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La oscuridad visible (darkness visible) es el célebre oxímoron mediante el cual John Milton distinguió el Infierno, el mundo de los vivos una vez perdido para siempre el paraíso. Desde entonces crece la sospecha de que nuestro tiempo no es sino la prolongada extensión de la hora del diablo. Cualquiera que tome la palabra deberá, siquiera en algún momento, dejar constancia de esa inquieta sospecha (Silencio, 1999; Cenizas, 2006).

El Infierno de Milton también ha sido descrito desde perspectivas todavía más retóricas -¿qué responderías si el diablo te ofreciera vivir la vida eternamente tal y como la has vivido?- o, por el contrario, de ... un modo literalmente impecable: la luz oscura revela, ante todo, nuestra pobreza de experiencia.

La pobreza de experiencia, nuestro Infierno, es la apoteosis de la banalidad. Jamás como hoy tuvimos tantas herramientas para acumular situaciones y acontecimientos y, al mismo tiempo, jamás fueron tan vacuos todos estos episodios. Muchas experiencias pero todas insustanciales y olvidadizas. Un excedente deficitario. Frente a este vacío tan repleto se han impuesto dos actitudes extremas; la histriónica consiste en olvidar la pobreza multiplicando la experiencia, en el otro extremo, la imposible dimisión mediante un silencio perpetuo y la inacción. O acumular más situaciones o intentar evitarlas todas. La primera agrava el Infierno y la segunda, a su pesar, sólo alcanza callar en forma de lamento. En cualquier caso, parece que se ha impuesto un consenso por olvidar la auténtica tarea: perseverar en el acecho del instante del sentido, aunque para ello deba invertirse la dirección ordinaria y aceptar su radical precariedad (Persigo ese momento preciso en el que la luz está a punto de apagarse, hacia la completa oscuridad). El instante pleno puede que ya no acontezca como una apertura sino como un simple destello que se cierra; sin embargo, esta misma inversión es su única oportunidad.

El instante del sentido no es el instante decisivo; mientras que este cumple una función narrativa que acumula momentos distintos -es el momento crucial capaz de contener el antes y el después que completan el relato de un acontecimiento-, aquel es el puro momento cualitativo (Kairós), el instante absoluto sin duración, aquel frente al cual, cuando todavía nada nos ruborizaba, se reclamó con vehemencia su imposible suspensión: Detente instante, eres tan bello!

Ese instante pleno, irremediablemente huidizo por su misma completud -sin opción de ser diseccionado en partes o secuencias distintas- es aquel que, en cualquiera de sus torpes formulaciones, ha de reconocer que no admite ningún lenguaje. Es un instante felizmente mudo, ya se identifique con la experiencia pura o con la experiencia sublime. La experiencia pura (Erlebnis) calla porque es anterior al lenguaje, pertenece a la infancia del hombre, en la que todavía no es hablante y despierta en él, precisamente, una vocación de habla para nombrarla (Corredores de luz, 2001; En la nada, 2007). La experiencia sublime, por el contrario, es aquella que acontece frente a la naturaleza grande y fuerte -el sublime matemático y el sublime dinámico- provocando una cancelación del lenguaje, demasiado fatuo ante la magnitud de la visión (Frágil, 2007; Al otro lado, 2007). En cualquier caso, ambas experiencias, pura o sublime, pretenden por igual definir y proteger el instante del sentido en su calidad de momento absoluto.

Para proteger el instante del sentido sólo existe una metodología: la mirada que acepta que volverá a la oscuridad (descubrir con la vista que se ha nacido ciego). El instante de sentido, desposeído de toda duración, es tan fugaz como un simple hecho real. Una pura imagen que adviene de forma sencilla, como una concreción irrepetible, cercana al tono específico de un haiku. En oposición a la durée, el tiempo puro que abre el espacio de la diferencia y la dispersión, el instante del sentido es un simple destello, mudo y, de nuevo, oscuro.

Los Cuerpos de luz no pertenecen a la oscuridad visible descrita por Milton, tan continua y diversa en el interior de nuestra pobreza de experiencia; en su lugar, esos cuerpos luciérnagas se inscriben en una esfera radicalmente distinta, la de l'intuition de l'instant que de un modo tan preciso describiera Gaston Bachelard, el momento de un tiempo vertical. El instante del sentido es, en efecto, una suerte de corte desde la profundidad que permite el aparecer de un haz de luz que regala una visión. La última luz de la que procede y en la que se desvanece aquello que jamás volverá a acontecer.