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Antonio Fernández Molina describía la pintura como tatuaje del alma. Desde esa perspectiva sin concesiones, llena de plenitud, entendía la creación artística como un ejercicio volcánico, polifacético, de una imaginación desbordante. Era la suya la obra de un poeta-pintor, un espíritu libre que utilizaba todos los medios a su alcance para hablar en el fondo de una única cosa: de poesía.

Para A. F. Molina el valor de una obra de arte depende siempre de la cantidad de poesía que contenga, entendiendo poesía como una manera especial de sentir la vida. Una capacidad que sólo se les conoce a los poetas y les sirve para transformar la existencia cotidiana en algo mágico y misterioso. De ahí que en su pintura podamos encontrar todas las realidades contradictorias: el humor negro, el absurdo, el sueño, la felicidad y el desasosiego. Todo ello bañado de un sentido de la libertad absoluto y una mirada lúdica frente a la realidad.

La obra de Fernández Molina refleja que el suyo fue un proyecto vital y artístico ambicioso y polivalente, seductor y meritorio. Fue un empeño a un tiempo humilde y prodigioso por cuanto, como puede contemplarse en esta retrospectiva que recoge una parte de su trabajo plástico, el suyo es un quehacer proteico y privilegiado de quien se supo universal pero que se vincularía como pocos al devenir de esta nuestra comunidad aragonesa.

En esta hora de balances y remembranzas, y más allá de las subjetivas fronteras del gusto, Antonio Fernández Molina sobresale con su genialidad pintoresca y anticonvencional. Es el suyo un trabajo sin límites ni cortapisas. De ahí que, en cualquier orilla de ese amplio océano de sensibilidades y técnicas que le fueron útiles para expresar su fértil extravagancia, encontraremos las huellas de su quehacer creativo. Pinturas, dibujos, novelas, grabados, relatos, aforismos, etc. son testigos del imparable dinamismo artístico que jalona su trayectoria. En todos esos géneros y formas se contiene, además su esencia de surrealista/postista militante, su curiosidad insaciable de creador pintoresco y anticonvencional.

Desde dicha perspectiva, la provincia de Teruel no puede sino considerarse un territorio partícipe de varias de las múltiples aventuras estéticas que tuvieron como protagonista o como colaborador a nuestro inquieto y entusiasta poeta. Porque Teruel fue, por ejemplo, una de las ciudades donde Antonio Fernández Molina dejó huella e impronta evidente durante algunos períodos de su azarosa y esforzada peripecia vital de artista curioso, solidario y participativo. Por eso aquí y ahora, debemos recordar su vinculación al Museo de Teruel a través de las “Jornadas surrealistas” que, a finales de los ochenta y primeros noventa del siglo XX, pusieron a este centro museístico en el mapa de las vanguardias españolas y le proporcionaron un prestigio ya desde entonces indiscutible.

Más que de evolución, en las pinturas de Antonio Fernández Molina tenemos que hablar de inspiración, de momentos anímicos determinados. Circunstancias que hacen que las pinturas se vuelvan, según el momento, más claras o confusas, más pesadas o ligeras y que no pierdan nunca su personal expresividad casi infantil. Pinta Molina lo que hay que pintar, poniendo su empeño en seguir siendo el mismo aunque tenga que hacer su camino en solitario. Ya desde sus primeras obras reconoceremos su trabajo pictórico por el uso de colores puros, planos, intensos, por ese sentido intuitivo de la composición que posibilita relaciones insólitas y confirma una inagotable imaginación.