiere Annie Pootoogook (Cape Dorset, Canadá, 1969) a través de su obra. Y la aparente complejidad de sus claros y simples dibujos. Porque la suya es una obra que además de ser el reflejo de un sentimiento individual es también el altoparlante del sentir de una comunidad. O la confusión de una sociedad que se atomiza y desmiembra. O la voz de un sinfín de vidas clamando en un cruce o una intersección. Es decir, entre dos mundos. O el relato en colores y líneas de un sentimiento de contradicción escuchado a través de la voz de un silencio desgarrador. Y es que como miembro de una saga de artistas que se refiere a su mundo desde la óptica de la tradición, Annie viene haciendo lo propio desde la voz de su propio tiempo. Desde el que habla; desde el que ve. Y desde el que sufre su mundo tras la irrupción de un modo de vida contemporánea. Y del cambio que experimenta sin la aquiescencia de sus habitantes.

Consagrados desde 1992 a la elaboración de una producción centrada en el análisis de la juventud en tanto que paradigma de esa etapa de nuestra vida en la que, entre otras cosas, se empieza a forjar lo que quizás algún día constituirá nuestro modo de ser, Muntean/Rosenblum (Graz, Austria, 1962 / Haifa, Israel, 1962) son dos artistas para quienes la publicidad, la moda, la televisión y los media son la fuente de la que beben para hablarnos de esa persona a la que se refieren en su obra: una hidra de múltiples rostros cuya vida se debate entre el descubrimiento y la decepción. Porque la suya es una producción que, ajena a la voluntad de centrar su atención en la vida de sus personajes, nos habla de la contradicción que late tras la miríada de los rostros que en ella habitan. Y de las emociones que despiertan. Y del valor de un sentimiento ajeno a la vacuidad y cercano a la desorientación y al vaciamiento de nuestra sociedad.

Y como no siempre gusta lo que de nosotros vemos ni tampoco convence lo que se dice que somos siempre es posible intuir algo nuestro cuando a un dibujo se nos aproxima. O cuando un dibujo se acerca a nosotros. Descontextualizado, desnudo, solo. Y nos muestra la esencia de un mundo formada por sueños y pesadillas. O por las nimiedades o grandes sentencias con que se suele identificar. Consagrado al estudio de la relación que el arte mantiene con lo banal y al retrato de la frustración tras las mil máscaras del anonimato, Ricardo Lanzarini (Montevideo, Uruguay, 1963) es un artista que demuestra que el hombre no es más que un ser insignificante. Es decir, ni un héroe, ni un santo, ni un genio, ni un rey. Sólo un ser al que se le requiera que se mantenga a la espera. Para que al final, no pase nada. Desde esta madeja que es nuestro mundo. Desde este mundo donde se es nadie.

Y es así como al haber partido de una sola frase se llega hasta aquí sin saber cómo sigue. Porque no es obvio desgranar la esencia del ser. Ni el intento de querer trazarla a través de unas breves líneas. Por ello esta propuesta se trata de una aproximación. A través de unas líneas, unas sombras, unos colores o un punto. Es decir, allí donde se llega al haber partido de una sola frase para continuar escudriñando esa forma de expresión en cuya esencia, según se dice, se halla la nuestra: el dibujo.