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Las mejores vacaciones de Alfonso Pire son aquellas que no se distinguen de lo que hace el resto del año: Las que transcurren en su pueblín de la montaña praviana, en su taller de Loro.

Allí lo encuentras entregado a su pulsión artística de una manera suave, sin estridencias ni arrebatos que se corresponden muy poco con su naturaleza. Alguien dijo alguna vez que una vida que no se quema por un ideal no merece la pena de ser vivida. Si evitamos algún que otro exceso verbal de la cita, la suya es una de esas vidas. No se trata sólo de que pinte, esculpa, talle, ensamble, suelde, pula, moldee o grabe; también hace arte, porque a él todo desemboca, cuando se sienta reflexivo en un rincón ... de su santuario, viendo pasar el tiempo, sintiendo pasar la vida. O cuando sale afuera y se pierde entre la hojarasca del bosque próximo.

Desde que a los dieciséis años empezó con esta sublime dedicación, no ha parado. Si sus primeros ateliers corrían el peligro de, literalmente, desmoronarse, hacía, a un tiempo, de arquitecto, aparejador y albañil; si necesitaba muebles, de carpintero; si había humedades, de alicatador... Todo fuese por tener un refugio donde satisfacer su insaciable deseo de crear. Lo más curioso de nuestro personaje es que, en otros órdenes de la vida, deja que las cosas ocurran, que sucedan si eso ha de ser y fluyan mansas como las aguas de un río de poca pendiente. Una imperturbabilidad que se transmuta en juvenil alegría cuando está ante estériles abandonados o en un desguace o una chatarrería. Lo que para otros serían trastos pesados, sucios y molestos, se convierten en él en materias primas de las que obtendrá valiosas recompensas. Algunas de ellas las tenemos aquí en está exposición, que, mientras a unos nos entusiasma, es seguro que a él sólo le provoque una tranquila quietud como la que siente cuando se abandona en la soledad de su estudio o se adentra en la espesura del bosque de Loro.